El hombre medio piensa, cree y estima precisamente aquello que no se ve obligado a pensar, creer y estimar por sí mismo en esfuerzo original. Tiene el alma hueca, y su única actividad es el eco

  José Ortega y Gasset: El espectador.


EL FONDO INSOBORNABLE

Los credos políticos, por ejemplo, son aceptados por el hombre medio, no en virtud de un análisis y examen directo de su contenido, sino merced a que se convierten en frases hechas. Y un escritor no empieza a ser «gloria nacional» hasta que no repiten que lo es las gentes incapaces de apreciar y juzgar su obra. El hombre medio piensa, cree y estima precisamente aquello que no se ve obligado a pensar, creer y estimar por sí mismo en esfuerzo original. Tiene el alma hueca, y su única actividad es el eco.

 [...] un hombre que defiende exuberantemente unas opiniones que en el fondo le traen sin cuidado, es un farsante; un hombre que tiene realmente esas Opiniones, pero no las defiende y patentiza, es otro farsante.

Según esto, la verdad del hombre estriba en la correspondencia exacta entre el gesto y el espíritu, en la perfecta adecuación entre lo externo y lo íntimo. Como Goethe, bien que a otro propósito, cantaba: Nada hay dentro, nada hay fuera; lo que hay dentro eso hay fuera. Para quien lo más despreciable del mundo es la farsa, tiene que ser lo mejor del mundo la sinceridad. Baroja resumiría el destino vital del hombre en este imperativo: ¡Sed sinceros! Ese movimiento en que se hace patente lo íntimo es la verdadera vida, latido del cosmos, médula del universo.



CULTURA ANÉMICA

 Padecemos una absurda incongruencia entre nuestra sincera intimidad y nuestros ideales. Lo que se nos ha enseñado a estimar más no nos interesa suficientemente, y se nos ha enseñado a despreciar lo que nos interesa más fuertemente.

Un ejemplo: se nos ha enseñado a anteponer lo social a lo individual; pero en el fondo nos interesa más lo individual que lo social.

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Como toda virtud es a la par una limitación, tal vez sorprendemos aquí lo que tiene de unilateral vivir sólo de nuestro fondo insobornable. Fácilmente, el empeño de ser sinceros nos lleva al furor de opinar, de conceder prematuramente valor de juicios plenos a aquellos movimientos de nuestro ánimo en que éste prepara su reacción definitiva ante cosas y personas. En lugar de gozarse demorando todo lo posible la sentencia, para dar tiempo a que el objeto presente sus amplios testimonios, quien padece este furor opinante se apresura a disparar su juicio. Llégase a perder por completo la aptitud de contemplar y a convertirse el individuo en una especie de juez loco y ciego. No es este extremo el caso de Baroja; pero creo yo que debiera alimentar más su sinceridad con la pura contemplación. El primer mandamiento del artista, del pensador, es mirar, mirar bien el mundo en torno. Este imperativo de contemplación, o amor intellectualis, basta a distinguir la moral del espectador de la que establecen los activistas, no obstante sus múltiples coincidencias. Sobre este error de suplantar la presencia real en la obra de los personajes secundarios por el concepto que de ellos ha formado su propio autor —algo así como si Dios, en vez de colocar a Adán en el jardín de Edén, hubiese dejado en el limo un volumen sobre la psicología del primer hombre—, sobre este error, digo, comete Baroja el de que sus figuras principales no suelen interesarse con calor suficiente en los sucesos de la novela.

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