martes, 21 de enero de 2020

Testamento literario Amando de Miguel


Esta va a ser, de momento, mi última lección en términos de probabilidad. Se titula “testamento literario” para indicar su propósito de ser un documento personal, íntimo, que podría servir como recuerdo. Así pues, voy a hablar de mí mismo por la potísima razón de que soy la persona que tengo más cerca. Contradigo el gran sesgo de la mayor parte los sociólogos, cuando prescinden en sus análisis de las referencias a ellos mismos. No será la única vez que me rebele contra los prejuicios de mi gremio.
“Testamento” y “literario” son dos palabras bastante difusas; detrás de cada una de ellas hay todo un mundo, por lo menos mi pequeño mundo, lo que yo soy. Voy a ver si las disecciono con alguna delectación.
Anticipo que una de las virtudes de la lengua es la polisemia. Esto es, muchas voces, especialmente los sustantivos, pueden significar varias cosas a la vez; por lo general no son sentidos dispares, sino emparentados. Esa propiedad hace más económico el aprendizaje y el cultivo de la lengua. Al menos permite al estudiante retener muchas menos palabras de las que se precisarían si cada una de ellas tuviera un solo significado. Además, la polisemia facilita el juego, el matiz y la poesía del lenguaje. Añádase el gozo de la lectura, que es la conversación con interlocutores ausentes, sea con el autor o con sus personajes de ficción.
El testamento es propiamente una idea jurídica, aunque muy corriente. Es la que corresponde a los últimos escritos de una persona anciana cuando, al final de la jornada, declara sus bienes para que los disfruten sus herederos. Por analogía, para un escritor, artista o científico, sus bienes son sus obras y las heredan propiamente los que van a disfrutar de ellas. Cabe que me arrime a otra versión analógica de “testamento”. De acuerdo con el diccionario es “la manifestación escrita, destinada a la posteridad, que una persona hace de su pensamiento”. Preciso que su pensamiento puede ser simplemente su experiencia. También se llama al testamento la “última voluntad” con la intención de que sea respetada. Una versión menos comprometida, a la que me acojo en esta ocasión, sería la del testamento como un texto para dejar memoria de uno a los contemporáneos cercanos. De esa forma pueden formarse una opinión precisa y duradera del redactor.
Toda la vida he sido alumno (del latín “el que es amamantado”) o maestro (del latín algo así como “superior, encumbrado, excelente”). Si bien se mira, alumno y maestro vienen a ser algo parecido, pues el profesor auténtico es el que siempre está aprendiendo, y no tanto por obligación como por devoción. Tan persistente ha sido ese doble papel en mi vida que uno de los sueños nocturnos, que siempre me han asaltado obsesivamente, ha sido la llamada “pesadilla de examen”. Me encuentro angustiado ante la dificultad de contestar a las preguntas que me hace un vago tribunal académico. El asunto no es nada original; los psicoanalistas hablan de él. En mi caso la recurrente pesadilla se explica quizá por la constante zozobra que siempre me ha acompañado como estudiante. Venía obligado a sacar buenas notas para que pudiera renovar la beca, sin la cual no habría podido seguir estudiando. Así que poco mérito han supuesto mis matrículas de honor.
 El alumno se hizo profesor, cuya tarea específica consiste en impartir lecciones. En las primeras universidades se decía “lección” porque el profesor (del latín “el que habla”) disertaba sobre un manuscrito, mientras los escolares trataban de retener el discurso en la memoria. El término “superior” indica literalmente, como en latín, “que está a mayor altura”. Por analogía, también del latín se dice “de más calidad o importancia, de más alto rango, preponderancia o autoridad”. Siempre se ha entendido que el “superior” (maestro, sacerdote, juez, comisario de policía, alto cargo político, etc.) habla desde un lugar ligeramente más elevado, sea tarima, presbiterio, estrado, púlpito o podio. Vale cualquier otra plataforma destacada, aunque solo sea simbólicamente. Quizá por eso se supone que la palabra que llega desde “lo alto” se encuentra más autorizada. De forma eminente en la tradición cristiana, “lo alto” es tanto como el Cielo o la Divinidad (Gloria in excelsis Deo). En vascuence “Dios” se dice “Jaungoikoa” (Señor de lo Alto).
Jubilado como catedrático (del griego, “el que está sentado”) de la Universidad, procuro que las conferencias que voy dando tengan el respaldo de un original escrito. Como es natural, el texto no lo leo, pero los oyentes pueden disponer de una versión escrita más auténtica. Recuérdese que las palabras se las lleva el viento, mientras que los escritos permanecen. El número de oyentes se puede multiplicar generosamente gracias al texto impreso o grabado.
Aun así, no hay estímulo mejor para aprender y disfrutar que el seguir de modo presencial la intervención de un maestro, un conferenciante. Vale todo el que tenga algo que decir desde lo alto de un estrado más o menos simbólico. Ni siquiera la percepción de un vídeo o similar se acerca a la cantidad y calidad de información que se recibe con la asistencia personal a una “lección”. De ahí que la enseñanza on line nunca podrá superar la capacidad de transmisión que poseen las clases presenciales. Lo más interesante de la vida es conocer personalmente a otros individuos, tratarlos. La mayor parte de las conversaciones corrientes tienen por objeto referirse a otras personas que conocen los interlocutores. Al encontrarse con una persona, uno le da la mano. Quiere decir que va sin armas.
Se podría pensar que hoy, con la internet, Google y todos lo demás archiperres electrónicos, ya no se necesitan los maestros, los escritores. Nada de eso. El complejo “internético” nos transmite de forma instantánea una fabulosa cantidad de datos, hechos, imágenes. Sin embargo, no es capaz de competir con la magna capacidad de asociar ideas, enlazar razonamientos, que puede comunicar un profesor en sus clases o a través de sus escritos.
 En los últimos cursos de mi bachillerato, las conferencias que nos daban algunos antiguos alumnos en el colegio me despertaron una gran curiosidad. Me gustaría replicar tal experiencia, setenta años después, ahora como docente in pártibus ante una audiencia más o menos interesada.
Además de mis tareas discentes como profesor, después de haberme empapado de la Sociología en la Universidad de Columbia (Nueva York), di en la aventura intelectual de hacer encuestas. Las empecé a levantar a través de una empresa privada y en seguida en un despacho profesional. Era una novísima vía de entender la sociedad a través de porcentajes y otros índices numéricos. Debo recordar que en mis primeros años de estudiante y profesional los porcentajes se calculaban manualmente con regla de cálculo. Esa labor agobiante se completó poco después con la facilidad de los primeros ordenadores, que por entonces se llamaban sin ironía “cerebros electrónicos”. Seguramente fui el primer español, del ramo de Letras, que utilizó esos cachivaches para la tesis doctoral.



Parecería ahora una dedicación rutinaria, pero hace más de medio siglo en España constituía una provocación abrir un despacho con este rótulo en la puerta: “Amando de Miguel, sociólogo”. Ni siquiera existía tal profesión. Tanto fue así que, al tener que declarar el trabajo a efectos fiscales, la Hacienda no había previsto la existencia de la actividad de “sociólogo”. De momento, ante mi solicitud, la incluyeron en una casilla residual donde se hallaban los magos y prestidigitadores, entre otras especies. Fui el primer español en disfrutar fiscalmente de tal amena compañía.
La iniciativa de montar un despacho de Sociología no fue solo por un cierto talante innovador, con el correspondiente riesgo. Antes de partir como estudiante para los Estados Unidos había empezado yo a dar clases en la Universidad como “ayudante” (sin sueldo). A mi vuelta, después de tres años en la Columbia y en lo que luego se llamó Silicon Valley (Stanford, California), no encontré acomodo en mi alma máter. Me refiero a la Universidad o madre nutricia que fuera la Complutense. Ya se sabe: “el que fue a Sevilla perdió su silla”.  Se me había olvidado el peso que tienen las envidias en nuestro país. Así que me vi impelido a buscarme la vida por mi cuenta. Este es un pequeño consejo de mi testamento: cuando uno no encuentra fácilmente un trabajo, se lo inventa. Claro está que para salir airoso de esa jugada hay que tener suerte. Pero la suerte no es más que el conjunto de factores cuyo influjo no conocemos.
Aprendí a “hacer encuestas” de la mano de mi maestro Juan J. Linz, el español más influyente en el mundo dentro del ramo de la Sociología y la Ciencia Política. La Providencia quiso que Linz viniera a España el año en que yo concluía la carrera. Me topé con él en una conferencia que dio a los alumnos de la Escuela de Organización Industrial, donde yo seguía un curso de postgrado. Años después, ya por mi cuenta, di con el oficio de divulgar los resultados de las investigaciones sociológicas a través de los medios de comunicación clásicos y por último la prensa digital. Luego se estiló la norma caprichosa de los 140 caracteres para los textos “tuiteros”. Pues bien, yo he publicado 130 libros (de Sociología, ensayos y novelas) y varios miles de artículos periodísticos a lo largo de más de medio siglo. Añádase los manuscritos de media docena de libros inéditos ¿Cuál ha sido el secreto de tal incontinente producción de letra impresa? Es una suerte de “reflejo condicionado”, que dicen los psicólogos. Al dedicarme a escribir cualquier texto me pongo a leer, y de esa forma en seguida me vienen las ideas a la mente y de ahí a los dedos. Reconozco una facilidad que el buen Dios me ha dado: la de escribir con una cierta soltura, así como la de interpretar tablas estadísticas. Aunque todo puede ser una simple cuestión de práctica, como sucede en cualquier oficio o deporte.
Ahora son miles de sociólogos los que medran en España y cientos los que, sin ni siquiera haber estudiado Sociología, levantan encuestas. Las más conocidas son las electorales. Se observará que en todas ellas se sigue una práctica que yo rechacé hace tiempo: dar los porcentajes con un decimal. Se trata de una falsa precisión, pues el error estadístico de muestreo supera siempre el uno por ciento. En cuyo caso el decimal (y no digamos los dos decimales) carece de sentido; solo sirve para impresionar al público. Realmente, el porcentaje entero de las encuestas es el valor medio de un pequeño intervalo.
 Por una u otra vía, la operación que me ha ocupado más tiempo profesional ha sido la de leer y escribir. Por ese lado me siento una especie de humanista hodierno. Vuelvo la vista atrás y calculo que las operaciones de leer y escribir (que van siempre juntas) las he desplegado prácticamente todas las jornadas de mi vida. Solo se exceptúan los días dedicados a viajar o de cuidado personal o doméstico. Una dedicación tan intensa me ha llevado a interesarme cada vez más por la forma y el estilo de la escritura para que pueda llegar a muchos lectores educados. Una manifestación de tal disciplina es que me he marcado una estricta norma de redacción: las frases entre punto y punto no deben sobrepasar las 30 palabras. No siempre la he cumplido, pero siempre me obliga. Los lectores la agradecen.
Ya de paso, daré otro consejo práctico a quien quiera dedicarse a escribir, aunque solo sea como complemento de otras tareas principales. La mejor forma de superar la angustia de la “pantalla en blanco” del ordenador, que se ofrece a quien va a rellenarla, consiste en escribir el título. Parece una tontería, pero sin un título provisional no hay forma de que salga un texto cualquiera. Es un truco que yo he practicado miles de veces; la última para este “testamento literario”. Solo al final, con la faena acabada, a veces se podrá mejorarla con un título definitivo. Pero la primera intuición es la que cuenta.
 He de recordar que el hombre es el mamífero más longevo, pero la actividad de leer y escribir amplía todavía más la vida de una manera simbólica. El mismo efecto se obtiene viajando y ahora relacionándome con los demás, bien personalmente o a través de las comunicaciones telefónicas o telemáticas.  De tal forma que muchos contemporáneos no solo viven más años que sus antepasados, sino que ese tiempo aparece mucho más lleno de intercambios y experiencias.
El hombre no es animal privilegiado porque esté facultado de inteligencia, sino porque la amplía al cultivarla, acumularla y transmitirla. Con un ánimo crítico, se podría pensar que es muy escaso el volumen de inteligencia que existe en una sociedad dada. Nada de eso. Antes bien, es considerable la cantidad de inteligencia que se derrocha para perpetrar acciones delictivas u otras que perjudican a la población o al sujeto mismo. Sin llegar a tanto, también se puede despilfarrar la inteligencia en actividades estúpidas; por ejemplo, embadurnar las tapias con grafitos. No alcanzan más dignidad si los llamamos “grafitis”.
He tenido la suerte de residir casi toda mi vida en España, uno de los países que ha experimentado más transformaciones económicas y sociales durante el último siglo. Digamos que un medio así constituye el sueño para un sociólogo, el que estudia la sociedad. También es verdad que me he sentido muchas veces insatisfecho con la política de mi país. No es tanto que en uno u otro momento me haya considerado de izquierdas o de derechas, sino que mi posición recurrente y obstinada ha sido la de encontrarme casi siempre en frente de los que mandan. Reconozco que no es nada cómoda, aunque en el fondo tenga su aquel.
Cavilo que, a lo largo de muchos años, me he sentido más bien un rebelde contumaz. La prueba está en que, no siendo yo un revolucionario o un activista, algunos de mis escritos fueron censurados en los tiempos de los amenes del franquismo. También lo han sido después, y de forma más sutil, en la etapa de la sedicente “transición democrática”, los últimos 40 años. Quizá se comprenda así mejor el carácter coyuntural de ese difuso término de “transición”. Los episodios de censura que han caído sobre mis modestos escritos me han servido para calibrar la verdadera naturaleza del auténtico poder político, de los que mandan. Al final, las aparatosas instituciones con altisonantes acrónimos se reducen humildemente a las entrañas y los tuétanos de personas con nombres y apellidos. No importa tanto que sean de izquierdas o de derechas. Es decir, lo que de verdad explica la vida social es la herencia y la personalidad, una afirmación que puede parecer herética a mis colegas de la Sociología.
Permítaseme un curioso inciso. No existe ningún criterio objetivo para determinar la izquierda y la derecha. En el espacio no hay derecha o izquierda, ni arriba o abajo. Son nociones imprescindibles, pero solo se pueden determinar con relación al cuerpo humano o su posición sobre la Tierra. Simplemente, “izquierda” es la parte donde se aloja el corazón; “arriba” es lo que se encuentra sobre la cabeza o más lejos del centro de la Tierra. Por eso se dijo que “el hombre es la medida de todas las cosas” (Protágoras, hace más de 25 siglos). Después de todo, el metro, la vara o la yarda no son más que aproximaciones de la longitud del paso humano. Un codo es la mitad de una vara. Una pulgada es la longitud de la falange del dedo gordo de la mano (con el que se mataban las pulgas). Un pie equivale a doce pulgadas.
Continúo con mi retrospectiva. A partir de los años 60 del pasado siglo, al tiempo que empezaba a escribir libros y publicar artículos en los periódicos, sufrí varios episodios de represión política. Incluso, por esa razón, permanecí confinado en un hostal y di con mis huesos en la cárcel. Fue una experiencia inolvidable, aunque tampoco es que tenga mayor mérito. Fue una consecuencia natural de mi trabajo.
Que conste que no me han faltado ocasiones de desempeñar ciertas posiciones de poder (modestas, desde luego), pero las he desechado de forma contumaz. No sabría decir por qué. Contemplo a veces con estupefacción y un punto de envidia la conducta de algunos de mis colegas. Los cuales, a pesar de los vaivenes políticos, han seguido el camino inverso y se han alojado siempre con los que mandan. No me atrevería a concluir que mi postura ha sido la correcta. Puede que obedezca a un factor de personalidad que no logro identificar. Es algo así como un extraño gusto por llevar la contraria o no estar conforme con lo que se estila. Aun así, no creo haber llegado a la categoría plena de rebelde. Prefiero pasar por inconformista.
La actitud de inconformismo hacia el poder político ha sido poca cosa en comparación con la que desplegado respecto al “establecimiento académico”. Me refiero al modo de hacer o entender la Sociología. Enfrentado al primer rito de paso que fuera la tesis doctoral, hacia 1960, me olvidé de lo que entonces se estilaba. Era una especie de Filosofía o Historia de las ideas. Así que animosamente me decidí por la Sociología empírica, que entonces no se estudiaba en España y que empecé a cultivar junto a mi maestro Juan J. Linz. Algunos lustros después, junto a la práctica de la Sociología empírica, di en componer una suerte de Sociología cualitativa basándome en la lectura sistemática de textos literarios. Me centré en novelas españolas, en textos autobiográficos o en artículos de las revistas intelectuales norteamericanas. El nuevo tipo de análisis se nota en el estilo, con profusión de cláusulas adversativas. Se derivan de la noción de mi maestro Robert K. Merton entre “funciones manifiestas” y “funciones latentes”. Es decir, la observación atenta de la realidad social descubre que “no todo es lo que parece”; por debajo de lo que se expresa, está lo que se siente. Para ese nuevo enfoque cuenta mucho el dato biográfico, incluso el autobiográfico, que es lo que con toda intención se desliza en este texto.
Valga la referencia a lo tardío y decisivo que fue en la pintura el género del retrato y más aún del autorretrato. Dícese que el primer autorretrato fue el de Durero en 1498. Tal descubrimiento fue un rasgo del carácter humanista que dio sentido a la Edad Moderna. Al final, en la modesta evolución personal que digo, se encuentra el redescubrimiento de los factores de personalidad y herencia, que se superponen a los de estructura. En cuyo caso la Sociología se acaba disolviendo en el saber tradicional de las Letras. De ahí mi creciente interés por las cuestiones lingüísticas, como se puede deducir por este texto. Me pesa no haber estudiado Filología, entre otras dedicaciones posibles (Arquitectura, Psicología, Bellas Artes). Es un error creer que solo se puede tener inclinación por una carrera, una salida profesional.
A estas alturas de mi vida me planteo un enigma de difícil averiguación. Cómo es que, sin haber sido yo un radical o un revolucionario, he ido incubando una especie de complejo del apache Gerónimo o de miembros de la Liga de los Proscritos. El dato objetivo es que me han expulsado de muchos medios de comunicación donde había empezado a colaborar. Puedo citar: El País, ABC, El Periódico de Cataluña, Antena 3 de radio, Radio Nacional de España, COPE, Onda cero y algunos más de cuyos nombres no quiero acordarme.
Aun siendo profesor numerario, me vi forzado un día a abandonar la Universidad de Barcelona. En ella prestaba mis servicios como vicedecano de la Facultad de Ciencias Económicas con sincera dedicación y entusiasmo. Simbólicamente, en 1981, al tiempo de unas elecciones universitarias, en el Rectorado de la Universidad de Barcelona se desplegó este cartel a lo largo de toda la fachada: “Amando, go home”. Hice caso a la sugerencia y me trasladé por concurso a la Complutense, pasando antes un curso como profesor visitante en la Universidad de Florida. Era un episodio más de una larga sucesión de sobresaltos y vicisitudes (whereabouts). Por si fuera poco, tendría que incluir en esa serie las sucesivas rupturas con parientes y cónyuges, pero eso interesa menos.
Paradójicamente, los avatares reseñados me han espoleado siempre a añadir las tareas de articulista, tertuliano o escritor al oficio principal de profesor e investigador. Ahora que mi vida se ha asentado un poco (más por viejo que por sabio), ha llegado el momento de desplegar un talante rememorativo. Bien es verdad que trato de buscar una explicación de mí mismo más que una justificación.
Pero decía que mi testamento adhiere la calificación de literario. Además de la polisemia del sustantivo “testamento”, se añade todavía más significados cuando lo escolta un adjetivo. En este caso, podría haber dicho que se trata de un testamento espiritual o intelectual, pero tales calificaciones me suenan un tanto presuntuosas. Queda más auténtico decir que esta especie de testamente tiene carácter “literario”; otra voz que, a su vez, por fortuna, admite una generosa polisemia.
Empieza así el Evangelio de San Juan: “In principio erat Verbum”. Nada menos que Dios, el creador de todo, se asocia al verbo, la palabra; en griego “logos”, en español podríamos decir “pensamiento”. Los hombres debieron de empezar a expresar sus pensamientos con sonidos articulados o palabras hace unos 50.000 años, por poner una fecha cómoda. Fue la primera gran revolución que hizo posible la cultura. Hace menos de 10.000 años se diseñó la escritura alfabética, otro gigantesco avance. Combinando una treintena de signos o letras se podría escribir y, por tanto, transmitir a los futuros lectores todos los posibles sonidos del aparato fonador de los humanos. Hace algo más de 500 años se difundió la imprenta, y hace medio siglo apareció la internet.
En el mundo circulan hoy unas seis mil lenguas, pero muchas no han llegado a la fase de la escritura. De las que se escriben, no pasarán del medio centenar las que han conseguido producir obras literarias dignas de ser traducidas. De ellas, no llegan a la docena las lenguas que se aprenden masivamente por las personas educadas que no las tienen como lengua familiar. Digamos que el español o castellano es una de las pocas que se alojan en ese privilegiado estrato. Es el capital más valioso que tenemos los españoles. En Cataluña las autoridades no lo cuidan; ellas sabrán por qué.
Hace unos mil años se difundió por Europa la serie de los diez dígitos, incluyendo el cero (ausencia de cantidad). Este dispositivo permitió el lenguaje matemático y el afianzamiento de la ciencia en sentido estricto. Es claro que con los números romanos pocas operaciones se podían hacer. El número cero provino de la India a través de los musulmanes y se conoció como novedad en la Escuela de Toledo. El primer pergamino de Occidente con el número cero se encuentra en la Biblioteca de El Escorial; es del año 1000. Sin embargo, en España la ciencia no medró.
No se debe mostrar resistencia a los números cuando el estudiante se ve clasificado como de Letras. Las cantidades y expresiones numéricas no son más que ideas comprimidas, con las cuales se pueden establecer fórmulas (ahora se dice “algoritmos”) y expresiones matemáticas. Constituyen la base de la ciencia.
Aparte de las propiedades matemáticas de las cantidades numéricas, se pueden señalar ciertas constantes sociales, imprecisas pero curiosas. Por ejemplo, el conjunto de unos 12 elementos se encuentra en las doce tribus de Israel y en el Colegio Apostólico de Jesucristo. Es también el tamaño aproximado de un pelotón del Ejército o el de los directivos de una gran empresa. El conjunto de unas cien o ciento cincuenta personas se asigna a muchas aldeas en distintas civilizaciones, a una orquesta sinfónica, a una compañía militar. El sociólogo Jorge Simmel advirtió hace un siglo que un secreto se mantiene si lo comparten dos personas, pero deja de serlo cuando lo conoce una tercera. La triada, el trío, la trinidad, la trimurti, la trilogía son conjuntos simbólicos con un gran peso cultural. En las controversias es sobremanera eficaz el argumento que “se basa en tres razones”. En la redacción de un texto cualquiera suele ser elegante el recurso de colocar tres sinónimos seguidos (adjetivos o sustantivos), siempre que no se abuse mucho de tal efecto. Son innúmeras las obras literarias, musicales y pictóricas en las que se destacan tres elementos. Hay también algo físico: los tres colores fundamentales. Más cabalístico es aún otro número primo, el siete, ya desde la Biblia, pero eso me llevaría muy lejos en un texto ya tan laberíntico.
La fatigosa y estimulante operación de vivir para un humano consiste en saber cómo se desenvuelven otras personas cercanas. Puede ser una cercanía real, y de ahí las experiencias, vicisitudes y avatares de mucha gente; desde luego de las mías, que tampoco son una excepción. Como queda dicho, el contenido de las conversaciones corrientes se concreta en dar cuenta de las peripecias de otras personas que conocen los interlocutores. A ello se reduce también la sustancia de muchos programas de la radio o la tele, sean de índole política, deportiva o del corazón. Pero hay otra forma más elaborada de adentrarse en la vida de otras personas, en este caso cercanas a través de la cultura. Consiste en chapuzarse en las obras literarias o cinematográficas consideradas como más interesantes. Cuando son clásicas o de renombre constituyen un excelente análisis de las pasiones, debilidades y grandezas de la humanidad, lo que constituye los arquetipos.
De mí puedo decir que he dedicado mucho tiempo a la lectura de novelas. Preciso, novelas españolas de lo que se ha llamado la “edad de plata”. Ha sido mi particular versión de la malhadada “memoria histórica” decretada por la política de izquierdas en España. Operativamente, sitúo los límites de la historia entre 1875 y 1936. Representa una época de agudos conflictos y de violencia extrema, pero enormemente creadora. Se recordará que el único premio Nobel científico que ha tenido España, Santiago Ramón y Cajal, es un producto de esa época. La cual abarca dos generaciones, el suficiente para comprender una verdadera “historia” en los distintos sentidos del término. La generación es una unidad temporal básica, unos 30 años, esto es, la distancia media que separa la edad de los padres de la de los hijos. La unidad “generación” resulta muy útil para entender la secuencia cronológica de muchos acontecimientos. Es otra consecuencia del principio del “hombre como medida de todas las cosas”.
Sobre el asunto de las novelas españolas de la “edad de plata” he dedicado algunos libros. Me queda otro más laborioso por concluir, que será una de mis obras póstumas. Me veo sin tiempo para concluir la tarea, bien que placentera. De momento, he tenido que embaularme algunos cientos de novelas de la época dicha, algunas dos o más veces. La novela es a la literatura como el retrato es a la pintura. Ambos géneros constituyen una inagotable fuente de información para entender la sociedad en que aparecen.
Para lograr una vida plena no solo se requiere deleitarse con las obras literarias (incluidas desde hace tiempo las cinematográficas); es preciso adentrarse también en los libros de Historia. Algunos saberes sobre el hombre se basan en la anamnesis, una voz griega que significa reminiscencia, reconstrucción de los recuerdos. Por ejemplo, al tratamiento de ciertas enfermedades le viene bien que el médico explore los antecedentes mórbidos de los familiares del paciente. Por desgracia, muchos médicos se abstienen de tal práctica, ya que suelen cobrar por número de consultas, no por la duración de cada una de ellas. De modo más amplio, resulta muy útil la lectura de la Historia con el ánimo de entender mejor la sociedad en la que uno vive y, en definitiva, la naturaleza humana.
La Historia que me interesa no es tanto la de las grandes hazañas, la que se considera una asignatura. Las novelas son también “historias”, al igual que las memorias y todo tipo de relatos autobiográficos por parte de personas que tienen algo que decir. Yo he escrito algunos ensayos con tales materiales. Aunque estoy seguro de que no me dará tiempo a analizar todo el material que he ido acumulando sobre el particular.
Puede parecer poco científico el intento de comprender la naturaleza humana a través de casos individuales, pero así es como ha progresado la Medicina y otros muchos saberes. La persona más cercana que tiene el observador es él mismo. Los antiguos griegos repetían un aforismo que se encuentra grabado, por ejemplo, en el templo de Apolo de Delfos: Gnothi seautón (conócete a ti mismo). Es una operación tan ardua como satisfactoria.
Después de tantas investigaciones sociológicas, debería ser capaz de sintetizar mi particular visión sobre el fundamento de la sociedad. A primera vista parece una intrincada floresta de especies muy variadas. Cada uno de los miembros de tal conjunto (personas, grupos, instituciones) parece ser de su padre y de su madre. Sin embargo, es posible alcanzar un cierto orden en el aparente revoltijo de formas de pensar o de relacionarse que tienen los humanos. La generalización es bien sencilla. Se parte de una distinción fundamental: unas pocas personas merecen que el sujeto les tenga amor, afecto o simpatía. Todas las demás resultan más bien indiferentes. Incluso algunas personas podrían pasar por antipáticas o incluso se perciben como hostiles u odiosas. Las actitudes y conductas de una persona son las que resultan consonantes con el círculo de los otros individuos, a los que dispensa afecto y normalmente se lo devuelven. También puede verse la dependencia en la otra dirección. El círculo inmediato de las personas que a uno le resultan simpáticas son las que se distinguen por las actitudes y conductas que considera interesantes.
La elección que digo puede ser solo latente o intuitiva, no pensada, pero existe. El resultado es que las relaciones sociales, los afectos y desafectos en sus distintos grados no se producen al azar. Pongamos un ejemplo práctico. Los políticos a los que uno vota en las elecciones son los mismos que atraen a las personas que el sujeto aprecia de verdad; normalmente solo unas pocas. En una sociedad tan movediza como la nuestra el círculo de los afectos a una persona no siempre es el mismo. Desde luego, no tiene que coincidir con la parentela. Comprendo que la conclusión sobre la esencia de las relaciones sociales que digo desborda la Sociología al uso. Se acerca más bien a la Psicología, las Letras o las Humanidades.
Debo reconocer que no solo me interesa la Sociología o las Humanidades, sino que me intriga conocer algo más sobre el origen de las costumbres, las instituciones. Concretamente, me parece fascinante averiguar o fantasear sobre la primera vez que se hizo tal cosa. ¿Cómo es posible que se tardara tantos siglos de civilización en utilizar el tenedor, el inodoro o los botones? Son preguntas para una Historia de la vida cotidiana, un libro que me habría gustado escribir y del que solo he avanzado algunos retazos.
El conocimiento sistemático, preciso y acumulable, de las cosas es lo que llamamos ciencia, a diferencia de las meras averiguaciones intuitivas o de sentido común. Aunque hay que convenir en que el conocimiento científico es siempre aproximativo. Cierto es que las ciencias propiamente tales, las físico-naturales, permiten una gran precisión y acumulan muy bien los resultados de las investigaciones. Pero sus conclusiones son siempre provisionales, a la espera de un nuevo empeño que haga subir el nivel de conocimiento. De ahí que parezcan exageradas ciertas expresiones corrientes como “a ciencia cierta” o “Ciencias Exactas”. No digamos “policía científica”. Las ampulosas “Ciencias Sociales”, donde me muevo, son todavía más indeterminadas, pero no dejan de ser saberes sistemáticos; solo así se pueden transmitir con cierta comodidad.
La lógica de la investigación científica se acomoda mejor a la secuencia negativa: “lo que hasta ahora se sabe” no es una definitiva representación de la realidad. Siempre es más lo que se ignora. Nicolás Copérnico (a comienzos del siglo XVI) fue el primero en determinar con cierta precisión que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol. El sentido común había supuesto hasta entonces lo contrario. Todavía decimos que “el Sol sale” o “se pone”. Con todo, Copérnico mantuvo la idea establecida de que las órbitas de los planetas alrededor del Sol dibujaban trayectorias circulares. Pesaba demasiado la idea filosófica tradicional de que el círculo es una figura perfecta. Fue Juan Kepler (a comienzo del siglo XVII) quien demostró que las órbitas de los planetas eran elípticas. Hoy sabemos algo más: que tales elipses pueden ser más o menos alongadas a lo largo del tiempo cronológico. Ese proceso de ir corrigiendo los errores anteriores es el típico de la ciencia.
Ya los antiguos griegos (Eratóstenes, siglo III antes de Cristo) habían averiguado, con una increíble exactitud, la longitud del radio de la Tierra. Sin embargo, ese precioso dato se perdió y, en su lugar, durante siglos circuló la especie de que la esfera de la Tierra era mucho más pequeña. Gracias a ese error, a principios del siglo XVI, Cristóbal Colón de atrevió a la expedición para llegar a las “islas de las especias” (la actual Indonesia) por la ruta occidental. La sorpresa fue que los navegantes castellanos se toparon nada menos que con todo un continente, que se acabó llamando América. Se dijo así por la casualidad de los primeros mapas del nuevo continente, que dibujó con éxito un tal Américo Vespucio. El descubrimiento de América es un buen ejemplo de lo que podríamos llamar la función social de la ignorancia. Gracias a la cual seguimos investigando. Hace 500 años Juan Sebastián Elcano fue el primer hombre en comprobar empíricamente la longitud de la circunferencia de la Tierra. Lo hizo con muy pocos mapas.
Los resultados del conocimiento científico, siempre aproximativos o provisionales, chocan muchas veces contra lo que creemos saber por sentido común. No hace falta remontarnos hasta Copérnico. En nuestra vida corriente es fácil suponer que el cuerpo humano necesita alimentarse, sobre todo para restaurar las energías perdidas en la actividad física. Pero en realidad es la actividad intelectual del cerebro lo que necesita más nutrientes, específicamente lo dulce. De ahí se deriva el reflejo que significa la apetencia de chocolate o refrescos cuando uno tiene que preparar un duro examen, una conferencia o cualquier otro ejercicio mental intenso.
Quizá por esa necesidad de alimentar el insaciable cerebro, el hombre es un animal omnívoro: es capaz de comer de todo lo “edible”. Eso explica que tradicionalmente la especie humana haya sido nómada, y aún hoy existe la apetencia de cambiar continuamente de paisaje, aunque solo sea de modo ocasional. Pero lo más curioso es que, siendo omnívoro, el hombre decide caprichosamente abstenerse de ciertos alimentos según sea la cultura o el país donde resida. Las prohibiciones culturales o religiosas de prescindir de ciertos alimentos se transforman en gustos. No tienen más explicación que la de reafirmar el sentimiento del “nosotros” frente a “ellos”, los foráneos. Es tan fuerte ese impulso que justifica la existencia de miles de lenguas en el mundo con sus correspondientes dialectos y acentos.
Dentro de una cultura o sociedad, se distinguen también los gustos o preferencias que admiten unos u otros ambientes sociales. La explicación es la misma. De esa forma se reafirma la pertenencia a uno u otro grupo o medio social. El hombre es un animal gregario (“donde va Vicente, donde va la gente”). No parece un signo de estupidez, sino más bien de inteligencia.
Lo maravilloso del conocimiento científico es su carácter acumulativo. Cada vez se sabe más o se ignora menos. Isaac Newton (finales del siglo XVIII) decía que sus descubrimientos se debían a haberse apoyado “en los hombros de los gigantes”, es decir, la lectura de los clásicos. Pero no solo Newton, sino el joven Alberto Einstein, a comienzos del siglo XX, consideraban que el universo se componía solo de los puntos luminosos que podían verse en una noche estrellada. Ahora sabemos o intuimos que ese inmenso conjunto se halla más poblado (estrellas, planetas, satélites, asteroides, etc.) y es más extenso de lo que antes se había imaginado. Además, se trata solo de una galaxia, de los muchos millones de ellas que pueblan el conjunto del universo, todavía sin límites conocidos, pues no deja de expandirse. Hoy, incluso, se sospecha que debe de haber muchos universos. Por lo mismo, hasta comienzos del siglo XX se creyó que el átomo era la unidad más pequeña e indivisible de la materia. “Átomo” es una voz griega que significa lo que ya no se puede dividir. Hoy sabemos que el átomo es todo un mundo con un centenar de diminutas partículas en su interior, que se mueven frenéticamente.
Se podría pensar que en esto del progreso científico hemos llegado a un límite, una saturación, que queda poco por averiguar. No es así. Antes bien, continuamente se abren perspectivas nuevas, campos inexplorados que nos avisan de nuestra ignorancia. Por citar un ejemplo trivial. Esta es la fecha en que no sé sabe qué material sintético podría ser equivalente y tan eficaz como la corteza de la naranja o la cáscara del huevo. Su modesta misión es la de conservar a la temperatura ambiente lo que se contiene en su interior.
La tarea del conocimiento científico (en su más amplio sentido; incluye las Humanidades) se hace cuesta arriba porque el estudiante necesita aprender continuos neologismos. Se corresponden con nuevas realidades o perspectivas. Muchos de tales términos nuevos se forman con raíces griegas o latinas. A veces se mezclan las dos, como en “Sociología” (socius y logos). Los neologismos a partir del latín o el griego permiten acuñar términos con una significación precisa y un reconocimiento general.
La lógica negativa o a la contra del conocimiento científico se encuentra en muchos campos; por ejemplo, el Derecho Penal. Ante un proceso penal (escena repetida en tantas películas), el fiscal acusa de un delito al reo, quien en principio es inocente. El abogado defensor trata de demostrar que el fiscal no tiene razón, que el acusado no es culpable o no lo es tanto. El juez (con o sin el jurado) determina si el acusado, que parte como inocente, aparece ahora como culpable o resulta exonerado de la culpa. En el Derecho anglicano la lógica queda más clara: el acusado resulta sentenciado como culpable o no culpable, puesto que la inocencia no cabe demostrarla. Una vez más, como en la investigación científica, lo que cuenta no es tanto llegar a la verdad como ir descartando errores.
El carácter negativo del proceso de conocimiento se puede ver mejor en un relato policiaco. El astuto detective llega a la resolución del caso después de algunos errores iniciales que comete porque le parecen apreciaciones de sentido común. El lector o el espectador goza con tal empeño.
Cuesta mucho hacerse cargo de esa lógica negativa del razonamiento científico. Se hace dificultoso determinar que “A es la causa de B”. En cambio, cabe aproximarse mejor a la verdad a través del razonamiento indirecto y pausado: “C no es la causa de B”. La resistencia a aceptar la bondad de la lógica negativa es una consecuencia malhadada de la polisemia. Resulta más familiar la serie de ideas afines rechazables que destapa el adjetivo “negativo”: rechazo, repulsa, prohibición, condena, obstáculo, insuficiencia, privación. El converso puede ser visto también como renegado.
No deben contraponerse radicalmente las “ciencias” con las “letras”. Ambas materias son facetas de la misma operación: persiguen el conocimiento. Cabe retocar un poco la famosa frase de José Ortega y Gasset: “O se hace literatura, o se hace ciencia, o se calla uno”. Pero en España se habla demasiado.
No debe confundirse la búsqueda del conocimiento, asunto recatado, con su contrario: la avidez de reconocimiento por parte del prójimo. No hace falta llegar a la condición de la fama, que puede venir con el éxito en cualquier terreno, incluido el hacerse rico. Reconozcamos que ese es el verdadero objetivo de la mayor parte de los empeños humanos.
En resumen, la lógica del conocimiento consiste en comprobar que las cosas no son como parecen o como mucha gente supone. Esa es la esencia del argumento de muchas novelas o películas de misterio. Es indudable su atractivo. Por lo mismo, la gracia que produce un chiste o un juego de manos es porque también se cumple la sorpresa de que “no es lo que parece”. Puede que ese sea también el atractivo de las apuestas.
En la cultura española el proceso de conocimiento es sobremanera ambiguo. En el habla cotidiana la expresión se conoce que” equivale a suponer que el sujeto no está muy seguro de lo que sigue. Por lo mismo, el adverbio “seguramente” acompaña a un enunciado que no parece muy cierto. En su acepción popular “un conocimiento” es una persona con la que uno trata, si bien de un modo superficial, sin llegar a la categoría de amigo o pariente. En el lenguaje coloquial se designa como “sabelotodo” al que presume de conocer muchas cosas sin fundamento. Se suele aplicar especialmente a una mujer, lo que hace a la calificación doblemente despreciativa, según los usos machistas tradicionales. La versión catalana es setciències (literalmente “siete ciencias”; se supone que el trívium y el quadrívium de la Escolástica).
La cualidad suprema que distingue a la persona que persigue verdaderamente el conocimiento es la curiosidad. Una vez más funciona la polisemia, y de una manera insolente. El primer significado que da el diccionario de “curiosidad” es el “deseo de saber o averiguar alguien lo que no le concierne”. Esa es la significación tradicional y vulgar. Ahora funciona otro sentido, que es casi el opuesto: “Deseo de saber o adquirir conocimientos”, que se suponen interesantes o útiles. Podemos enmendar aún más el diccionario; cosa viva, por cierto. La curiosidad quedaría entonces como la virtud que desata la avidez de conocimientos, especialmente los profesionales o científicos.
No tiene mucha utilidad la “ciencia infusa”, la que proviene de una supuesta intervención misteriosa. De tejas abajo, el menester científico se aprovecha de la virtud de la curiosidad, alimentada por el esfuerzo sostenido, el entrenamiento y la ambición del triunfo; justamente como en el deporte como ejercicio.
El esfuerzo sostenido es más bien un talante en la vida por el que el sujeto aprende a posponer las satisfacciones hasta haber cumplido las tareas que exige cada momento. Equivale a destacar las obligaciones junto a los derechos. Es el proceso típico por el que un niño que juega se transforma poco a poco en el joven que aprende y que luego se incorpora al trabajo remunerado. Por eso es claro lo que ocurre en la edad “adolescente”, que en latín es tanto como decir que crece. Bien es verdad que algunos desgraciados no “crecen”; por ejemplo los drogadictos.
El esfuerzo sistemático (no solo en el deporte) compensa porque al final se descubren otros paisajes, nuevos amigos, incitantes ocupaciones. Decían los antiguos romanos per áspera ad astra (por las asperezas del viaje hasta llegar a las estrellas). Podría ser el lema de los astronautas, tan curiosos como esforzados.
Lo malo del modelo deportivo de la vida es que se trata de un juego en el que normalmente uno (o su equipo) gana y otro pierde. Un esquema así está pensado para que produzca placer, tanto a los jugadores como a los espectadores; y además permite las apuestas. Pero en la vida hay otro tipo de situaciones, en las que, enfrentadas dos voluntades, ambas pueden perder o ganar algo. Es decir, ya no son propiamente juegos, sino empresas, proyectos matrimoniales, investigaciones científicas, creaciones artísticas, acciones solidarias y muchas más. Ahí es donde encuentra todo su sentido este testamento literario, que quizá ha resultado algo desmesurado y bastante desordenado, pero no por ello falto de interés; espero. Quédense al menos los oyentes o lectores con mi querencia por las conjunciones adversativas, a las que tanto cariño profeso.
 Ahora se comprenderá el auténtico significado que me gustaría dar a este raro documento testamentario. Debe servir como incitación para que alguien se sienta dispuesto a continuar la tarea donde yo la dejé. La verdad, creo que he vivido más de lo que se podría esperar razonablemente, no solo en años sino en experiencia. Por eso es el momento de cerrar esta última leccioncilla. Como queda expuesto, son varios los campos que apenas he empezado a roturar, pero esperan la continuación de animosas cuadrillas de trabajadores de la inteligencia. En todo caso, estas páginas bien pueden valer como despedida y añoranza. Se podría podrían archivar con el recuerdo de un título clásico, “Adiós a las armas”, o mejor, adaptándolo al caso: A Farewell to Letters.


Instituto San Mateo (Madrid) 13 de noviembre, 2019
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