un fraudulento máster en educación, convertido en fabuloso negocio

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TRIBUNA ABIERTA

Sin autoridad académica ni didáctica

 

Sin autoridad académica ni didáctica, el profesor pierde el respeto del alumno, que, por muy torpe que sea en su aprendizaje, considerará un fraude obedecer o seguir los consejos del señor mayor que está al frente de la clase»

Julián Ruiz-Bravo Peña PROFESOR DE SECUNDARIA, MIEMBRO FUNDADOR DE LA ASOCIACIÓN DE PROFESORES PLIS Actualizado:27/04/2021 07:27h

 

 

«No sabe imponerse… no pone orden… no se gana la confianza del alumno… no motiva… no acompaña en el aprendizaje… no guía… no imparte valores… en resumen, no tiene autoridad». Acusaciones rotundas como estas hemos recibido todos los profesores a lo largo de nuestra carrera docente, más frecuentemente en los últimos tiempos, y cuando las recibimos se apodera de nosotros una inquietud que raya, en algunos espíritus sensibles, en angustia, como la que puede sentir un incompetente general derrotado, a cuyo paso los soldados ya no se cuadran y ante los cuales ha perdido el poder y la estatura moral.

Es frecuente en el ámbito educativo indagar sobre el fundamento de la autoridad del profesor, reduciendo el debate a si la autoridad depende de una posición jerárquica sancionada externamente por la ley o se construye internamente, desde dentro, por el profesor, con su ejemplo, convicciones y cualidades morales. La primera opción entiende la autoridad como poder y la segunda, como condición moral. En el debate unos desean rescatar la capacidad normativa y sancionadora para mantener el orden y la disciplina, necesarios en el aprendizaje, y otros solo atienden al concepto laborioso de la estatura moral, que es un constructo del profesor que se erige laboriosamente con autenticidad y bondad natural.

El que este artículo escribe sostiene que estos dos conceptos de autoridad son irrelevantes en el ámbito educativo, puesto que, de la misma manera que la autoridad-poder y la autoridad moral de un general, de un arquitecto o de un ingeniero dependen de su indiscutible y superior conocimiento profesional, la autoridad-poder y la autoridad moral de un profesor no se sostienen por sí mismas ni dependen una de otra, sino que son emanaciones de la única competencia relevante, la autoridad de su superior formación académica y didáctica.

Sin autoridad académica ni didáctica, el profesor pierde el respeto del alumno, que, por muy torpe que sea en su aprendizaje, considerará un fraude obedecer o seguir los consejos del señor mayor que está al frente de la clase. Ese señor mayor será ignorado cuando intente poner orden en un determinado conflicto o sancione una conducta y se convertirá en un ser ridículo cuando sermonee sobre igualdad, justicia, antirracismo y ecologismo.

Aunque parezca fabuloso, lo cierto es que esta obviedad, casi podríamos llamar axioma educativo, ha dejado de ser la piedra angular de la enseñanza, de tal forma que los centros escolares no son ya templos del saber, siendo los responsables de esta demolición los neopedagogos, que desde sus torres de marfil de las facultades universitarias, ajenas a la realidad del aula, desprecian el conocimiento, los políticos, que han trasladado a la legislación los dictámenes de los neopedagogos, y los propios profesores, que con actitud acomodaticia hemos renunciado a rendir cuentas de nuestra competencia profesional.

Cinco son los pilares, y por este orden, de la autoridad académica y didáctica del profesor: a) saber de algo al más alto nivel posible, b) saber transmitir lo que se sabe, c) exigir el aprendizaje de lo enseñado, d) comprobar y evaluar que se ha aprendido lo enseñado, e) rendir cuentas de la labor académica y didáctica. Vean a continuación cómo y con qué eficacia y frialdad se han derribado los cinco pilares de la autoridad académica, derribo iniciado principalmente por la LOGSE y culminado por la actual ley Celaá, convertida en forense de la defunción de la enseñanza.

El profesor que más sabe. Muy lejos quedan aquellas durísimas oposiciones en que los aspirantes debían exponer por escrito y oralmente sus conocimientos al más alto nivel posible y que debían superar, también al más alto nivel, tres o cuatro pruebas prácticas de aplicación de conocimientos a comentarios de textos y a problemas prácticos. Las actuales oposiciones a maestro y profesor de secundaria no seleccionan ya, ni lo pretenden, a los aspirantes con más conocimientos, de tal forma que aspirantes cualificadísimos, con gran conocimiento de la materia, con excelentes expedientes universitarios, con doctorados cumplidos o participantes en proyectos serios de investigación, quedan por lo general desplazados por aspirantes que, recién terminado el grado, cursan un endeble máster de educación, se limitan a apuntarse a las bolsas de interinos, esperan a que llegue la primera sustitución, se dejan proteger por sindicatos y, finalmente, copiando una programación didáctica, se presentan a unas oposiciones en las que se exige exponer algo al nivel... de un alumno de primaria o de secundaria.

El profesor que mejor transmite lo que sabe. No existe actualmente la posibilidad de que el profesor pueda adquirir las habilidades didácticas necesarias para transmitir lo sabido. La única cualificación de las aptitudes pedagógicas que se exige es previa al proceso de selección y consiste en un fraudulento máster en educación, convertido en fabuloso negocio, que lejos de enseñar las habilidades didácticas necesarias para transmitir con eficacia los conocimientos matemáticos, físicos, literarios, etc., consiste en el adoctrinamiento en ciertos principios y métodos pedagógicos, orientados más a salvar el mundo de todas las injusticias que a mejorar la transmisión del conocimiento científico o humanístico.

El profesor que exige aprendizaje. Viene de muy atrás la apuesta de las sucesivas leyes educativas por la enseñanza amontonamiento, que, además de consagrar una educación comprehensiva e igual hasta a los 16 años, favorece, sin prudentes cautelas, aulas excesivamente heterogéneas. El amontonamiento y heterogeneidad excesivas, incompatibles con la excelencia, llevan consigo la rebaja de exigencia, siendo los principales perjudicados los alumnos brillantes y los alumnos con más dificultades. Este amontonamiento ha llegado al virtuosismo con la ley Celaá, que incorpora fervorosamente el principio de inclusión en su acepción más integrista y fanática, esa que consiste en afirmar que la enseñanza de calidad consiste en el todosjuntosatodashorasenelmismositiodurantemuchosaños. Sin embargo, la realidad es que la inclusión amontonamiento es enemiga de la calidad, de prácticas tan didácticamente beneficiosas, por ajustarse a las diferencias académicas de los alumnos, como los desdobles, los grupos flexibles, los centros de educación especial, las aulas específicas de educación especial, la atención en grupos reducidos de alumnos aventajados en ciertas materias y la atención específica a los desfavorecidos. El fracaso académico es inherente al amontonamiento inclusivo, al que solo interesa el experimento social, no el beneficio académico, promoviendo situaciones incompatibles con la exigencia y la excelencia, y que serán pronto realidad en las aulas, como juntar en un mismo grupo, por ejemplo, a un alumno autista, un Down, un hiperactivo, uno con dificultades de aprendizaje, uno con dificultades de lectoescritura, uno con altas capacidades, un superdotado, un recién incorporado sin conocimiento del idioma, tres o cuatro sin ningún deseo de estudiar, cinco o seis con interés y dos o tres de los llamados gamberros.

El profesor que evalúa lo aprendido. Como consecuencia de la alta exigencia del profesor, a su vez altamente cualificado en conocimientos y didáctica, tiene este la obligación de valorar el rendimiento del alumno, sea en forma de calificación numérica, estimativa o descriptiva, y de certificar si ha cumplido los objetivos marcados o no. Esta, la capacidad de aprobar o suspender, que es la manifestación más externa de la autoridad académica del profesor y que hasta hace unas décadas no era discutida por alumnos ni por padres, desde la LOGSE ha ido poco a poco desmoronándose. El remate final ha llegado con la ley Celaá, que retira definitivamente al profesor la independencia evaluadora, al dictar con claridad meridiana que la promoción de curso y la titulación no deben estar ligadas al número de materias suspendidas y que la repetición de curso es en todo caso excepcional. Asistir a la obligada promoción general de alumnos, con cero u ocho materias suspendidas, es una de las experiencias más dolorosas y humillantes de la profesión docente.

El profesor que rinde cuentas de su ejercicio profesional. Lamentablemente, este fundamental pilar de la autoridad académica fue el primero en desaparecer, con la LGE de Franco: las evaluaciones externas finales de etapa, llamadas reválidas, que, existentes en la mayor parte de los países europeos, tienen la función de comprobar si el rendimiento académico de los alumnos de un centro corresponde al rendimiento exigido por la normativa. Casi cincuenta años después, tras una brevísima y abortada resurrección con la LOMCE, parecen definitivamente enterradas, colaborando de forma entusiasta a su entierro todos los miembros de la comunidad educativa: los profesores, que ven, y con razón, que las evaluaciones externas no evalúan tanto a los alumnos como su labor docente; los alumnos, naturalmente felices por no tener que enfrentarse a una dura prueba; los padres, más preocupados de que sus hijos pasen de curso que de que aprendan; y la administración, que prefiere siempre el oscurantismo y la ocultación de datos.

En conclusión, la autoridad académica y didáctica del profesor ha sido arrancada de raíz, de forma concienzuda, planificada por pedagogos y ejecutada por la administración, con la abúlica aceptación del profesorado. El interés de la educación actual ya no es la formación científica y humanística, lo que habitualmente llamamos enseñanza o instrucción, ya no es convertir los centros escolares en templos del saber, ya no es disponer de los mejores profesionales, ya no es formar excelentes estudiantes, sino otras cosas, educar socialmente, convertir los centros en plataformas de experimentación social, disponer de misioneros salvamundos, formar ciudadanos.

Y todo será en vano, no se conseguirá ni enseñanza ni educación, porque el alumno, que no es tonto, ha visto el fraude y se niega a respetar a quienes, habiendo perdido la autoridad académica y didáctica, ejercen de mediadores de conflictos o de sermoneadores de valores transversales.

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