hay más profundidad humana en Homero, Shakespeare o Dostoievski que en la totalidad de la neurología o de la estadística

 [...] puede demostrarse que hay más profundidad humana en Homero, Shakespeare o Dostoievski que en la totalidad de la neurología o de la estadística. Ningún descubrimiento de la genética mengua o sobrepasa lo que Proust sabía acerca del hechizo y las obsesiones parentales; cada vez que Otelo nos recuerda el orín del rocío en la espada brillante experimentamos más de la realidad sensitiva, transitoria, en que nuestras vidas deben transcurrir, de lo que pueda transmitirnos el contenido o la ambición de la física. Ninguna sociometría de los motivos o las tácticas políticas puede competir con Stendhal. 

Y es precisamente la «objetividad», la neutralidad moral en que las ciencias se regocijan y con que logran sus brillantes esfuerzos comunes, lo que las priva de tener una relevancia definitiva. La ciencia puede haber suministrado instrumentos y animado con demenciales pretensiones de racionalidad a los que concibieron los asesinatos en masa. En cambio casi nada nos dice sobre sus motivos, tema acerca del cual valdría la pena oír a Esquilo o a Dante. Tampoco, a juzgar por las ingenuas declaraciones políticas de nuestros actuales alquimistas, puede hacer mucho para conseguir que el futuro sea menos vulnerable a lo inhumano. Las luces que poseemos sobre nuestra esencial, acendrada condición, son todavía las que el poeta nos refleja.



 En esa gran polémica con los muertos vivos que llamamos lectura, nuestro papel no es pasivo. Cuando es algo más que fantaseo o un apetito indiferente emanado del tedio, la lectura es un modo de acción. Conjuramos la presencia, la voz del libro. Le permitimos la entrada, aunque no sin cautela, a nuestra más honda intimidad. Un gran poema, una novela clásica nos asedian; asaltan y ocupan las fortalezas de nuestra conciencia. Ejercen un extraño, contundente señorío sobre nuestra imaginación y nuestros deseos, sobre nuestras ambiciones y nuestros sueños más secretos. Los hombres que queman libros saben lo que hacen. El artista es la fuerza incontrolable: ningún ojo occidental, después de Van Gogh, puede mirar un ciprés sin advertir en él el comienzo de la llamarada.

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 Leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. 

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 Como la comunidad de valores tradicionales está hecha añicos, como las palabras mismas han sido retorcidas y rebajadas, como las formas clásicas de afirmación y de metáfora están cediendo el paso a modalidades complejas, de transición, hay que reconstruir el arte de la lectura, la verdadera capacidad literaria. La labor de la crítica literaria es ayudarnos a leer como seres humanos íntegros, mediante el ejemplo de la precisión, del pavor y del deleite. Comparada con el acto de creación ésta es una tarea secundaria. Pero nunca ha representado tanto. Sin ella, es posible que la misma creación se hunda en el silencio. 

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 Los «investigadores de la motivación», esos sepultureros del lenguaje culto, nos dicen que el anuncio perfecto no debe tener palabras de mas de dos sílabas ni oraciones con frases subordinadas. En Estados Unidos se han impreso millones de copias de «Shakespeare» o de la «Biblia» en forma de comics, con frases en inglés básico. Ciertamente, no puede quedar duda de que la toma del poder político y económico por los semicultos ha traído consigo una reducción de la riqueza y de la dignidad del idioma.

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El sonido musical, y en menor medida la obra de arte y su reproducción, empiezan a ocupar en la sociedad culta un lugar que antes estaba firmemente sostenido por la palabra.

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 El raquitismo del lenguaje ha condenado a la mediocridad a buena parte de la literatura moderna. Hay varias razones por las cuales la muerte de un viajante queda muy por debajo del talento perceptible de Arthur Miller. Pero una de ellas es la indigencia de su lenguaje. El hecho crudo y esnob es que los hombres que mueren hablando como Macbeth son más trágicos que los que mascullan lugares comunes al estilo de Wily Loman. Miller aprendió mucho de Ibsen; pero no fue capaz de escuchar, tras las convenciones realistas de Ibsen, la cadencia constante de la misma poesía.

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 Con respecto a la ciencia, esta opinión sombría parece inobjetable. y quizá condena a la fragmentación a la mayor parte del conocimiento. Pero no debemos estar dispuestos a acatarla en la historia, la ética la economía o en el análisis y la formulación de la conducta social y política. Aquí la cultura literaria debe reafirmar su autoridad contra la jerga. No sé si esto puede hacerse; pero hay mucho en juego. En nuestro tiempo, el lenguaje de la política se ha contaminado de oscuridad y de locura. Ninguna mentira es tan burda que no pueda expresarse tercamente, ninguna crueldad tan abyecta que no encuentre disculpa en la charlatanería del historicismo. Mientras no podamos devolver a las palabras en nuestros periódicos, en nuestras leyes yen nuestros actos políticos algún grado de claridad y de seriedad en su significado, más irán nuestras vidas acercándose al caos. Vendrá entonces una nueva edad oscura. La perspectiva no es remota: «Quien sabe -dice R. P. Blackmur-, es posible que el futuro no se exprese con palabras [...] de ninguna índole, pues el futuro puede no estar ilustrado en el sentido en que entendemos o en que los ultimas tres mil años han entendido el término».

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