Los amantes de La Celestina no son cristianos

  Se ha observado también que Calisto y Melibea proceden como paganos y como tales hablan; podrán practicar la devoción exterior, pero carecen de la noción del pecado y desconocen el remordimiento. La observación es más exacta respecto de Melibea que de Calisto, que es siempre un místico que al perder la cabeza se lanza a idolatrar a Melibea. Pero si lo que se quiere decir por paganismo es la inocencia y el abandono con que se dejan llevar de su pasión, al modo de un Dafnis y una Cloe que hubiesen alcanzado la madurez de los sentidos, no cabe duda de que la observación es justificada. Los amantes de La Celestina no son cristianos, en cuanto que no se juzgan a sí mismos en el tribunal de la conciencia. No son tampoco judíos, en cuanto que han perdido el dominio de la voluntad, que ha de suplir en los ánimos formados en la religión mosaica, la falta de los apoyos que busca el cristiano en la devoción y en los sacramentos. Pero Rojas, su creador, no es inocente, sino que por boca de Pleberio llama a capítulo a la fuerza ciega que mata a los amantes, la juzga y la condena. Si es pagano Rojas, su paganismo es como el de Lucrecio, al revolverse contra los dioses, o como el de Eurípides, al protestar de sus crueldades. Es curioso que la única obra de fantasía en que encuentro un sentimiento del amor análogo al de Rojas sea Las Bacantes, de Eurípides, aunque los argumentos difieran tanto que se excluye toda idea de influencia directa. El dios Dionysos regresa a Tebas, donde quiere que se vuelva a adorarle. Enloquece a las mujeres, convirtiéndolas en un coro de Ménades furiosas, hace que éstas despedacen al rey Pentheo, enemigo de su culto, que después se lamenten por haberle despedazado, que continúen poseídas por el dios cruel y que éste suba al cielo, mientras los mortales siguen adorándole. El espíritu llamado Dionysos podrá llevar al alma la inspiración y la alegría, pero es también el enemigo de la tranquilidad humana. La vida cotidiana podrá parecemos gris y monótona, pero ¡ay de nosotros si nos visita la pasión, para pintarnos la existencia de colores variados y violentos! Esas fuerzas desconocidas que hacen salir al hombre de sus normalidades no son mejores, sino inferiores a él, que cuando menos entiende y compadece. Eurípides escribió Las Bacantes a los setenta y cinco años de su edad. ¿Qué experiencia extraordinaria cruzó el espíritu del bachiller don Femando de Rojas para escribir su obra a los veinticuatro, si es verdad que tan joven la compuso?


Es posible que La Celestina se concibiera con un propósito de ejemplaridad. Tal se dice en su título: «La comedia o tragicomedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los locos enamorados que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su Dios.» Más probable me parece que este propósito moral no haya sido sino la excusa con que cubrió el autor la necesidad espiritual en que se hallaba de publicar La Celestina, necesidad surgida meramente de que la intuición artística es un tesoro oculto que no adquiere valor sino cuando se pregona. Me inclino a creer que el autor nos cuenta una historia, vivida o imaginada o ambas cosas, sencillamente porque le ha impresionado. Pero ello no quiere decir que no contenga su moralidad. Toda obra grande de arte, toda solución estética constituye un problema moral. Lo primero que nos dice Rojas es que el amor-pasión es una desgracia y que hace falta que los hombres estemos precavidos contra la posibilidad de esta catástrofe. No lo han estado siempre. No lo están en la actualidad. El romanticismo nos ha vuelto a dejar indefensos contra los ataques del dios cruel, porque ha exaltado la espontaneidad y las pasiones, a expensas de la reflexión y de la voluntad. Y hace falta que resuene de nuevo una voz clásica para recordamos, con el coro de Sófocles, que el poder del amor suele no ser benéfico: 

 Amor, irresistible en la pelea, abates al soberbio, 
 Te duermes en la mejilla de la virgen. 
 Vagas allende el mar y en las guaridas de los campos, 
 Y ni los dioses se te escapan, ni los hombres efímeros. 
 Al que posees lo enloqueces, 
 Al justo haces injusto; al sensato, insensato. 
 Por las claras pupilas de las novias, 
 Luz de los matrimonios de fortuna, 
 Compartes los sitiales de los grandes. 
 ¡Invencible te burlas, Afrodita divina! 

El amor-pasión es una desgracia, porque un sentimiento tan excelso como es el del amor no nos fue dado para contentarse con lo particular, ni puede satisfacerse una esencia perdurable, cósmica, divina, con la forma pasajera de la criatura amada. Por eso está escrito en la puerta del amor pasión el verso de Ovidio: Nec tecum, nec sine te vivere possum. Ni contigo, ni sin ti, Pero además es un pecado. Esta esencia sublime no nos fue concedida para desperdiciarla. Somos guardianes que debemos rendir estrechas cuentas de nuestros amores. No es verdad que el amor sea bohemio y no haya conocido nunca leyes. La ley del amor es que no debe amar lo particular, sino lo universal; lo que quiere decir que no ha de ser nunca clandestino. Ha de quererse al ser amado en el complejo de sus relaciones y deberes, en su familia, en su nación, en su moral. No ha de separársele del resto del mundo, como hacen lo mismo Melibea que Calisto. «De día estaré en mi cámara, de noche en aquel paraíso dulce, en aquel alegre vergel, entre aquellas suaves plantas», dice el enamorado. Y responde la enamorada: «Muertos por mí sus servidores, perdiéndose su hacienda, fingiendo ausencia con todos los de la ciudad, todos los días encerrado en casa con esperanza de verme a la noche, ¡afuera, afuera la ingratitud, afuera las lisonjas y el engaño con tan verdadero amador, que ni quiero marido, ni quiero padre ni pariente!» Aspiran los amantes apasionados a vivir eternamente en un jardín aparte, lejos de la tierra y lejos también del cielo. Este es un egoísmo que contradice y anula el amor originario. Es un pecado que puede perdonarse, porque lleva en sí mismo la penitencia. Pero como la paga del pecado es la muerte, ese jardín no existe sino en los cementerios. 
***
 ¿Aceptaremos este concepto de la ciencia? No es, por de pronto, el mío. No creo que sea el hombre la medida de todas las cosas, ni que la verdad deba considerarse como producto suyo, ni que el tiempo y el espacio y el mundo de las ideas sean propiedades de la mente, ni que estemos tan encerrados en nosotros mismos que no podamos asomarnos al mundo mas que para arrancarle algún corrusco. El encierro existe precisamente cuando nos sentimos presa de nuestros apetitos. Los más de los humanos no se duelen de apetecer cosas, sino de no satisfacer sus apetitos; pero los pocos que llegan a sufrir opresión por no vivir mas que en sus intereses particulares fácilmente consideran el propio yo como una cárcel y el resto del mundo como la libertad, por lo que salen de su yo para ensancharse en el universo y dejan a un lado sus esperanzas y temores, sus creencias y prejuicios cuando se asoman a los miradores del espíritu. Pero aquí la contemplación y lo que suelen llamar los filósofos el saber puro presuponen un acto que no es mera¬ mente de saber. El yo se crucifica para resucitar engrandecido en la parte de infinito que cada con¬ templador alcance. La contemplación se funda en un acto de amor y abnegación, que tampoco se efectúa sin fuerza, porque el mortal ordinario tiene miedo a salir de sí mismo, por lo que su saber, el saber corriente, es el saber egoísta, acomodado a nuestras necesidades, el saber utilitario, que encuentra en Celestina su personificación literaria, su mito.

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