lunes, 9 de diciembre de 2019

si por el solo esfuerzo de nuestra inteligencia lográsemos reconstituir la unión familiar de todos los pueblos hispánicos, e infundir en ellos el culto de unos mismos ideales, de nuestros ideales, cumpliríamos una gran misión histórica, y daríamos vida a una creación, grande, original, nueva en los fastos políticos

En cambio, si por el solo esfuerzo de nuestra inteligencia lográsemos reconstituir la unión familiar de todos los pueblos hispánicos, e infundir en ellos el culto de unos mismos ideales, de nuestros ideales, cumpliríamos una gran misión histórica, y daríamos vida a una creación, grande, original, nueva en los fastos políticos; y al cumplir esa misión no trabajaríamos en beneficio de una idea generosa, pero sin utilidad práctica, sino que trabajaríamos por nuestros intereses, por intereses más trascendentales que la conquista de unos cuantos pedazos de territorio. Puesto que hemos agotado nuestras fuerzas de expansión material, hoy tenemos que cambiar de táctica y sacar a la luz las fuerzas que no se agotan nunca, las de la inteligencia, las cuales existen latentes en España y pueden, cuando se desarrollen, levantamos a grandes creaciones que, satisfaciendo nuestras aspiraciones a la vida noble y gloriosa, nos sirvan como instrumento político, reclamado por la obra que hemos de realizar. Desde este punto de vista, las cuestiones políticas a que España consagra principalmente su atención sólo merecen desprecio. Vivimos imitando, debiendo de ser creadores; pretendemos regir nuestros asuntos por el ejemplo de los que vienen detrás de nosotros, y andamos a caza de formas de gobierno, de exterioridades políticas, sin pensar jamás qué vamos a meter dentro de ellas para que no sean pura hojarasca.
La organización de los poderes públicos no es materia muy difícil, no exige ciencia ni arte extraordinarios, sino amplitud de criterio y buena voluntad. Una sociedad que comprende sus intereses organiza el poder del modo más rápido posible y pasa a otras cuestiones más importantes; una nación que vive un siglo constituyéndose no es nación seria; en ese hecho sólo da a entender que no sabe a dónde va, y que por no saberlo se entretiene discutiendo el camino que conviene seguir. Los poderes no son más que andamiajes; deben de estar hechos con solidez para que se pueda trabajar sobre ellos sin temor a accidentes: lo esencial es la obra que, ya de un modo, ya de otro, se ejecuta. La obra de restauración de España está muy cerca del cimiento; el andamiaje sube hasta donde con el tiempo podrá llegar el tejado, y hay gentes insaciables e insensatas que no están contentas todavía. La falta de fijeza que se nota en la dirección de nuestra política general es sólo un reflejo de la falta de ideas de la nación; de la tendencia universal a resolverlo todo mediante auxilios extraños, no por propio y personal esfuerzo: la nación entera aspira a la acción exterior, a una acción indefinida y no comprendida que realce nuestro mermado prestigio; las ciudades viven en la mendicidad ideal y económica, y todo lo esperan del Estado; sus funciones son reglamentarias y materiales: cuando conciben algo grande, no es ninguna grandeza ideal, sino una grandeza cuantitativa, el ensanche, que viene a ser una reducción de la idea de agrandamiento nacional por medio de la anexión de territorios o terrenos que no nos hacen falta; los individuos trabajan lo suficiente para resolver el problema de no trabajar, de suplir el trabajo personal que requiere gasto de iniciativas y de energías por alguna función rutinaria, concuerde o no concuerde con las aptitudes o los escasos conocimientos adquiridos. En suma, las esperanzas están siempre cifradas en cambio exterior favorable, no en el trabajo constante e inteligente.

     Dadas estas ideas, los cambios políticos sirven sólo para torcer más los viciados instintos. Un ejemplo muy claro nos ofrecen nuestras universidades. Se creyó encontrar el remedio para nuestra penuria intelectual infundiendo a los centros docentes nueva savia, transformándolos de escuelas cerradas en campos abiertos, como se dice, a la difusión de toda clase de doctrinas. Y la idea era buena, y lo sería si no estuviera reducida a un cambio de rótulo. Porque la libertad de la cátedra no es buena ni mala en sí: es un procedimiento que puede ser útil o inútil, como el antiguo, según el uso que de él se haga. La enseñanza exclusivista sería buena si los principios en que se inspira tuviesen vigor bastante, sin necesidad de las excitaciones de la controversia, para mantener vivas y fecundas las ciencias y las artes de la nación: por este sistema tendríamos una cultura un tanto estrecha de criterio e incompleta; pero, en cambio, tendríamos la unidad de inteligencia y de acción. Sólo cuando las doctrinas decaen y pierden su fuerza creadora se hace necesario introducir levadura fresca que las haga de nuevo fermentar. La enseñanza libre (y no hablo de las formas ridículas que en la práctica ha tomado en España) tiene también, como todas las cosas, dos asas por donde cogerla: el punto flaco es la falta de congruencia entre las diferentes doctrinas, el desequilibrio intelectual que las ideas contradictorias suelen producir en las cabezas poco fuertes; la parte buena es la impulsión que se da al espíritu para que con absoluta independencia elija un rumbo propio y se eleve a concepciones originales. Nosotros hemos tocado el mal, pero no el bien. Se decía que la enseñanza católica nos condenaba a la atrofia intelectual; la libertad de enseñanza nos lleva a un rápido embrutecimiento. Sabemos que en esta o aquella universidad existen rivalidades pseudocientíficas, porque leemos u oímos que los adherentes a los diversos bandos han promovido un tumulto o han venido a las manos como carreteros. Lo que no había antes ni ahora, salvo honradísimas excepciones, es quien cultive la ciencia científicamente y el arte artísticamente; se han perdido todos los pesos y todas las medidas, salvándose sólo una: la de las funciones públicas; sea cual fuere la especie y mérito de una obra, sabemos que no será estimada sino después que el autor ocupe un buen puesto en los escalones sociales. De aquí la subordinación de todos nuestros trabajos, de nuestros escasos trabajos, al interés puramente exterior; y aún hay mérito en los que los subordinan puesto que la generalidad los suprime del todo y se contenta con los puestos de los escalafones. Las universidades, como el Estado, como los Municipios, son organismos vacíos; no son malos en sí, ni hay que cambiarlos; no hay que romper la máquina: lo que hay que hacer es echarle ideas para que no ande en seco. Para romper algo, rompamos el universal artificio en que vivimos, esperándolo todo de fuera y dando a la actividad una forma exterior también; y luego transformaremos la charlatanería en pensamientos sanos y útiles, y el combate externo que destruye en combate interno que crea. Así es como se trabaja por fortalecer los poderes públicos, y así es como se reforman las instituciones.

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