La tendencia al conocimiento mágico no está mal en cuanto 
favorece las tendencias receptivas de la inteligencia, creando una 
especie de suspensión del juicio, o del prejuicio —más bien—, 
gracias a la cual es posible asimilar lo esencial de la obra sin que 
en esa asimilación se interfieran las ideas del lector. (Y a esa suspensión del raciocinio, pero refiriéndolo al autor, aludía André 
Breton cuando definía la creación poética como acto no sujeto 
al control de la razón). La creencia en las virtudes incantatorias de 
la asimilación “mágica” está bien, si no menoscaba la comprensión 
cabal del poema; pues si la sensibilidad puede abrir muchas puertas, de otras sólo la inteligencia tiene la llave. Sea lo inconsciente 
lo que fuere, lo entendemos (y entendemos la creación de que es 
parte) a través y por medio de la conciencia.

Y si la poética no puede ser repertorio de reglas, menos debe 
serlo de opiniones. La tendencia creciente a “interpretar” la poe
 sía, me preocupa. Interpretar, como tantas veces se ha dicho, es 
sustituir el texto del autor por el parecer del comentarista: modo 
de deformación ocasionado unas veces por malicia y más a menudo 
por exceso de entusiasmo y auto-sugestión. Es obligado atenerse al 
texto, vigilando —censurando— el impulso a suplantarlo, sin poner 
en la glosa nuestro poema so pretexto de dilucidar el original.
 El crítico no es un juez; es, o debe ser, un lector por vocación, 
un amateur pasado al profesionalismo de la lectura. La comparación es uno de sus instrumentos más útiles; gracias a ella rasgos 
inadvertidos resaltan de pronto, sea por afinidad, sea por contraste 
con los de otra página, que bien puede ser del mismo autor.***
 El fracaso ejemplar de la llamada poesía “social”, o el no menos 
conspicuo, y más constante de la poesía “emocional”, es consecuencia del desinterés o de la incapacidad, acaso congénita, acaso adquirida, para dar a la materia el “ánima” de que habla el buen padre [Luis de Granada], 
considerándola con razón como equivalente a la forma. Situar al 
lector frente al documento o la interjección puede ser meritorio 
acto de comunicación y hasta de comunión, pero no por loable 
apto para desempeñar función artística.
***
 El poema es una estructura verbal, y la materia-palabra es en 
él la misma del uso y la comunicación cotidianos. La reconocemos 
sin vacilar, como idéntica y a la vez diferente de lo que suele 
parecemos en el contexto ordinario. Sin saber cómo, la palabra se 
convierte en otra cosa: en apariencia no ha cambiado, la letra es 
idéntica, pero la resonancia distinta. En poesía la resonancia es 
más sutil; nos penetra por varios modos y vías, y respondemos a 
su llamada de distintas maneras. La respuesta es intelectual y 
orgánica; el entender puede provocar una emoción y ésta ir acompañada de conmoción visceral y, en casos extremos, de alteraciones 
respiratorias y circulatorias. La emoción quizá desemboque en la 
angustia, o en el éxtasis, siquiera generalmente se mantenga en 
estados intermedios.
 Observada la diferencia en los efectos de la palabra, quisiéramos conocer sus causas. El riesgo de error no es grande si para 
empezar sugerimos una explicación general que pareciendo explicarlo todo, en realidad no aclara nada. Si afirmamos que el cambio 
se debe a la alquimia poética, a la transmutación de la materia 
mediante la forma, nadie objetará, pero no habremos ido lejos. Pues, 
¿cómo la palabra-materia, sin dejar de ser según es se convierte 
en sustancia poética? Lo esencial será el valor y el sentido que 
tenga en un conjunto orgánico, el poema, en donde la función expresiva supera y quizá sustituye a la función representativa. El 
lenguaje se ha hecho objeto al subjetivarse, al ser dislocado y subvertido. Estas constataciones no disipan el enigma; sí contribuyen a fijar sus límites. Queda en sombra el cómo, el modo, y esa sombra 
no se disipa recurriendo a la terminología acostumbrada, cuyo 
sesgo mágico bastaría para señalar una deficiencia, o mejor dicho, 
un bache en el proceso mental de quienes la utilizan. Hablar de 
“inspiración” o de “Musa” no es hablar impropiamente, pero sí 
encubrir ignorancia con metáfora.
***
Materia-vivencia 
 La materia —en este sentido— procede de la vida y está constituida por vivencias. Cuando se incorpora a la poesía cambia de 
condición al variar de función y la llamamos sustancia. La imaginación somete a la materia a un complicado proceso de trituración 
y eliminación de lo anecdótico y trivial. Al final de ese proceso, 
tanto las vivencias como la palabra-materia se convierten en palabra-sustancia-experiencia lírica, gracias a la acción depuradora del 
olvido (que estudiaré en el capítulo quinto, dedicado al tiempo) y 
a la inclusión de aquéllas en un contexto que da sentido a la totalidad y hace vibrar cada uno de sus elementos.
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El arte pretende hacer 
inteligible y asimilable el mundo y el obligado supuesto de partida 
es el de su relación inmediata con éste. Como Mairena aclara: “en 
las épocas en que el arte es realmente creador no vuelve nunca la 
espalda a la naturaleza, y entiendo por naturaleza todo lo que aún 
no es arte, incluyendo en ello el propio corazón del poeta. Porque 
si el artista ha de crear, y no a la manera del dios bíblico, necesita 
una materia que informar o transformar, que no ha de ser —¡claro 
está!— el arte mismo” (319).
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 Cualquier tentativa de aplicar a estas cuestiones los módulos 
del llamado realismo, fracasará. El poema ni es real ni es irreal: 
es verdadero; la verdad y no la realidad es lo importante. Para 
entenderlo, será mejor dejar a un lado los rezagos de aristotelismo 
antes aludidos, tan persistentes en la crítica. Una totalidad de experiencias, cuando reducida a unidad, crea una experiencia de 
otro orden, válida por la fidelidad con que expresa intuiciones cuya 
relación con la vida es demasiado compleja para limitarla a concepto tan dudoso y debatible como el de realidad.
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El espíritu es un microcosmos donde todo existe a otra escala. 
Según Antonio Machado explicó: “el individualismo romántico 
no excluía la universalidad, antes por el contrario aspiraba siempre 
a ella. Se pensaba que lo más individual es lo más universal y que 
en el corazón de cada hombre canta la humanidad entera” (848). 
El canto es más válido cuanto más personal —en tono y acento. 
Tal creencia jamás se perdió por completo, y no me atrevería a 
afirmar que la restricción del poeta a su mundo interior implique 
exclusión de la universalidad buscada por el romántico. Lo escrito 
por Machado a continuación resume bien el designio de la poesía 
moderna.
 “...lo que el poeta llama su mundo interior no trasciende de los 
estrechos límites de su conciencia psicológica (deambulando por 
sus más intrincadas callejuelas cree encontrar su musa). El poeta 
explora la ciudad más o menos subterránea de sus sueños y aspira 
a la expresión de lo inefable, sin que le asuste el contradictio in 
adjecto que su expresión implica. Es el momento literalmente pro
 fundo de la lírica, en que el poeta desciende a sus propios infiernos, renunciando a todo vuelo de altura” (849). Ese mundo interior, esa conciencia en la que se confina, no es un ámbito tan 
cerrado e incomunicado como se sugiere. Recurriendo del doctrinario al creador, bastará aventurarse por las galerías machadescas 
para comprobar que los andurriales del sueño pueden hallarse tan 
frecuentados como el camino real del lugar común. Y en ellos 
la materia no tendrá menos solidez.
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La poesía es la canción y la canción el movimiento. Cuando 
Juan Ramón Jiménez insistía en la necesidad de escuchar la poesía, de abrirse a ella por el oído más bien que por la vista, era 
por pensar que así se capta mejor la energía verbal que da al 
poema su calidad única. En él principio la poesía es un son, un 
rumor, un no sé qué martilleando en el cerebro y disponiéndole 
para el estallido de la intuición, o siendo la intuición misma. La 
palabra viene con el ritmo y acaso es éste quien la suscita. Algunos 
lectores se sitúan frente al poema para valorar lo que dice, para 
comprobar si su “contenido” es plausible o inadmisible. El ideal 
lector —o auditor— será, creo yo, quien empiece por sentirse 
arrastrado, conquistado por el ritmo del poema, y después, contagiado por esa fuerza se deje empapar insensiblemente por el decir 
de las palabras.
***
El crítico ruso Brik advirtió que “no es posible comprender 
el ritmo a partir de la línea del verso: al contrario; se comprende 
el verso a partir del movimiento rítmico” 10, y así ha de ser si el 
impulso inicial está en el ritmo, lo semántico supeditado al movimiento. Por eso, quebrar el ritmo es anular el poema como poema: 
traducirlo al lenguaje del discurso lógico, según practican quienes 
piensan que de ese modo puede hacerse más inteligible.
***
Valéry, que entendió bien la relación entre las artes, dijo una vez: “comenzar a decir versos es 
entrar en una danza verbal”. Y la frase deja ver cómo el poema 
—recitado o leído en voz alta— produce una excitación análoga 
en sus causas y efectos a la de la danza, justamente porque de
 pende, como ella, de la alternación y combinación de elementos 
—acento, metro, rima, repetición, antítesis— que constituyen el 
ritmo. (Recordaré, al pasar y entre paréntesis, que las irregularidades métricas flexibilizan el ritmo).
 
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