los libros son la continuación unos de otros a pesar de nuestra costumbre de juzgarlos por separado
las novelas son tan a menudo un sedante y no un estimulante, y la sumen a uno en sueños pesados en vez de despertarla con una antorcha encendida,
Para empezar, recorrí con la vista la página de arriba abajo. Voy a atrapar primero el ritmo de sus frases, me dije, antes de cargar la memoria con ojos azules y negros y con las relaciones posibles entre Chloe y Roger. Será tiempo cuando haya decidido si tiene en la mano una pluma o una piqueta.
Porque mientras Jane Austen va de melodía en melodía como Mozart de canto en canto, leer estas páginas era como estar en un bote en alta mar. Primero uno subía, luego se hundía. Esta concisión, esta falta de aliento puede significar que tenía miedo de algo; miedo, tal vez, de que la llamaran «sentimental»; o quizá recordaba que los escritos de mujeres han sido llamados floridos, y ella por consiguiente suministra una superabundancia de espinas;
elogiar el propio sexo es siempre sospechoso, y a veces tonto;
Sería una pena que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como los hombres, o parecieran hombres, porque si apenas dan abasto dos sexos, considerando la amplitud y variedad del mundo, ¿cómo nos manejaríamos con uno solo? ¿No debe la educación desarrollar y reforzar las diferencias, más bien que las similitudes? Porque ya demasiado nos parecemos, y si un explorador pudiera volver con noticias de otros sexos, atisbando otros cielos a través de las ramas de otros árboles; nada sería de mayor servicio a la humanidad; y de yapa tendríamos el placer de ver al Profesor X empuñando sus varas de medir y demostrándose «superior».
De veras temo que sucumba a la tentación de ser la rama menos interesada de la especie: la novelista realista, no la contemplativa. las novelas, sin quererlo, mienten inevitablemente
en la imaginación yo había entrado en una tienda; estaba embaldosada en blanco y negro; estaba empavesada con cintas de colores azarosamente hermosos. Pensé que bien podía Mary Carmichael echarle un vistazo al pasar, porque era un espectáculo no menos digno de la pluma que una cumbre nevada o que un desfiladero rocoso en la cordillera.
nadie en su sano juicio le aconsejaría el deliberado escarnio y la burla: la literatura ha demostrado la futileza de lo que se escribe con ese propósito. Sé veraz, le diría, y el resultado tiene que ser interesantísimo. Se enriquecerá la comedia. Se descubrirán nuevos hechos.
El hecho es que ni Mr. Kipling ni Mr. Glasworthy tienen una sola chispa de mujer. Por eso, todas sus cualidades le resultan a una mujer —si es lícito generalizar— toscas e inmaduras. Carecen de poder sugestivo. Y cuando un libro carece de poder sugestivo, no puede penetrar en la mente por más que golpee la superficie.
Las personas, a medida que crecen, dejan de creer en «lados» o en Directores o en copas de lo más artísticas. Por lo demás, en lo concerniente a libros, es notoriamente difícil pegar etiquetas de mérito de modo que no se despeguen. ¿No son acaso las notas bibliográficas de literatura corriente una perpetua demostración de la dificultad de juzgar? «Este gran libro», «este libro nulo»; se aplican los dos nombres a un mismo libro. Elogio y vituperio nada significan. No, por delicioso que sea el pasatiempo de medir, es de todas las ocupaciones la más inútil, y someterse a los decretos de los mensores, la más servil de las actitudes. Escribir lo que uno quiere escribir, es lo único que importa, y que eso importe por siglos o por horas, es lo de menos. Pero sacrificar un pelo de la cabeza de su visión, un matiz de su color, para complacer a algún Director con una copa de plata en la mano, o a un profesor con una vara de medir en la manga, es la más abyecta traición, y el sacrificio de la fortuna y de la castidad, que se consideraba el mayor de los desastres humanos, es en comparación una simple picadura de pulga.
Porque los libros influyen unos en otros. La novela será mucho mejor si se codea con la filosofía y los versos.
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