Lo más humano es la mirada amorosa. Una mirada que no precisa palabras. Una mirada de una persona, no de una máquina y que, por tanto, no es artificial.
Simone Weil constata de manera lapidaria que «el espíritu es atención». El espíritu es creador. Cuando es atención, no se dedica a lo que ya existe. Al contrario: a través de la atención, produce lo que nunca antes ha existido, lo completamente distinto. En cambio, la inteligencia carece de esa atención creadora: «La inteligencia nada tiene que buscar: tiene que limpiar el terreno. Tan solo es útil para las tareas serviles». Lo máximo que puede hacer la inteligencia es despejar los problemas, como se despejaría un terreno, pero pensar supone algo más que resolver problemas. La atención de la que se suele hablar en el ámbito de la investigación sobre la inteligencia artificial no va más allá de la mera resolución de problemas. Se limita a realizar un procesamiento algorítmico de datos que se reducen a lo ya dado y existente. La inteligencia artificial carece de espíritu. Le falta la atención creadora. Debido a esa ausencia de espíritu, únicamente puede trabajar o calcular. Solo es útil en tanto en cuanto el espíritu no se someta a ella. De lo contrario, nos convertiremos, una vez más, en esclavos de nuestras propias producciones.
Toda capacidad creadora del ser humano tiene su origen en la atención profunda: «La atención extrema es lo que constituye la facultad creadora del hombre, y no existe más atención extrema que la religiosa. La magnitud del genio de una época es rigurosamente proporcional a la magnitud de atención extrema, es decir, de religión auténtica, en dicha época». Por consiguiente, esta carencia de atención explica por sí sola que nuestro presente sea tan pobre en genialidad creadora. La genialidad creadora y la religiosidad hunden sus raíces comunes en la atención profunda, contemplativa. Por eso, la crisis de la religión provoca una falta de genialidad.
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Las siguientes palabras de Simone Weil
también podría haberlas pronunciado el propio Heidegger: «La
espera es la pasividad operante del pensamiento». El
pensamiento se caracteriza por una tensión paradójica. Se trata de
una inactividad actuante, de una pasividad activa. Quien se limita a
ser activo y operativo es incapaz de pensar. La actividad pura es
precisamente el modo de trabajo de la inteligencia calculadora.
Hoy no tenemos paciencia ni tiempo para pensar: «El tránsito
hacia lo trascendente se produce cuando las facultades humanas —
inteligencia, voluntad, amor humano— se topan con un límite y el
ser humano permanece en ese umbral, que no puede traspasar y del
que tampoco se aparta, sin saber lo que desea, tenso en la
espera». Simone Weil califica de humildad la permanencia
paciente en el umbral: «La humildad es espera». La verdadera
atención requiere una actitud humilde. No es casualidad que
Heidegger conciba el pensamiento desde la perspectiva de la
gratitud: «Aprended primero a agradecer y así podréis pensar». Pensar es agradecer. Todo genio debe su inspiración a la humildad, a
la espera paciente. El pensamiento es una recepción que da las
gracias con humildad. En este sentido, Simone Weil observa: «El
genio es el poder sobrenatural de la humildad en el ámbito del
pensamiento».
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