Primero el Dios invisible; después, la imagen visible del Dios invisible

Primero Dios, invisible; después, el logos encarnado, imagen visible del Dios invisible. Primero, la palabra; después la imagen visible. Primero: el logos, el logos en Dios, el logos-Dios. Después, el logos hecho carne y, por tanto, vuelto visible. Lo visible remite a lo invisible: es causado por él. Lo visible es camino a lo invisible, que es lo originario. Lo principal es invisible a los ojos.

La subordinación de lo visible a lo invisible no lo hace "malo". Sí lo visible fuera negativo, el logos no se habría hecho carne. De modo que como sucede con el tiempo, en la encarnación del Verbo lo visible ha comenzado a ser una categoría divina.


Lo visible, ídolo, puede ser adorado: idolatría. La imagen posee un halo divino porque, en cierto modo, muestra lo invisible de lo visible. Aunque la encarnación del Verbo ha desactivado la idolatría, la mirada humana puede ser idolátrica: puede convertir cualquier imagen en ídolo. Pero esa posibilidad no justifica la iconoclastia. La iconoclastia, desde el momento en que Dios se ha hecho icono, se ha convertido en una suerte de blasfemia. La explosión artística de la cristiandad: románico, gótico, renacimiento, barroco... fue impulsada por la religión del Verbo encarnado. La fe cristiana no solo ha sido importante para el arte como suministradora de imágenes, sino como motor de artes verbales y visuales.

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