Así pues, las fronteras entre placer, conocimiento, explicación, sentido, aprendizaje de la vida, imaginación, han sido muy borrosas en mi experiencia de lectora, y necesariamente deben serlo en mi oficio de escritora. Leo y escribo en busca del sentido perdido. Una historia, hasta la más banal, tiene un cierto significado, hay un más allá de las palabras que se desprende de lo dicho, hay en ellas una cierta explicación del mundo que me conforta. Leer es para mí un ejercicio de reflexión, la historia debe llevarme a alguna parte, a alguna conclusión, si se quiere, a algún aprendizaje. El sinsentido que subyace a la existencia humana me parece ese hueco negro por el que se escapa el universo. Puedo comprender la muerte porque la vida de una persona solo se concibe totalmente después de que ha terminado. Pero el sinsentido cancela la palabra, cancela la existencia; la vida sin sentido me resulta intolerable.
Escribir una novela me parece una manera de darle sentido a la vida, en tanto recoge los fragmentos inacabados, inútiles y desperdigados para ordenarlos en el papel; sostenerlos dentro de una coherencia propia que les concede el texto; inscribirlos en un universo en el que, por pequeño que sea, algo significan. El hecho de que las circunstancias que se relaten no hayan sucedido en forma fehaciente y no provengan de un protocolo mnémico concreto supone un acto de creación, pero lo representado tiene para mí el carácter de interpretación de una experiencia que flota en algún lugar de la memoria. En el lenguaje los personajes y sus relatos adquieren un peso mayor que el que tienen las personas y sus vidas. El lenguaje asegura una mayor consistencia que la fugacidad de la existencia. Eso, al menos, cree un escritor. De todos modos, la memoria no es un hecho de comprobación ni un archivo de verificaciones. Puede, por supuesto, rescatar circunstancias verídicas pero es, fundamentalmente, un discurso acerca de esas circunstancias. Es también un tipo de ficción con la que soportamos el vacío de lo real. Los enlaces entre un territorio y otro son, pues, de difícil separación. ¿Cuánto hay de verdad verificable en la reconstrucción de la memoria? ¿Cuánto hay de ficción inexistente en la invención? Lo más que puedo decir acerca de mí misma es que en las novelas que escribo hay elementos cuyo origen podría localizar, y apuntar hasta dónde tal personaje existió, hasta dónde le di unas circunstancias que imaginé. Pero, probablemente, cuando creo estar recordando, estoy inventando, y donde creo inventar, recupero una vivencia olvidada.
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