Si tuviéramos siempre un corazón predispuesto a gozar de lo bueno que Dios nos depara cada día, dispondríamos entonces también de energía suficiente para soportar lo malo cuando llega

 "...no hay cosa que más me irrite que el ver a los hombres atormentarse unos a otros y, sobre todo, cuando algunos jóvenes en la flor de la vida, que deberían estar abiertos a todas las alegrías, pierden los cuatro días buenos con malas caras y solamente cuando ya es demasiado tarde se dan cuenta de la irreparable pérdida. Estas ideas me carcomían y cuando por la tarde volvimos a la vicaría y nos sentamos a la mesa para tomar un poco de leche y la conversación recayó sobre las alegrías y penas de este mundo no pude menos de tomar el hilo y perorar con toda vehemencia contra el mal humor. "Nosotros, los humanos, nos quejamos a menudo -comencé diciendo- de que los días buenos sean tan pocos y los malos tantos, y me parece que las más de las veces no tenemos razón. Si tuviéramos siempre un corazón predispuesto a gozar de lo bueno que Dios nos depara cada día, dispondríamos entonces también de energía suficiente para soportar lo malo cuando llega." "Pero el estado de ánimo no está en nuestro poder -exclamó la mujer del pastor-, ¡cuánto depende de nuestro cuerpo! Cuando uno no se encuentra bien, en ninguna parte se siente uno a gusto." Le di la razón. "Debemos considerarlo por tanto -añadí yo- como una enfermedad y preguntarnos qué remedio tiene." "Eso está bien dicho -dijo Lotte-, yo pienso al menos que mucho depende de nosotros. Lo sé por mí misma; cuando algo me inquieta y voy a ponerme del mal humor corro al jardín, canto unas contradanzas saltando de acá para allá y al instante todo pasa." "Esto es lo que yo quería decir -añadí-, con el mal humor ocurre lo mismo que con la pereza, pues en realidad es una clase de pereza. Nuestra naturaleza es muy propensa a ella y, sin embargo, si tenemos, aunque sólo sea una vez, la fuerza de vencernos, el trabajo se hace por sí solo y encontramos en la actividad un verdadero placer." Friederike estaba muy atenta y el joven me replicó que uno no es dueño de sí mismo y menos todavía se puede mandar sobre sus sentimientos. "Aquí se trata -repliqué- de un sentimiento desagradable del que todos quisiéramos vernos libres, y nadie sabe hasta dónde llegan sus fuerzas, mientras no las haya experimentando. Ciertamente, el que está enfermo, consultará a todos los médicos, y no se negará a los mayores sacrificios, ni rechazará las medicinas más amargas para recuperar la salud deseada." Advertí que el honorable anciano aplicaba el oído para participar en nuestra discusión y alcé la voz dirigiendo hacia él la palabra. "Se predica contra muchos vicios -dije- y no he oído todavía que desde el púlpito se haya dicho nada contra el mal humor". "Eso deberán hacerlo los párrocos de la ciudad -arguyó él-, los campesinos no tienen mal humor; sin embargo, no estaría de sobra uno de vez en cuando, serviría al menos de lección para la mujer del pastor y para el señor administrador." Todos nos echamos a reír y él también lo hizo con todas sus ganas hasta que le dio un acceso de tos, que interrumpió por un tiempo nuestra charla; el joven tomó de nuevo la palabra: "Habéis calificado el mal humor de vicio y pienso que es exagerado." "Nada de eso -contesté-, si aquello con que se daña unos a sí mismo y al prójimo merece ese nombre. ¿No basta con que no podamos hacernos mutuamente dichosos, tenemos incluso que privarnos unos a otros del placer que cada corazón puede atesorar con frecuencia por sí mismo? ¡Y nombradme el individuo que tenga mal humor y sea al mismo tiempo tan discreto que sepa ocultarlo, soportarlo por sí solo sin turbar la alegría de su alrededor! ¿O no es en el fondo un despecho interior sobre nuestra propia insuficiencia, un descontento de nosotros mismos, mezclado siempre con la envidia provocada por una necia vanidad? Vemos a gente feliz que no lo es por obra nuestra y eso nos resulta insoportable..."




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