Lo más humano es la mirada amorosa. Una mirada que no precisa palabras. Una mirada de una persona, no de una máquina y que, por tanto, no es artificial.
Simone Weil constata de manera lapidaria que «el espíritu es atención». El espíritu es creador. Cuando es atención, no se dedica a lo que ya existe. Al contrario: a través de la atención, produce lo que nunca antes ha existido, lo completamente distinto. En cambio, la inteligencia carece de esa atención creadora: «La inteligencia nada tiene que buscar: tiene que limpiar el terreno. Tan solo es útil para las tareas serviles». Lo máximo que puede hacer la inteligencia es despejar los problemas, como se despejaría un terreno, pero pensar supone algo más que resolver problemas. La atención de la que se suele hablar en el ámbito de la investigación sobre la inteligencia artificial no va más allá de la mera resolución de problemas. Se limita a realizar un procesamiento algorítmico de datos que se reducen a lo ya dado y existente. La inteligencia artificial carece de espíritu. Le falta la atención creadora. Debido a esa ausencia de espíritu, únicamente puede trabajar o calcular. Solo es útil en tanto en cuanto el espíritu no se someta a ella. De lo contrario, nos convertiremos, una vez más, en esclavos de nuestras propias producciones.
Toda capacidad creadora del ser humano tiene su origen en la atención profunda: «La atención extrema es lo que constituye la facultad creadora del hombre, y no existe más atención extrema que la religiosa. La magnitud del genio de una época es rigurosamente proporcional a la magnitud de atención extrema, es decir, de religión auténtica, en dicha época». Por consiguiente, esta carencia de atención explica por sí sola que nuestro presente sea tan pobre en genialidad creadora. La genialidad creadora y la religiosidad hunden sus raíces comunes en la atención profunda, contemplativa. Por eso, la crisis de la religión provoca una falta de genialidad.
***
Las siguientes palabras de Simone Weil
también podría haberlas pronunciado el propio Heidegger: «La
espera es la pasividad operante del pensamiento». El
pensamiento se caracteriza por una tensión paradójica. Se trata de
una inactividad actuante, de una pasividad activa. Quien se limita a
ser activo y operativo es incapaz de pensar. La actividad pura es
precisamente el modo de trabajo de la inteligencia calculadora.
Hoy no tenemos paciencia ni tiempo para pensar: «El tránsito
hacia lo trascendente se produce cuando las facultades humanas —
inteligencia, voluntad, amor humano— se topan con un límite y el
ser humano permanece en ese umbral, que no puede traspasar y del
que tampoco se aparta, sin saber lo que desea, tenso en la
espera». Simone Weil califica de humildad la permanencia
paciente en el umbral: «La humildad es espera». La verdadera
atención requiere una actitud humilde. No es casualidad que
Heidegger conciba el pensamiento desde la perspectiva de la
gratitud: «Aprended primero a agradecer y así podréis pensar». Pensar es agradecer. Todo genio debe su inspiración a la humildad, a
la espera paciente. El pensamiento es una recepción que da las
gracias con humildad. En este sentido, Simone Weil observa: «El
genio es el poder sobrenatural de la humildad en el ámbito del
pensamiento».
***
Otra de las razones estructurales de la crisis de la religión, más
allá del declive de la atención, es el enorme fortalecimiento del yo.
En la actualidad, nuestra atención gira única y exclusivamente en
torno al yo. Celebramos el culto, el oficio religioso del yo, en el que
cada cual es sacerdote de sí mismo. En el vocabulario del régimen
neoliberal, el sacerdote de uno mismo es el equivalente del
empresario de uno mismo. Cada persona se produce y se presenta a
sí misma. El ruidoso yo mantiene a Dios alejado de nosotros:
«Cuando se venera a Dios en un ser humano, ese ser debe
convertirse en un objeto a través de la pasividad, debe sufrir una
pasión y sufrirla, además, en silencio». La pasividad del objeto se
opone diametralmente a la permanente actividad del actual sujeto
del rendimiento. El sujeto activo, que es incapaz de sufrir pasión
alguna, no tiene acceso a Dios, a la verdadera creación.
***
La noción del futuro como un proyecto construido a partir de mis
necesidades y deseos es fruto de la imaginación: «El futuro nos lo
forjamos en nuestra imaginación».
El futuro requiere un deseo
primordial del yo, un quererse a sí (Sich-Wollen), dado que lo
proyecto por amor a mí mismo, en función de mis posibilidades de
ser. Por consiguiente, me impide ver las cosas tal y como son: «Todo
deseo [...] se sitúa en el futuro [...]. Mientras que, si solo deseamos
que un ser exista, este existe: ¿qué más se puede desear? El ser
amado es entonces real y está desnudo, sin cubrir por el futuro
imaginario».
(Überwurf) El proyecto es una especie de supraproyecto que oculta el verdadero orden de las cosas. La
descreación, en cambio, permite que afrontemos las cosas sin
imaginación, tal y como son. Revela el verdadero orden de las cosas.
***
El futuro se expresa como preocupación. Por eso Heidegger, que
eleva esta preocupación a característica esencial de la existencia
humana, da prioridad al futuro. Sin embargo, en su obra Ser y
tiempo el gozo no tiene cabida porque el tiempo es preocupación. El
puro gozo consistiría en desocupar el tiempo. Es precisamente la
despreocupación lo que constituye el puro gozo. El gozo surge en el
momento en el que, sin deseo alguno, nos entregamos al instante y
nos rendimos a él obedientemente. En este sentido, Kierkegaard
escribió: «Descarga todas tus preocupaciones en Dios, plenamente,
incondicionalmente, como lo hacen los lirios y las aves. De ese
modo, te volverás tan incondicionalmente gozoso como ellos. Porque
ese es el gozo incondicional».
En la descreación, el yo desaparece para participar en la verdadera
creación. La obediencia a Dios se diferencia, por principio, de la
obediencia de un siervo a su amo. Cuanto más sumiso es el siervo,
más se agranda la brecha, el desequilibrio de ser y poder que existe
entre él y el amo que le da las órdenes. En cambio, Dios no es
autoritario. No da órdenes. Dios es amor. Quien obedece a Dios,
quien entrega su yo por amor a Dios, pasa a ser él mismo divino. Se
eleva hacia la autoridad divina: «La humildad en la espera nos
asemeja a Dios». Aquí nos hallamos ante una obediencia
absoluta. Por amor a Dios nos vaciamos. Pero ese vacío se colma
con la luz divina. Quien renuncia a su yo por Dios, quien se descrea,
se vuelve tan transparente como el límpido cristal de la ventana por
la que penetra, a raudales y sin trabas, la luz de Dios.
***
«No hay dicha comparable a la del silencio interior».
La hipercomunicación digital destruye el silencio. La información,
como tal, es un ruido. Hoy en día lo percibimos todo desde la
perspectiva de la información. De ese modo, la inmundicia de la
información y la comunicación cubre el mundo con su ruido. La
información, en tanto que ruido, arrasa la atención. Solo la atención
contemplativa puede acceder al silencio. El estruendo de la
información y la comunicación que asalta al alma es mucho más
destructivo que el estruendo de las máquinas de la modernidad. El
espíritu necesita silencio para producir o para recibir algo que sea
completamente distinto. En el espacio de la creación reina el
silencio. El estado contemplativo del espíritu es un estado de
suspensión, un estado liminar en el que, por un tiempo, lo ya
conocido o moldeado se interrumpe y deja margen para que surja
algo totalmente diferente. Así, la poesía sitúa a la lengua en un
estado contemplativo «en el que el idioma ha desactivado su función
comunicativa e informativa o [...] en el que el idioma está en paz
consigo mismo, contempla sus capacidades lingüísticas y, de esa
manera, se abren ante él nuevas posibilidades de uso».
Si, por el
contrario, el idioma se agota ejerciendo su función de información y
comunicación, no habrá lugar para la poesía, para la renovación de
la lengua.
***
El silencio es la matrona
de lo nuevo. De ese modo, la pérdida del silencio no solo provoca
una crisis de la religión, sino también una crisis del espíritu, esto es,
una crisis del pensamiento y de la poesía.
***
Solo la intensa experiencia de la presencia como experiencia del
silencio nos conduce hasta Dios. El silencio de las cosas, el silencio
de los ruidos, es un reflejo del silencio de Dios: «Oír el silencio de
Dios en todos los ruidos. ¿Cómo podríamos oír el silencio de Dios si
los ruidos de aquí abajo tuviesen algún significado? Gracias a la
bondad de Dios, carecen de significado. Dios ha permitido que alcen
gritos hasta él y él no ha respondido. Cuando en lo más hondo de
nuestras entrañas surge la necesidad de un ruido que signifique
algo, cuando gritamos para obtener una respuesta y esa respuesta
no se nos concede, en ese momento entramos en contacto con el
silencio de Dios. Por lo general, nuestra imaginación pone palabras
en los ruidos, igual que jugamos indolentemente a identificar formas
en la ropa arrugada o en el humo».
***
El silencio de Dios no es una ausencia de palabra o de sonido, sino
una sensación sumamente positiva, más positiva que el sonido e
infinitamente más llena de significado que la palabra. Es una
intensidad perceptible con los sentidos que supera incluso la belleza
de la naturaleza. No supone una carencia, sino un excedente
infinito: «Todo ocurre como si, por efecto de un favor milagroso, se
hiciera manifiesto a la sensibilidad que el silencio no es ausencia de
sonidos, sino algo infinitamente más real que los sonidos y la sede
de una armonía más perfecta que la más hermosa combinación de
sonidos que pueda imaginarse. También hay grados en el silencio.
Hay un silencio en la belleza del universo que es como un ruido en
relación con el silencio de Dios». Dios calla porque encarna la
potentia absoluta, que cualquier palabra debilitaría. El silencio de
Dios es más poderoso y magnífico que cualquier palabra, dado que,
en comparación con él, esa palabra no sería más que ruido.
***
Ya Kant entendía la belleza como un sentimiento de sí. La belleza
produciría una «satisfacción» que, en último término, sería la
satisfacción del sujeto consigo mismo. La modernidad de la estética
kantiana consistía en someter lo bello a la inmanencia del sujeto.
Simone Weil, en cambio, sitúa la belleza fuera de la inmanencia de la
satisfacción subjetiva. La belleza entraña una exterioridad, una
otredad radical. Lo que la constituye no es la satisfacción, sino el
dolor: «En la belleza —por ejemplo, en el mar, en el cielo—, hay algo
irreductible. Igual que en el dolor físico. El mismo elemento
irreductible. Inescrutable para el intelecto. La existencia de algo
distinto a mí. Un parentesco entre la belleza y el dolor». Necesariamente, la belleza guarda relación con la trascendencia; de
lo contrario, quedaría reducida a mero objeto de consumo.
En el fondo, el arte es profundamente religioso. Nos permite
entrar en un «sano contacto» con aquello que nos «trasciende». Consiste en «hacer formal la epifanía». En él «hay un brillar a
través». Todo arte «de una talla irresistible» es una «referencia» a
una «dimensión trascendente, a lo que se siente que reside, explícita
—es decir, de forma ritual y teológica, por la fuerza de la revelación
— o implícitamente, fuera del ámbito inmanente y puramente
profano». Un «aliento mático de la extrañeidad» inspira al arte.
El arte nos permite sentir que «somos vecinos cercanos de lo
desconocido». Sin la «otredad», sin el «aura de terror», se
convierte en superficial hasta quedar reducido al «me gusta», a un
arte del bienestar. La belleza tiene su origen en el contexto del culto
y la religión. La belleza suprema es un sacramento. Para salvar lo
bello, habría que arrebatárselo a la obligación consumista y volver a
espiritualizarlo.
También para Simone Weil la belleza es un sacramento:
«Verdaderamente, la belleza es, como sostiene Platón, una
encarnación de Dios». En la belleza «existe realmente presencia de
Dios». Se trata del único atributo de Dios que se encuentra
encarnado en el universo. La visión de lo bello nos proporciona la
certeza de que Dios existe. La existencia de la belleza es una prueba
de Dios: «Hay pocas pruebas de la existencia de Dios en el orden del
mundo, según se suele presentarlo. Sin embargo, cabría objetar que
el hecho mismo de que el ser humano pueda entrar en un estado de
contemplación estética tanto ante un espectáculo de la naturaleza
como ante una estatua griega constituye por sí solo una prueba de
Dios».
***
El concepto de lo bello en Weil se opone en todos los aspectos a la
estética consumista del «me gusta». Lo que lo caracteriza es su
indisponibilidad. Escapa de cualquier acceso voluntario. Solo la
atención que contempla y que se demora puede acceder a lo bello:
«La mirada y la espera representan la actitud que se corresponde
con lo bello. Mientras podemos pensar, querer, desear, lo bello no se
presenta». Lo bello requiere distancia. Allí donde, como ocurre
hoy, reina una absoluta ausencia de distancia, una total
disponibilidad, nos encontramos distanciados tanto de lo bello como
de Dios: «Permanecer inmóvil y unirse con lo que se desea sin
acercarse a ello. A Dios nos unimos de esta forma: sin poder
acercarnos. La distancia es el alma de lo bello».
***
El futuro está ligado a la finalidad, al objetivo, al «para»: eso a lo
que la imaginación somete las cosas para conseguir apoderarse de
ellas. La teodinámica del vacío anula la imaginación, ya que traslada
las cosas a un presente puro, liberado de cualquier futuro
imaginario. El mero ahí, en el que no participa la imaginación, es
divino: «Lo bello atrapa la finalidad en nuestro interior y la vacía de todo objetivo, atrapa el anhelo y lo vacía de todo objeto,
aportándole un objeto presente y prohibiéndole lanzarse hacia el
futuro».
Lo bello es un medio sin fin. Está en paz consigo mismo. Por eso
escapa a cualquier finalidad. Solo en la inactividad que no persigue
objetivo alguno podemos acercarnos a lo bello: «Es por no contener
ningún fin por lo que la belleza constituye la única finalidad. Pues en
este mundo no hay fines. Todas las cosas que tomamos por fines
son medios. Es esa una verdad evidente». El medio sin fin nos
libera de la actividad como producción. Únicamente la observación
contemplativa puede acceder a lo bello.
La belleza crea una proximidad entre la ciencia y el arte. El arte
manifiesta lo bello como encarnación de Dios. La ciencia, por su
parte, es la observación contemplativa de lo bello: «(Antes me
costaba entender en qué se parecen el arte y la ciencia. En cambio,
hoy lo que me cuesta entender es en qué se diferencian). El objeto
de la ciencia es la investigación de lo bello a priori». Lo bello
como encarnación de Dios proporciona a la ciencia sacralidad. Por
eso, en última instancia toda ciencia es una teología: estudia el
orden divino del universo. La belleza como encarnación de Dios
espiritualiza la ciencia. Eleva el estudio hasta convertirlo en una
oración. Estudiar y orar confluyen.
El arte se acerca al mundo mirado por Dios. El silencio que
desprende una gran obra de arte resuena con el silencio de Dios:
«La buena pintura genera la impresión de que Dios está tocando una
perspectiva del mundo, un enfoque, sin que el pintor o el admirador
del cuadro estén ahí para alterar ese diálogo. De ahí el silencio de la
buena pintura. Por eso no existe buena pintura sin santidad o algo
muy parecido a la santidad». El verdadero artista solo es un
medio a través del cual Dios observa su creación desde una
particular perspectiva. Así pues, el gran arte es impersonal: «Toda
obra de arte tiene un autor, pero, cuando es perfecta, tiene algo de
anónima. Imita el anonimato del arte divino».
***
El artista da un paso atrás para ceder su espacio a la
mirada de Dios sobre el mundo. Esta obediencia, esta humildad,
espiritualiza el arte.
***
Esos ojos que se
salen de la cabeza son una genuina metáfora de la descreación.
Miran sin que el yo participe, más allá de la lógica del cerebro en
tanto que instancia del poder y de la imaginación. Como diría
Simone Weil, Dios observa su creación a través de los ojos del
pintor.
***
La materia no carece de vida. Simplemente, es pasiva y obediente.
Nosotros confundimos su pasividad con falta de vida: «La materia es
total pasividad y, por consiguiente, total obediencia a la voluntad de
Dios. Para nosotros, un modelo perfecto. No puede tener otro ser
que Dios y lo que obedece a Dios. [...] En la belleza del mundo la
necesidad bruta se convierte en objeto de amor. Nada es tan bello
como la gravedad en los pliegues fugaces de las olas del mar o en
los casi eternos de las montañas». Quien obedece descubre en la
necesidad de la gravedad la mayor de todas las bellezas. La gracia
surge gracias a la gravedad, y no a la voluntad.
La belleza natural se manifiesta como obediencia, como silencio.
La voluntad ruidosa, en cambio, la destruye. Resulta interesante que
Simone Weil reconozca que el arte, pese a tratarse de una
producción humana, posee la capacidad de hacer brillar a la materia
en su belleza: «Si en ocasiones [la materia] aparece en una obra de
arte casi tan bella como en el mar, en las montañas o en las flores,
es porque la luz de Dios se ha posado en el artista. Para encontrar
bellas las cosas fabricadas por hombres no iluminados por Dios, es
preciso haber comprendido con toda el alma que esos hombres no
son sino materia que obedece sin saberlo. Para quien se encuentra
en ese punto, todo sin excepción es perfectamente bello en este
mundo; discierne el mecanismo de la necesidad y saborea en ella la
dulzura infinita de la obediencia en todo lo que existe, en todo lo
que se produce. Esta obediencia de las cosas es para nosotros, en
relación con Dios, lo que es la transparencia de un cristal en relación
con la luz. Desde el momento en que sentimos la obediencia en todo
nuestro ser, vemos a Dios». El artista imbuido de la luz de Dios
obedece a este como lo hace también la materia. La obediencia
callada es otro de los componentes de la belleza del arte. Conecta la
belleza artística con la natural. El único grito posible ante una obra
de arte verdadera es: No soy nada. Obedezco.
***
La belleza del arte es la «copia del silencio desde el que la
naturaleza habla». Escapa a la «comunicación», que sería una
«adaptación del espíritu a lo útil». La comunicación digital produce,
sobre todo, mucho ruido. Se encuentra en el extremo opuesto al del
silencio de la naturaleza, de la materia obediente. La digitalización
desmaterializa el mundo. Encarna la voluntad humana, el poder
humano de disposición en estado puro. El mundo digitalizado es un
mundo completamente antropomorfo, un mundo que, en cierto
modo, hemos recubierto con nuestra propia retina. Así pues,
permanece completamente oculto a la mirada de Dios. La pantalla
digital no es en modo alguno el cristal transparente de una ventana
por la que penetra a raudales la luz de Dios. En lo digital, el ser
humano solo se cruza consigo mismo. El imperativo digital requiere
una total puesta a disposición de la realidad.
***
El dolor y la belleza se encuentran íntimamente ligados entre sí:
«Parentesco entre dolor y belleza; inclinación a la poesía después de
que mi ataque de migraña llegase a su nivel máximo». No solo lo
bello accede al alma a través del dolor: también lo hace lo bueno. La
ética de la misericordia se basa en el dolor que experimentamos al
ver el sufrimiento del otro. El dolor ancla el bien en el cuerpo.
Encarna la ética del otro: «En un ser que posee la pureza suficiente
como para participar en la redención, el dolor físico se siente directa
e inmediatamente como misericordia. La compasión desgarra la
carne. O, mejor dicho, el desgarro de la carne obra un singular
efecto: permite que la compasión penetre en el alma». Sin dolor
se desarrollaría una indiferencia hacia el otro. La incapacidad de
sentir dolor conduce, en último término, a la ausencia de empatía.
***
Simone Weil escribió al respecto de la crítica de la civilización: «¿Qué
significa hacer balance o crítica de nuestra civilización? Tratar de
poner en claro de una manera precisa la trampa que ha llevado al
hombre a ser esclavo de sus propias creaciones. [...] Escaparse a
una vida salvaje es una solución perezosa. Hay que encontrar de
nuevo el pacto original entre el espíritu y el mundo en la misma
civilización en que vivimos». Weil expresa con claridad hasta qué
punto el ser humano, en su relación con la máquina, se convierte en
esclavo de su propia producción. En su Diario de fábrica constata:
«En esta esclavitud hay dos factores: la velocidad y las órdenes. La
velocidad: para “llegar” hay que repetir movimiento tras movimiento
a una cadencia que, al ser más rápida que el pensamiento, prohíbe
dar curso no solo a la reflexión, sino incluso a la fantasía. Al ponerse
ante una máquina, hay que matar el alma durante ocho horas al día,
el pensamiento, los sentimientos, todo. Esté uno irritado, triste o
hastiado, hay que tragar, reprimirlo todo al fondo de sí mismo,
irritación, tristeza o hastío: enlentecerían la cadencia. Y lo mismo
pasa con la alegría. Las órdenes: desde que se ficha a la entrada
hasta que se ficha a la salida, puede recibirse cualquier orden en
cualquier momento. Y siempre hay que callarse y obedecer».
***
La digitalización del mundo de la vida demuestra igualmente que
el ser humano se convierte en esclavo de su propia producción. La
soga digital es más asfixiante que la soga mecánica en la que creía
hallarse atrapada Simone Weil. La digitalización, que nos promete
más libertad, no produce, a fin de cuentas, sino una cárcel
panóptica. Nos degradamos hasta transformarnos en paquetes de
datos, en ganado de datos que se deja vigilar y dirigir. Nos volvemos
dependientes de las sustancias digitales. Así, somos adictos a
estímulos que arrasan nuestra atención. La consecuencia es la
sociedad de la adicción. La libertad cede ante la adicción. Aunque
estamos convencidos de que somos libres, en el fondo nos
movemos, tambaleantes, de una adicción a otra, de una
dependencia a otra.
***
El régimen neoliberal no funciona con dictados y prohibiciones. Se
caracteriza por la permisividad. Su dominio no se basa en la
obligación, sino en el «me gusta». No es represor, sino seductor. La
gamificación del trabajo lo despoja de su carácter coercitivo. Este
régimen utiliza la adicción. Las redes sociales, con su lógica de la
gratificación mediante los «me gusta» o los seguidores, también se
someten a este formato lúdico.
Las emociones, que en el régimen disciplinario se reprimían —
dado que, como apuntaba Simone Weil, «enlentecerían la
cadencia»—, en el régimen neoliberal se explotan igualmente como
recursos. No solo son importantes para el proceso de producción: es
que incluso adquieren cada vez más relevancia desde el punto de
vista del consumo, dado que hoy en día lo que consumimos son
prioritariamente emociones, que se suscitan a través de mercancías
cargadas de relato. No en vano, el storytelling o narración de
historias, en tanto que storyselling o venta de historias, comercializa
emociones. De ese modo, el valor puro de uso queda cada vez más
relegado a un segundo plano.
Vivimos en un cercado digital que nos convierte en ganado de
información, de comunicación y de consumo. Esta inmanencia del
consumo y de la comunicación nos ha alejado de toda
trascendencia. El consumo hace que Dios se vuelva prescindible. El
delirio del rendimiento y de lo que se ha dado en llamar industria
«creativa» nos impide ver la belleza de la verdadera creación. El
ganado se diferencia de los esclavos en que no se rebela: no aspira
a nada en su cercado ni tampoco sale de él, porque solo en ese
recinto encuentra alimento. El mundo como cercado no permite la
revolución.
Simone Weil utiliza la palabra inversión para referirse a la relación
alterada entre el espíritu y el mundo. Considera que estamos
«invertidos». Por eso, nos incita a darnos la vuelta, nos incita a la
«conversión». ¿En qué medida se está desmoronando el vínculo
que existía originariamente entre el mundo y el espíritu? Es «el peso
de la cantidad» lo que asfixia al espíritu: «Al sucumbir bajo el peso
de la cantidad, al espíritu no le queda otro criterio que el de la
eficacia (l’efficacité)». El capital y el big data (en francés, el
adjetivo digital se traduce por ‘numérique’) no son más que mera
cantidad. Se encargan de que percibamos el mundo exclusivamente
desde la perspectiva de la eficacia y la eficiencia. Reducen el espíritu
a una inteligencia simple que se limita a contar y calcular. El espíritu
escapa a la pura cantidad y al número. No cuenta números, explica.
En cambio, la inteligencia artificial solo puede contar, pero no
explicar. Pensar es explicar. La inteligencia artificial tan solo
administra cuantías. Por eso se deja acelerar. A diferencia de ella, el
espíritu vacila y espera. También puede retroceder por pudor y, al
instante siguiente, dejarse llevar por una obsesión. El pudor, el
deseo y la obsesión son elementos completamente ajenos a la
inteligencia artificial: «Lo único que cuenta es el saber vacilante. Eso
es lo que más falta les hace a los ordenadores: la vacilación». La mera cuantía domina cada vez más la vida. El quantified self
(‘yo cuantificado’) se fundamenta sobre la fe en la cuantificabilidad
de la vida. El cuerpo se equipa con sensores para medir
constantemente sus funciones orgánicas o para crear patrones de
movimiento. También se registran minuciosamente el estado de
ánimo y las actividades cotidianas. A través de la cuantificación del
yo se pretende optimizar el rendimiento físico y mental.
En el proceso de digitalización, el mundo pierde esa presencia
corpóreo-material que se dirige a nosotros y nos inspira. Una
cantidad no puede tocarnos. El mundo se disuelve en datos e
información. En ese contexto, apenas es ya posible la experiencia de
la presencia. Al fin y al cabo, la experiencia de Dios es en sí misma
una experiencia intensa de presencia. Ya Simone Weil lamentaba la
falta de resonancia entre el cuerpo y el mundo: «Asociar el ritmo de
la vida del cuerpo con el ritmo del mundo, sentir constantemente
esa asociación y sentir asimismo el permanente intercambio de
materia por el cual el ser humano está envuelto en el mundo».
El universo no es una cuantía muerta. Todo lo contrario: es algo
vivo
y
espiritual.
Simone Weil planteaba una especie de
panpsiquismo. Todo está vivo y posee alma. Sin la espiritualidad del
universo, no cabría ninguna relación entre él y el espíritu humano:
«¿Cómo podría dirigirse el espíritu humano a algo que no sea
espiritual? [...] El objeto del espíritu humano [es] el pro pio espíritu.
El objetivo del sabio es unir su propio espíritu a la sabiduría
misteriosa y eternamente inscrita en el universo. Así pues, ¿cómo va
a existir oposición o incluso separación entre el espíritu de la ciencia
y el de la religión? La investigación científica no es sino otra forma
de contemplación religiosa».
La belleza escapa a cualquier forma de eficiencia o eficacia. Es una
calidad sin cantidad. Y, por encima de todo, es algo en lo que
podemos demorarnos. Solo la inactividad contemplativa, que no
somete nada a un objetivo, que no trabaja ni produce, nos permite
acceder al mundo entendido como belleza: «Los bienes de este
mundo son las flores, que solo conservan su perfume y su belleza
mientras nadie las corte». (Simone Weil) Hoy es más necesario que nunca
aproximarse de una forma contemplativa al mundo, en lugar de
someterlo a los objetivos del ser humano. La mirada, la atención
contemplativa que se demora, es precisamente lo que puede
recuperar el vínculo roto entre el espíritu y el mundo.
Simone Weil lo denunció lapidariamente: «Dinero, maquinización,
álgebra. Los tres monstruos de la civilización actual». Representan la mera cuantía. Se aniquila así toda elevación y toda
profundidad, lo que nos conduce a un infierno de lo idéntico:
«Analogía entre álgebra y dinero. Ambos son igualadores de nivel.
En ellos no aparecen representadas las distancias verticales». La
observación de Weil acerca del dinero, la maquinización y el álgebra
requeriría hoy una actualización: los tres monstruos de la civilización
actual son el capital, la digitalización y la inteligencia artificial. Los
tres rebajan al ser humano, al espíritu, hasta transformarlo en
esclavo de la cuantía y de la eficiencia. Una vez más, nos hemos
convertido en esclavos de nuestras propias producciones.
Simone Weil diría que todos nosotros somos unos idólatras. El bien
que deseamos y veneramos es una mera cuantía, un ídolo: «Ningún
ser humano escapa a la necesidad de imaginarse un bien fuera de él
al que dirigir su pensamiento en un arranque de anhelo, súplica y
esperanza. Por eso solo hay una elección posible: o bien se adora al
verdadero Dios, o bien se practica la idolatría». El dominio de la
mera cuantía, que arrebata al ser humano su espíritu, hace del
mundo un lugar obsceno. Provoca que el crecimiento sin más, ese
crecimiento que se asemeja a una excrecencia, acabe ocupándolo
todo. Son obscenas la hiperactividad, la hiperproducción, la
hipercomunicación y la hiperaceleración, a las que se ha despojado
de dirección, es decir, de sentido. Caemos en la obscenidad, en la
desmesura: «La vida moderna se ha entregado a la desmesura. La
desmesura lo invade todo: la acción y el pensamiento, la vida pública
y la privada. Eso explica la decadencia del arte. [...] Cansancio hasta
llegar al embotamiento. [...] En ninguna parte se encuentra ya un
equilibrio».
A la desmesura, Simone Weil le opone la forma. La forma vive de
los límites. Tras lamentar la desmesura de la vida moderna, Weil
destaca de un modo muy interesante la importancia de las
ceremonias católicas: «No hay ya equilibrio en ningún sitio. El
movimiento católico reacciona parcialmente en contra de ello: por lo
menos sus ceremonias han quedado intactas».
16 Los rituales y las
ceremonias encarnan la medida que da forma al alma. Además,
como repeticiones que son, no tienen nada que ver con la eficiencia
ni con la cantidad. No producen nada.
Lo que hacen las ceremonias religiosas es reproducir el orden
divino, que «es tan inmutable como el de las estrellas»; un orden al
que debemos escuchar y obedecer con pasividad y humildad y en
silencio: «La ceremonia es una imitación del orden del mundo y del
silencio de las cosas». En las ceremonias, las cosas callan. Se
liberan del fin, de la economía de la producción. En cierto modo, se
vuelven inactivas. Simone Weil compara las ceremonias con el arte
debido a su belleza: «Belleza de los ritos. Misa. La misa no puede
llegar al intelecto porque el intelecto no comprende de qué se trata.
Es inmaculadamente bella, de una belleza sensual, porque los ritos y
los signos son cosas que se perciben con los sentidos. Es bella a la
manera en que lo es una obra de arte». En definitiva, el intelecto,
como la inteligencia, solo puede comprender la cuantía. No posee
sentidos para captar lo bello. En eso se diferencia del espíritu.
Los rituales y las ceremonias son narrativas, es decir, son prácticas
que generan sentido, que dan a la vida humana —tan inestable,
frágil y efímera— una forma estable, un orden estructurador, un
sostén firme. Como figuras con sentido que son, nos permiten
instalarnos en un hogar (Einhausung). Crean espacios narrativos que
podemos habitar. Hay muchísima sabiduría concentrada en la
siguiente observación de Simone Weil: «El objetivo de la vida
humana es crear una arquitectura en el alma». Hoy en día el alma
se está perdiendo en medio de un desenfrenado torrente de
información y comunicación, que impide construir una arquitectura
estable. En consecuencia, el alma pierde todo sostén, toda relación
con el mundo. Sin una arquitectura que construya el mundo, cae en
una grave depresión.
***
El espíritu enmudece y se embota cuando deja de habitar en una
trascendencia. En la actualidad nos encontramos sumidos en la
inmanencia sin sentido de la producción, del consumo y de la
comunicación. El ser humano se convierte en esclavo del trabajo y
del rendimiento. Simone Weil se planteaba poetizar el trabajo: «La
esclavitud es el trabajo que carece de luz de eternidad, de poesía y
de religión».
***
Simone Weil intuía al menos en qué podía consistir la inactividad.
De hecho, hablaba del «esfuerzo sin finalidad»
26 o de la «acción
inoperante».
27 El trabajo poetizado, espiritualizado, está próximo a
la inactividad. Solo es poética la acción sin objetivo, la acción sin
«para». La inactividad no produce nada. Escapa al rendimiento y a la
eficiencia. La cuantía le es ajena. Toda actividad que no albergue en
su corazón un silencio contemplativo se asemeja a la esclavitud. Es
el silencio lo que espiritualiza la acción humana; calma la actividad
hasta convertirla en inactividad.


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