Una persona puede ser persuadida por un argumento abominable y permanecer refractaria a un argumento que debería ser aceptado
C. S. Lewis fue sin duda el apologista cristiano más eficaz de la segunda parte del siglo xx. Cuando la BBC me preguntó recientemente si yo había refutado totalmente la apologética de Lewis, contesté: «No. Simplemente, no pensaba que hubiera razones suficientes para creer en ella. Pero, por supuesto, cuando más tarde pensé más a fondo sobre temas teológicos, me pareció que su argumentación a favor de la revelación cristiana es muy poderosa, si creemos en alguna revelación».
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[...] escribí Evolución
darwiniana cuando se me pidió que contribuyera a una serie sobre los
movimientos e ideas a principios de los ochenta). En este último trabajo, intenté mostrar que el prestigio del darwinismo ha sido utilizado
para defender otras ideas y creencias que carecen de cualquier fundamento sólido, como la idea según la cual la teoría de Darwin es una
garantía del progreso humano.
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Años más tarde, en Una introducción a la filosofía occidental, intentaría mostrar que ese idealismo resultaba fatal para la ciencia. Cité un
pasaje de La mente, la percepción y la ciencia, obra de un distinguido
neurólogo, oportunamente llamado Lord Brain (W Russell Brain), que
indicaba que los neurólogos son habitualmente idealistas que creen que
el acto de percibir un objeto es simplemente algo que ocurre en el cerebro del sujeto. También cité la tesis de Bertrand Russell según la cual
«la percepción no proporciona conocimiento inmediato de un objeto físico». Si esto fuera verdad, dije, entonces no existe lo que llamamos
percepción. Y como los científicos dependen de la observación directa
para la validación última de sus descubrimientos, esta conclusión necesariamente socava los hallazgos de los que se deriva. En definitiva, esta
opinión suprime las bases de toda la inferencia científica. En contra de
ello, sostuve que en la percepción consciente normal debo tener una experiencia sensorial apropiada (por ejemplo, el sonido y la visión de un
martillo introduciendo un clavo); y que, si se dice con verdad que algo
ha sido percibido, entonces ese algo (el martillo y el clavo) debe haber
sido parte de la causa de mi experiencia.
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Ciertamente, algunos de los representantes de esta nueva filosofía
estaban dedicados a investigaciones triviales, esotéricas y carentes de interés, pero eran una minoría. Reaccioné contra esta aparente trivialidad
e insustancialidad con un artículo que escribí y leí ante el supervisor de
los estudios de filosofía titulado «Los asuntos que importan». Sostuve
que era posible y deseable concentrarse en problemas que incluso las
personas legas en filosofía podían considerar interesantes e importantes,
en lugar de malgastar tiempo y esfuerzo en juegos de sombras filosóficos
(y dije esto sin abandonar -y sin dejar de beneficiarme de- las intuiciones obtenidas en Oxford).
Llegué a entender, como escribiría en Una introducción a la filosofía occidental, que puede haber progreso en la filosofía a pesar de la
ausencia general de consenso. La falta de consenso en la filosofía no
demuestra por sí misma que la disciplina no progrese. El intento de
mostrar que no hay conocimiento filosófico porque siempre se puede
esperar encontrar a alguien que no estará de acuerdo con la tesis de que
se trate es una falacia común en la que incurre incluso un filósofo tan
distinguido como Bertrand Russell. Yo lo llamaba la añagaza-del-pero
siempre-habrá-uno-que-no-estará-de-acuerdo. También encontramos la alegación de que en filosofía nunca es posible demostrarle a alguien
que está equivocado y que es uno guíen tiene la razón. Pero la pieza que falta en este argumento es la distinción entre producir una prueba y persuadir a una persona. Una persona puede ser persuadida por
un argumento abominable y permanecer refractaria a un argumento
que debería ser aceptado.
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Un historiador de la filosofía, Frederick Copleston, reconoció la relevancia del problema de la coherencia del concepto de Dios, que yo había
planteado, y respondió con argumentos diferentes. «No creo», afirmó,
«que se pueda exigir razonablemente de la mente humana que sea capaz
de ensartar a Dios con un alfiler como se hace con una mariposa en una
vitrina expositora». Según Copleston:
Dios se hace realidad para la mente humana en el movimiento personal de trascendencia. Dios aparece como la meta invisible de dicho
movimiento. Y, en la medida en que el Trascendente no puede ser
captado en su mismidad, sino que desborda, por así decir, nuestra
red conceptual, tiende inevitablemente a surgir la duda. Pero, dentro
del movimiento de trascendencia, la duda es contrapesada enseguida
por la afirmación que implica el propio movimiento. Es en el contexto de este movimiento personal del espíritu humano donde Dios
llega a ser una realidad para el hombre.
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Escribiendo
desde una posición agnóstica, el filósofo inglés Anthony Kenny sostuvo
que puede haber una presunción a favor del agnosticismo, pero no del
ateísmo positivo o negativo. Sugirió que implica más esfuerzo demostrar que se sabe algo que no se sabe (y esto vale también para la tesis Je
que el concepto de Dios no es coherente). Pero dijo que esto tampoco
permite a los agnósticos irse de rositas; un examinando puede ser capaz de justificar su afirmación de que no sabe la respuesta a las preguntas,
pero esto no permite a la persona aprobar el examen.
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Hume puede recordarnos a esos contemporáneos nuestros que, basándose en razones sociológicas o filosóficas, niegan la posibilidad del conocimiento objetivo. Pero a continuación exceptúan de esta corrosiva
subjetividad universal sus propias diatribas políticas, su propio trabajo
de investigación (no muy abundante) y, sobre todo, su propia revelación
primordial según la cual no puede haber conocimiento objetivo.
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Las causas de las acciones humanas
son fundamental y significativamente diferentes de las causas de todos
Jos hechos que no son acciones humanas. Dada la causa completa de, por
ejemplo, una explosión, resulta imposible para ningún poder del universo impedir esa explosión. Pero si tenemos razones suficientes para cele
brar algo, esto no implica necesariamente que vayamos a gritar «iyupi!».
Se sigue de esto que no todo movimiento de los organismos humanos está
completamente determinado por causas físicas necesitantes.
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A la luz de mi abandono del determinismo, buena parte del material
que he publicado sobre la voluntad libre y la elección, sea en un con
texto temático secular o uno religioso, requiere revisión y corrección.
Dado que este asunto concierne a una de las que Kant llamaba las tres
cuestiones fundamentales de la filosofía -Dios, la libertad y la inmortalidad del alma- este cambio de opinión mío es tan radical como mi
cambio sobre la cuestión de Dios.
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[...] cuando se me preguntó si las investigaciones más
recientes sobre el origen de la vida apuntaban a la actividad de una Inteligencia creativa, dije:
Sí, ahora pienso que es así [ ... ] casi enteramente a causa de las investigaciones sobre el ADN. Lo que creo que ha conseguido hacer el
ADN es mostrar, por medio de la casi increíble complejidad de las
estructuras que son necesarias para producir (vida), que alguna inteligencia ha debido participar en el ensamblamiento de esos elementos
extraordinariamente diversos. [Lo que asombra] Es la enorme complejidad del número de elementos y la enorme sutileza de las formas
en que cooperan. La probabilidad de que todos esos elementos hayan
podido encontrarse por casualidad en el momento adecuado es simplemente minúscula. La enorme complejidad [de los caminos] por los
que fueron conseguidos los resultados es Jo que me parece producto
de la inteligencia.
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Nunca se podrá conseguir un
soneto por casualidad. El universo tendría que ser 10 elevado a 600
veces más grande de lo que es. Y, sin embargo, la gente cree que los
monos pueden conseguido cada vez.
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A continuación, apunté que El gen egoísta de Richard Dawkins era un ejercicio mayúsculo de mixtificación popular. Como filósofo ateo, estimé que esta obra de divulgación era nociva a su manera, igual que lo
habían sido El mono desnudo o El zoo humano de Desmond Morris. En
sus obras, Morris presenta como el resultado de la iluminación científica lo que en realidad equivale a una negación sistemática de todo aquello
que parece hacernos peculiares como especie, reduciéndolo a fenómenos
biológicos. Ignora o elimina mediante explicaciones simplistas las obvias
diferencias entre los seres humanos y las demás especies.
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Si algo de esto fuera verdad, no serviría para nada predicar a continuación, como hace Dawkins: «Intentemos enseñar la generosidad y el
altruismo, pues nacemos egoístas». Ningún sermón elocuente conseguirá
afectar a robots programados. Pero, en realidad, nada de lo que dice Dawkins es verdad, o siquiera ligeramente sensato. Los genes, como hemos
visto, no determinan nuestra conducta, ni pueden hacerlo. Ni poseen la
capacidad de cálculo y entendimiento que es necesaria para escoger un
curso vital, sea de egoísmo despiadado o de compasión sacrificada.
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¿Por qué creo ahora esto, después de haber expuesto y defendido el
ateísmo durante más de medio siglo? La breve respuesta es la siguiente: tal es la imagen del mundo que, en mi opinión, ha emergido de la
ciencia moderna. La ciencia atisba tres dimensiones de la naturaleza que
apuntan hacia Dios. La primera es el hecho de que la naturaleza obedece leyes. La segunda es la dimensión de la vida, la existencia de seres
organizados inteligentemente y guiados por propósitos, que surgieron
de la materia. La tercera es la propia existencia de la naturaleza. Pero
no es solo la ciencia la que me ha guiado. También me ha ayudado la
reconsideración de los argumentos filosóficos clásicos.
Mi alejamiento del ateísmo no fue ocasionado por ningún fenómeno o argumento nuevo. A lo largo de las últimas dos décadas, todo mi
marco de pensamiento ha estado desplazándose. Este desplazamiento
ha sido una consecuencia de mi continuo examen de los hechos de la
naturaleza. Cuando finalmente llegué a reconocer la existencia de Dios,
no se trató de un cambio de paradigma, pues mi paradigma sigue siendo
el que Platón atribuye a Sócrates en su República: «debemos seguir la
argumentación hasta dondequiera que lleve».
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[...] un científico metido a filósofo tendrá
que proporcionar una argumentación filosófica. Como dijo el mismo
Albert Einstein, «el hombre de ciencia es un filósofo mediocre».
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En lo que se refiere a mi nueva posición en los debates filosóficos clásicos
sobre la existencia de Dios, debo decir que, en este campo, fui convencido sobre todo por la argumentación del filósofo David Conway a favor
de la existencia de Dios en su libro La recuperación de la sabiduría: Desde
la actualidad a la Antigüedad, en busca de Sofía. Conway es un distinguido filósofo británico, profesor en la Universidad de Middlesex, que
domina tanto la filosofía clásica como la moderna.
El Dios que defendemos Conway y yo es el Dios de Aristóteles.
Conway escribe: "En suma, Aristóteles adjudicó los siguientes atributos al Ser que, en
su opinión, era la explicación del mundo y su forma más amplia:
inmutabilidad, inmaterialidad, omnipotencia, omnisciencia, unicidad
o indivisibilidad, bondad perfecta y existencia necesaria. Hay una
coherencia impresionante entre este conjunto de atributos y los que
son clásicamente predicados de Dios por la tradición judeocristiana.
Esa coherencia nos autoriza enteramente a considerar que Aristóteles
tenía en mente el mismo tipo de Ser Divino como causa del mundo
que es objeto de adoración por parte de estas dos religiones".
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En su libro, Conway intenta defender lo que él describe como «concepción clásica de la filosofía». Esa concepción entiende que «la explicación del mundo es que este ha sido creado por una inteligencia suprema, omnipotente y omnisciente, a la que habitualmente nos referimos como Dios, y que esta lo creó para traer a la existencia y sustentar a seres racionales». Dios creó el mundo para traer al ser una raza de criaturas racionales. Conway cree, y yo coincido con él, que es posible conocer
la existencia y naturaleza de este Dios aristotélico mediante el ejercicio
de la mera razón humana.
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[...] mi descubrimiento de lo divino ha sido una
peregrinación de Ja razón, y no de la fe.
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Hawking dijo más sobre esto en entrevistas posteriores: «Hay una abrumadora impresión de orden. Cuanto más descubrimos sobre el
universo, más constatamos que está gobernado por leyes racionales».
Y: «Todavía tenemos la pregunta: ¿Por qué el universo se molesta en existir? Si se quiere, se puede definir a Dios como la respuesta a esa pregunta».
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Aunque le llamó la atención el panteísmo de Spinoza, lo cierto es
que Einstein negó expresamente ser ateo o panteísta: "No soy ateo, y no creo que me pueda llamar panteísta. Estamos en
la misma situación que un niño que entra en una biblioteca enorme
llena de libros en muchos idiomas. El niño sabe que alguien debe
haber escrito esos libros. No sabe cómo. No entiende las lenguas en las que fueron escritos. El niño presiente oscuramente un orden
misterioso en la disposición de los libros, pero no sabe cuál es. Tal es, me parece a mí, la actitud de hasta el más inteligente de los
seres humanos frente a Dios. Vemos un universo maravillosamente
ordenado y sujeto a ciertas leyes, aunque solo comprendamos oscuramente tales leyes. Nuestras mentes limitadas intuyen la fuerza
misteriosa que mueve las constelaciones".
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Cualquiera que haya vivido la excitante experiencia de los descubrimientos en este ámbito [la ciencia] se siente conmovido por
una profunda reverencia hacia la racionalidad que se manifiesta
en la existencia [ ... ], la grandeza de la razón encarnada en la existencia.
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Charles Darwin ya había expresado una
opinión similar:
[La razón me indica la] extrema dificultad, o, más bien, la imposibilidad de concebir este inmenso y maravilloso universo -que incluye al
hombre y su capacidad de mirar muy lejos tanto hacia el pasado como
hacia el futuro- como el resultado del azar ciego o de la necesidad.
Cuando reflexiono sobre esto, me siento obligado a volverme hacia
una Primera Causa dotada de una mente inteligente y análoga en cierta medida a la del hombre; y merezco, por tanto, ser llamado teísta.
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[...] haya o no multiverso, todavía tenemos que habérnoslas con
la cuestión del origen de las leyes de la naturaleza. Y la única explicación
viable es la Mente divina.
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La cuestión filosófica
que no ha sido resuelta por los estudios sobre el origen de la vida es la
siguiente: ¿cómo puede un universo hecho de materia no pensante producir seres dotados de fines intrínsecos, capacidad de autorreplicación y una
«química codificada»? Aquí no estamos tratando de biología, sino que nos
enfrentamos a una categoría de problemas enteramente diferente.
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Así que, ¿cómo explicar el origen de la vida? El premio Nobel de
Medicina George Wald sostuvo en cierta ocasión, con palabras que se
han hecho célebres: «Escogemos creer lo imposible: que la vida surgió
espontáneamente por azar». En años posteriores, llegó a la conclusión
de que una mente preexistente, a la que considera la matriz de la reali
dad física, construyó un universo físico capaz de criar seres vivos:
¿Cómo es que, aunque haya tantas otras opciones aparentes, esta
mos en un universo que posee exactamente ese peculiar conjunto
de cualidades que hacen posible la vida? Se me ha ocurrido últi
mamente -debo confesar que, al principio, con cierto espanto de
mi sensibilidad científica- que ambas cuestiones deben ser trata
das de forma hasta cierto punto congruente. Es decir, mediante
la suposición de que la inteligencia, en lugar de emerger como
un subproducto tardío de la evolución de la vida, en realidad h;1
existido siempre como la matriz, la fuente, la condición de la re~
lidad física: que la sustancia de que está hecha la realidad física
es sustancia mental. Es la mente la que ha compuesto un univers< >
físico capaz de desarrollar vida, capaz de producir evolutivamentl·
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