La esperanza
Recuerdo siempre al moribundo aquel,
el que prorrogaba su vida contemplando una rama,
al extremo de la cual, sólo quedaba una hoja,
nada más que una hoja resistiendo el cierzo
y a la tramontana: una hoja empeñada en no morir.
El moribundo asombraba todos los días a los doctores,
a los que no conocían el secreto de su resistencia,
a los que no veían la trama urdida en silencio,
entre la hoja tenaz y el moribundo, olvidado de morir
Siempre, siempre recuerdo al moribundo aquel,
mirando desde su lecho, tras la ventana, la hoja solitaria,
desafiando las leyes de la duración humana,
viviendo cuando todos, médicos y sacerdotes,
tenían decidido que aquello había terminado. Definitivamente.
Y su apresurada viuda, con largos velos y lágrimas,
y sus dulces herederos, formados ante el notario,
compungidamente;
todos coincidían en pensar que era excesiva tanta persistencia:
coincidían los sabios doctores con los no afligidos deudos
y con los parsimoniosos sacerdotes.
Braceaban todos a uno en el gran desconcierto,
de una vida escapándose a la vieja costumbre de perecer.
Porque no sabían que una débil hoja indicaba el camino
y el moribundo resistía, insistiendo en vivir,
humillando el sentido común de los sagaces,
mortificando el prestigio de quienes, en asuntos de esos,
poseían una larga autoridad y una irrefutable experiencia.
Eso,
eso es la esperanza,
la esperanza es un pavo real disecado,
que canta incesante en el hombro de Neptuno.
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