Cuando muere el prestigio, muere también el poder

 Sánchez Agesta:  La monarquía del Renacimiento, por el contrario, hace del rey legibus solutus, un legislador, según un concepto que se ha transmitido al Estado moderno, no obstante sus nuevas etiquetas políticas, haciendo a los parlamentos soberanos y desvinculados del derecho. La sociedad medieval buscaba, por el contrario, límites jurídicos en los pactos y en las leyes fundamentales y en hechos extrajurídicos para fijar los límites del titular del poder.



La verdad es que para muchos que sólo buscan la utilidad carece de valor la hermosura de una comarca si no significa algún provecho.

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La multitud se inclina siempre por lo peor.
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 Es gracioso, repliqué yo entonces, que hombres como tú quieran damos príncipes toscos y sin instrucción alguna como si fueran troncos o piedras, sin ojos, sin oídos, sin sentidos; pues ¿qué otra cosa es el hombre que no ha cultivado las letras ni las artes liberales? 
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Efectivamente, repuse, cambian mucho con la edad las inclinaciones. De jóvenes amamos el ruido y las disputas; ya de más edad no sentimos amor sino por el tranquilo estudio de las letras. 
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Los más prudentes médicos son los que menos consideraciones guardan al enfermo; la indulgencia no deja de tener sus peligros.
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De pequeñas cosas nacen a veces las mayores, y no es bueno despreciar lo que puede con el tiempo llegar a ser de importancia.
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No hay nada mejor ni más apreciable que el hombre corregido y llamado a la moderación por la fuerza de la disciplina, sujeto a las leyes y a un poder superior. Pero ¿qué habría más inhumano y feroz que el hombre si no le detuvieran las normas del derecho y el temor de los tribunales? ¿Habría acaso fieras que causasen más estragos? Pues nada hay más cruel que la injusticia armada.
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Es verosímil creer que en un principio existieron poquísimas leyes y que éstas eran concisas y claras, sin que necesitaran de ningún comentario. Pero más tarde, a medida que crecía la maldad de los hombres, creció la multitud de las leyes, de tal forma que hoy nos preocupan más las leyes que los propios vicios que reprimen, sin que baste ya el esfuerzo y el trabajo de Hércules para limpiar los establos de leguleyos. 
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Conviene además considerar que en todas las clases del pueblo es mucho mayor el número de los malos que el de los buenos, y si estuviera el poder en muchos, será fácil que en toda deliberación prevalezca la opinión de los peores sobre el juicio de los más prudentes. No se pesan los votos, se cuentan. Y no se puede hacer de otra manera. Esto no puede acontecer en el gobierno de uno solo. Si el príncipe está adornado de las dotes de probidad y prudencia, como con frecuencia sucede, seguirá con mejor acuerdo la opinión de los más prudentes, y con el derecho que su mismo poder le confiere resistirá la ligereza del pueblo y a las temerarias pretensiones de los malvados.
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La nobleza es como la luz que deslumbra no sólo al pueblo, sino hasta a los nobles y poderosos, y enfrenta y atemoriza la temeridad de los rebeldes. Por naturaleza influye más en el gobierno y en la vida pública el juicio y la opinión de los hombres que la realidad efectiva de las cosas. Cuando muere el prestigio, muere también el poder, y es de advertir que sobrellevan mejor los hombres al incapaz que nació príncipe que al que fue elegido y es más capaz.
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[...] los hijos no pocas veces difieren de sus padres en el ingenio, en la condición y en las costumbres.
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 Sin duda, es glorioso exterminar en la sociedad humana a estos infames monstruos. Se cortan los miembros podridos para que no infecten el resto del cuerpo con su corrupción, y de la misma forma, estas fieras con figura humana deben ser cortadas y separadas con el acero de la comunidad política. Es conveniente que tema el que da que temer a los demás y que sea mayor su propio temor que el temor que inspira. No debe ser tanta la confianza que le proporcionan las armas, las fuerzas y los soldados como el peligro a que le expone el odio del pueblo, cuya amenaza pende sobre su cabeza.
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Las cosas que se han consolidado con el tiempo es más fácil romperlas que corregirlas, y los seres humanos aman sus propias faltas y lunares y desean que los demás las amen de la misma forma. 
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 Y en el supuesto de que el rey vejara a todo el reino con sus costumbres depravadas y su reinado degenerase en una manifiesta tiranía, ¿cómo podría la comunidad en que gobierna despojarlo del reino e incluso de la misma vida, si fuera necesario, si no hubiese retenido una potestad mayor que la que sus representantes delegaron en el rey? No es verosímil creer que todos los ciudadanos se hubieran despojado de toda su autoridad para entregarlo a otro sin restricciones ni medida. Porque ¿cómo iban a conceder a un príncipe que podía corromperse y depravarse, a menos que hubiera una absoluta necesidad, un poder mayor que el de todos ellos? ¿No sería entonces el feto de mejor condición que el padre y el arroyo más importante que la fuente de donde mana?
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 Así razonan quienes quieren ampliar el poder regio y no toleran que se le circunscriba con ningún límite. Y es patente que así está establecido en algunos pueblos, donde ningún caso se consulta a los ciudadanos, ni se reúnen el pueblo y los nobles para deliberar sobre los negocios públicos y donde sólo se atiende a exigir obediencia, sea justo o injusto lo que el rey mandare. Pero no cabe duda que esta potestad es excesiva y está muy próxima a la tiranía, que, según Aristóteles, constituye la forma de gobierno de los pueblos bárbaros. Y no me extraña que así ocurra en ciertos pueblos en que los hombres, robustos de cuerpo, pero sin prudencia ni juicio, parecen nacidos para ser esclavos y estar sometidos, quieran o no, al poder de los príncipes. Pero aquí no tratamos de los pueblos bárbaros, sino de la forma de gobierno que vige y debe tener vigencia en una nación como la nuestra para que constituya la forma óptima y más conveniente de gobernar.
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[...] el poder regio merece verdaderamente este nombre cuando se contiene dentro de los límites de la moderación y la templanza, pero se corrompe y pierde vigor cuando abusa del poder, como algunos imprudentes quieren hacer de día en día. Neciamente, los hombres nos engañamos por la falsa imagen de un mayor poder y, al querer ensancharlo, lo destruimos, sin advertir que es más segura aquella potestad que pone límites a sus propias fuerzas.

No sucede con el poder como con el dinero, que cuanto más aumenta más ricos somos. Al contrario. Como el príncipe debe gobernar con el asentimiento de sus súbditos, debe granjearse el amor del pueblo, atendiendo a su beneficio, y si ejerce con dureza un gobierno autoritario, cambiará su potestad en impotencia. Teopompo, recién hecho rey de los lacedemonios, estableció, justa y sabiamente, los éforos, análogos a los tribunos, para frenar el poder de los reyes, y al regresar a su casa entre el aplauso del pueblo, su mujer le reprochó diciéndole: «Con lo que has hecho dejarás a tus hijos un poder menor». Y él le respondió: «Menor, pero más duradero». Los príncipes que saben frenar su propia fortuna, gobiernan con más facilidad a sus súbditos; los que olvidan la humanidad y la moderación, cuanto más alto se elevan, mayor será su caída.
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 Es ardua empresa contener dentro de los límites de la moderación la gran y eminente potestad de los príncipes. Y es difícil persuadirlos cuando se corrompen con la abundancia de bienes y se engríen con la adulación de los cortesanos, para que no piensen que conviene a su dignidad y al esplendor de su soberanía adquirir mayor poder y riquezas y no parecer sujetos al poder de nadie. Y sin embargo, nada como la moderación confirma la potestad regia. Y estarían los reyes mucho más firmes en sus tronos si tuvieran impresa en su mente y arraigada en su corazón la idea de que gobiernan mejor cuando sirven, primero, a Dios, por cuya sola voluntad se gobierna toda la tierra y se establecen y caen los imperios, y después, a la honestidad y al decoro, con los que alcanzamos el auxilio divino y nos ganamos la benevolencia de los hombres. Deben someterse a la opinión de sus conciudadanos y tener presente lo que la fama puede decir de ellos pasados los siglos, pues es de grandes almas aspirar como los seres celestiales a inmortalizar su nombre.
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No pueden ser honrados y obedientes los súbditos si el príncipe sanciona con sus costumbres la depravación y la vida licenciosa. Hacen más fuerza en los hombres los ejemplos que las leyes, y suelen reputarse dignas de imitar las costumbres buenas o malas de los príncipes. Vale poco el rey que sólo promulga de palabra sus edictos y las leyes de sus antepasados y los destruye y trastorna después por completo con el ejemplo de sus propios vicios.
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Alguien dirá que es de ánimos encogidos el respetar las leyes, pero más bien es de hombres depravados el despreciarlas. Diréis que la felicidad estriba en hacer lo que se quiere, pero más bien es una desdicha que se quiera hacer lo que no está permitido, y más miserable aún que se pueda hacer lo que es injusto. La ira armada con la espada en la mano del príncipe es una verdadera calamidad para sí y para todos. Quede, pues, sentado que la moderación del príncipe, que se considera vinculado por las leyes y que prefiere lo que es verdadero y decoroso, procura para él mismo y para los ciudadanos una vida digna y venturosa y asegura con mayor firmeza el orden de todo el pueblo, haciendo así que su reino sea fausto, feliz y duradero. 
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 Obran con prudencia los que en la calma piensan en la tempestad.
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Sería preferible desde luego si consiguiéramos para nosotros y para la religión el respeto de los pueblos sólo por la santidad de las costumbres y sin necesidad de ningún aparato externo. Pero puesto que las circunstancias de nuestro tiempo no nos permiten este honor, quienes pretenden despojar a los eclesiásticos de sus bienes y a los templos de sus riquezas en realidad lo que se proponen es una mayor postergación de la Iglesia sin ninguna discreción, con mínimo peligro, ligero daño y ningún pudor. Además, con las riquezas del clero se mantiene un gran número de pobres, y ésta es sobre todo la causa por la que le fueron dadas. Sería de desear que las gastaran con mayor moderación y mayor fruto, y no puedo negar que no pocos abusan de estas riquezas. Pero si lo comparamos con el uso que hacen de ellas los laicos, veremos que las de los eclesiásticos cooperan más a la pública utilidad. 
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Conviene considerar que las rentas no muy cuantiosas de los monasterios sostienen a un gran número de personas, hijas todas de padres honrados y muchas de padres nobles, que se contentan con poco y comen y beben lo necesario para subsistir, a fin de que puedan ser socorridos los vecinos pobres de los alrededores, que son a veces muy numerosos. Si esas mismas rentas se diesen a cualquier profano, es triste decirlo, pero se agotarían fácilmente y con escaso fruto para satisfacer la gula y los placeres y sostener unos pocos criados y unos pocos hijos. Los que sostienen que son inútiles las riquezas y las rentas de los templos y deben ser destinadas a mejores usos, con su equivocado juicio procuran un gran daño para el Estado. Y no creo que debamos buscar la salud en quitar esos bienes a los monasterios, sino en hacer que sirvan para su antiguo objeto y para ayuda de los menesterosos. Nadie que haya leído y examinado la historia de los antiguos tiempos puede dudar que éste fue el fin de esas donaciones.
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Quisiera, además, que se ejercitara al príncipe en el arte llamada dialéctica, que explica las cosas definiéndolas, las divide en partes, las  confirma con razones y argumentos y examina agudamente qué es lo que  hay en toda cuestión de verdadero o falso, qué de probable, qué de  inverosímil, y así nos capacita para la discusión. Y lo quisiera no para que imitase la inoportuna locuacidad de los sofistas ni declame entre sus iguales, cosa que es contraria a la dignidad, a la sinceridad y a la sencillez propias de los reyes, sino para que aprendiese a discernir en toda deliberación lo verdadero de lo falso y supiese ilustrar las cosas oscuras, y ordenar lo confuso y refutar la ficción y la mentira, y probar su opinión con sólidas razones, y eludir, por fin, los argumentos de los adversarios. Y ello le será muy útil en la lectura de los documentos impresos para cumplir con el principal deber de un rey, que consiste en perseguir con pasión la falsedad y defender la verdad con todas sus fuerzas. ¿Qué puede haber más a propósito que aquella ciencia que se opone a todo fraude y engaño e  investiga generalmente la verdad en todos los negocios de la vida?
Debe proponerse el rey ante todo que vivan felices los que están bajo su imperio, y la felicidad de la vida sólo está contenida en los verdaderos bienes. La ignorancia se engaña por las apariencias y la dificultad de discernir los bienes. Estudie, pues, y cultive la dialéctica, que suele distinguir la falsa imagen de la verdad de la verdad auténtica, pone en claro, el fraude y el engaño de un discurso, inutiliza las insidias de los sofistas y da en el blanco de la dificultad en toda cuestión. Es además la dialéctica el fundamento de la elocuencia, porque el fin del orador es persuadir, y la persuasión no se alcanza sino con fuerza de razones y abundancia de ejemplos. En la dialéctica están las fuentes y el asiento del razonamiento. Ella enseña el modo como se han de presentar los ejemplos, cómo se han de enlazar los argumentos unos con otros y cómo se deducen las consecuencias, y es evidente que sin ella todo discurso ha de aparecer débil y sin nervio. Sirve admirablemente a todas las ciencias que proceden con razón y método, ora se trate de la naturaleza de las cosas, ora de Dios y de las cuestiones sagradas. Aguza, por fin, el ingenio y mueve a examinar y juzgar con precisión de todo, bien se estudien otras artes, bien de la constitución del Estado, bien de cómo regirlo con prudencia.

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