Kant: puro intelectualismo

 Tomado, pues, en conjunto el sistema de Kant, por lo que toca al juicio estético, y enlazado con las otras partes de su filosofía, presenta tanta endeblez como grandeza. El vicio interior de la Crítica del juicio es el mismo pecado capital de todo el pensamiento kantiano, quiero decir, el haberse encerrado en una fenomenología, el haber tapiado todas las ventanas que dan a la realidad, considerándola como pernicioso enemigo; el haber prestado atención únicamente a las formas subjetivas de la conciencia, y aun ésta no íntegramente estudiada. Su obra es un puro intelectualisimo, con todas las limitaciones de esta preocupación exclusiva. Así, limitándonos a la doctrina de lo bello, es evidente que en ella no se nos da otra cosa que el análisis del gusto, es decir, la psicología estética. En cuanto a las demás partes de la ciencia, Kant, no sólo las omite, sino que implícitamente niega su existencia. Mal puede existir física estética, cuando no se da fin estético en la naturaleza; ni filosofía del arte, cuando el arte no tiene conceptos determinados en que fundarse; ni metafísica de lo Bello, cuando en realidad toda la metafísica se reduce a la hipótesis gratuita y laboriosa de un noumeno.

La fuente de las contradicciones que de la misma exposición resultan, y que por nuestra parte no hemos procurado atenuar, es el empeño inmoderado, la verdadera anticipación con que Kant procura celosamente excluir del juicio estético todo lo que se parezca a noción o concepto intelectual. Y como al mismo tiempo no puede negar la existencia de ideas estéticas, esto le envuelve en un laberinto inextricable, del cual no acierta a salir, a pesar de su asombrosa habilidad dialéctica. Él, que tan profundamente comprendió la armonía de nuestras facultades, se empeña ahora en estudiar una de ellas como si fuese un mundo aparte, y acude, sin darse punto de reposo, a tapiar todos los huecos por donde pueda comunicarse con las restantes. En vez de reconocer lisa y llanamente que en el fenómeno estético andan mezclados un elemento afectivo y un elemento intelectual, prefiere multiplicar los entes, contra el consejo de su propia metafísica, [p. 41] e inventa esa fantástica facultad del juicio, que no es entendimiento ni sensibilidad, pero que de todo participa. Debajo de esta facultad reúne monstruosamente cosas tan diversas, por no decir contrarias, como la finalidad libre y vaga de lo bello, y la finalidad teleológica, determinada y objetiva. Y el concepto intelectual, ese concepto que tanto persigue y mortifica a Kant, reaparece a cada paso en las formas más diversas, puesto que ni aun la misma armonía de las facultades cognoscitivas, en que él hace consistir la belleza, podemos pensarla de otro modo que como un concepto de la inteligencia.

Pero en medio de estas sombras, ¡qué riqueza de doctrina hay en la Crítica de la facultad de juzgar (Kritik der Urtheilskraft), de la cual verdaderamente puede decirse que realiza una de las antinomias favoritas de Kant, puesto que si con una mano destruye y anula la ciencia estética, con otra vuelve a levantar lo que había destruído, y da a las futuras teorías de lo Bello una base crítica y analítica que establece la independencia de su objeto, y pone a salvo los derechos del genio artístico contra el menguado criterio de utilidad, contra el empirismo sensualista, y también (¿por qué no decirlo?) contra las intrusiones del criterio ético mal entendido y sacado de quicios. La hermosa fórmula de la finalidad sin fin, contenida en potencia en la filosofía escolástica, y especialmente en la de nuestros españoles del siglo XVI, que ahondaron y tanto insistieron en esta distinción racional entre lo bueno y lo bello; el reconocimiento del carácter desinteresado, universal, subjetivo y necesario del juicio de lo bello; la luz de la idea de lo infinito derramada sobre el concepto de lo sublime, que hasta entonces sólo de Silvain había obtenido explicación imperfecta; la distinción luminosa de lo sublime matemático y dinámico; la distinción no menos esencial de la belleza libre y vaga, y de la belleza combinada o adherente... son puntos definitivamente adquiridos para la ciencia, y que de ningún modo deben ser rechazados in odium auctoris, sino recibidos e incorporados en todo cuerpo de doctrina estética digno de este nombre, como lo hizo nuestro Milá y Fontanals en la suya inolvidable.

Y mucho menos que nadie debemos rechazar tal doctrina los españoles, que precisamente tenemos en nuestra ciencia tradicional tantos y tan claros precedentes de ella. No es exageración [p. 42] afirmar que el que abre nuestros grandes teólogos del siglo XVI y del XVII, encuentra por donde quiera gérmenes de estética kantiana. ¿Qué otra cosa, por ejemplo, nos enseña el dominico Fr. Juan de Santo Tomás, cuando con tanta repetición nos inculca que «la forma del arte no es más que la regulación y conformación con la idea del artífice»; que «la disposición artificiosa es del todo independiente de la rectitud e intención de la voluntad y de la ley del recto vivir»; que «el arte, en cuanto es arte, no depende de la voluntad»; que «la verdad del arte no se ha de regular por lo que es o no es, sino por el fin del arte mismo y del artefacto que ha de hacerse», y, por último, que «el arte es formalmente infalible, aunque por razón de la materia sea contingente y falible?». Y si Kant nos enseña que el arte nunca depende de conceptos intelectuales, ya Rodrigo de Arriaga nos había dicho, casi en iguales términos, que «el arte nunca se guía por preceptos discutidos científicamente», y que en las cosas del arte tiene el principal lugar la facultad imaginativa, que procede sin discurso ni ciencia. Lo cual no obsta (son palabras de Rodrigo de Arriaga, aunque lo mismo pudieran ser de Kant) para que las artes tengan ciertos principios generales que parecen ser razones «a priori». ¿Qué más? Los Padres Salmanticenses hacen consistir la bondad de la obra artificial, no en la finalidad objetiva, sino en la conformidad de la obra artificiada con la idea e intención del artífice. Bueno fuera que los novísimos escolásticos, antes de lanzar atropellados anatemas sobre todo lo que a sus ojos lleva el signum bestiae del espiritu moderno, diesen un repaso a las obras de los antiguos escolásticos, en quienes ciertamente no temerán encontrar dicho signo.

Menéndez Pelayo. Historia de las ideas estéticas.




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