Esta va a
ser, de momento, mi última lección en términos de probabilidad. Se titula
“testamento literario” para indicar su propósito de ser un documento personal,
íntimo, que podría servir como recuerdo. Así pues, voy a hablar de mí mismo por
la potísima razón de que soy la persona que tengo más cerca. Contradigo el gran
sesgo de la mayor parte los sociólogos, cuando prescinden en sus análisis de
las referencias a ellos mismos. No será la única vez que me rebele contra los
prejuicios de mi gremio.
“Testamento”
y “literario” son dos palabras bastante difusas; detrás de cada una de ellas
hay todo un mundo, por lo menos mi pequeño mundo, lo que yo soy. Voy a ver si
las disecciono con alguna delectación.
Anticipo que
una de las virtudes de la lengua es la polisemia. Esto es, muchas voces,
especialmente los sustantivos, pueden significar varias cosas a la vez; por lo
general no son sentidos dispares, sino emparentados. Esa propiedad hace más
económico el aprendizaje y el cultivo de la lengua. Al menos permite al
estudiante retener muchas menos palabras de las que se precisarían si cada una
de ellas tuviera un solo significado. Además, la polisemia facilita el juego, el
matiz y la poesía del lenguaje. Añádase el gozo de la lectura, que es la
conversación con interlocutores ausentes, sea con el autor o con sus personajes
de ficción.
El testamento
es propiamente una idea jurídica, aunque muy corriente. Es la que corresponde a
los últimos escritos de una persona anciana cuando, al final de la jornada,
declara sus bienes para que los disfruten sus herederos. Por analogía, para un
escritor, artista o científico, sus bienes son sus obras y las heredan
propiamente los que van a disfrutar de ellas. Cabe que me arrime a otra versión
analógica de “testamento”. De acuerdo con el diccionario es “la manifestación
escrita, destinada a la posteridad, que una persona hace de su pensamiento”. Preciso
que su pensamiento puede ser simplemente su experiencia. También se llama al
testamento la “última voluntad” con la intención de que sea respetada. Una
versión menos comprometida, a la que me acojo en esta ocasión, sería la del
testamento como un texto para dejar memoria de uno a los contemporáneos
cercanos. De esa forma pueden formarse una opinión precisa y duradera del redactor.
Toda la vida
he sido alumno (del latín “el que es amamantado”) o maestro (del latín algo
así como “superior, encumbrado, excelente”). Si bien se mira, alumno y maestro
vienen a ser algo parecido, pues el profesor auténtico es el que siempre está
aprendiendo, y no tanto por obligación como por devoción. Tan persistente ha
sido ese doble papel en mi vida que uno de los sueños nocturnos, que siempre me
han asaltado obsesivamente, ha sido la llamada “pesadilla de examen”. Me
encuentro angustiado ante la dificultad de contestar a las preguntas que me
hace un vago tribunal académico. El asunto no es nada original; los
psicoanalistas hablan de él. En mi caso la recurrente pesadilla se explica
quizá por la constante zozobra que siempre me ha acompañado como estudiante. Venía
obligado a sacar buenas notas para que pudiera renovar la beca, sin la cual no
habría podido seguir estudiando. Así que poco mérito han supuesto mis
matrículas de honor.
El alumno se hizo profesor, cuya tarea
específica consiste en impartir lecciones. En las primeras universidades
se decía “lección” porque el profesor (del latín “el que habla”) disertaba
sobre un manuscrito, mientras los escolares trataban de retener el discurso en
la memoria. El término “superior” indica literalmente, como en latín, “que está
a mayor altura”. Por analogía, también del latín se dice “de más calidad o
importancia, de más alto rango, preponderancia o autoridad”. Siempre se ha
entendido que el “superior” (maestro, sacerdote, juez, comisario de policía,
alto cargo político, etc.) habla desde un lugar ligeramente más elevado, sea
tarima, presbiterio, estrado, púlpito o podio. Vale cualquier otra plataforma
destacada, aunque solo sea simbólicamente. Quizá por eso se supone que la
palabra que llega desde “lo alto” se encuentra más autorizada. De forma
eminente en la tradición cristiana, “lo alto” es tanto como el Cielo o la
Divinidad (Gloria in excelsis Deo). En vascuence “Dios” se dice “Jaungoikoa”
(Señor de lo Alto).
Jubilado
como catedrático (del griego, “el que está sentado”) de la Universidad, procuro
que las conferencias que voy dando tengan el respaldo de un original escrito.
Como es natural, el texto no lo leo, pero los oyentes pueden disponer de una
versión escrita más auténtica. Recuérdese que las palabras se las lleva el
viento, mientras que los escritos permanecen. El número de oyentes se puede
multiplicar generosamente gracias al texto impreso o grabado.
Aun así, no
hay estímulo mejor para aprender y disfrutar que el seguir de modo presencial
la intervención de un maestro, un conferenciante. Vale todo el que tenga algo
que decir desde lo alto de un estrado más o menos simbólico. Ni siquiera la
percepción de un vídeo o similar se acerca a la cantidad y calidad de
información que se recibe con la asistencia personal a una “lección”. De ahí
que la enseñanza on line nunca podrá superar la capacidad de transmisión
que poseen las clases presenciales. Lo más interesante de la vida es conocer
personalmente a otros individuos, tratarlos. La mayor parte de las
conversaciones corrientes tienen por objeto referirse a otras personas que
conocen los interlocutores. Al encontrarse con una persona, uno le da la mano.
Quiere decir que va sin armas.
Se podría
pensar que hoy, con la internet, Google y todos lo demás archiperres
electrónicos, ya no se necesitan los maestros, los escritores. Nada de eso. El
complejo “internético” nos transmite de forma instantánea una fabulosa cantidad
de datos, hechos, imágenes. Sin embargo, no es capaz de competir con la magna
capacidad de asociar ideas, enlazar razonamientos, que puede comunicar un
profesor en sus clases o a través de sus escritos.
En los últimos cursos de mi bachillerato, las
conferencias que nos daban algunos antiguos alumnos en el colegio me
despertaron una gran curiosidad. Me gustaría replicar tal experiencia, setenta
años después, ahora como docente in pártibus ante una audiencia más o
menos interesada.
Además de
mis tareas discentes como profesor, después de haberme empapado de la
Sociología en la Universidad de Columbia (Nueva York), di en la aventura
intelectual de hacer encuestas. Las empecé a levantar a través de una
empresa privada y en seguida en un despacho profesional. Era una novísima vía
de entender la sociedad a través de porcentajes y otros índices numéricos. Debo
recordar que en mis primeros años de estudiante y profesional los porcentajes
se calculaban manualmente con regla de cálculo. Esa labor agobiante se completó
poco después con la facilidad de los primeros ordenadores, que por entonces se
llamaban sin ironía “cerebros electrónicos”. Seguramente fui el primer español,
del ramo de Letras, que utilizó esos cachivaches para la tesis doctoral.
Parecería
ahora una dedicación rutinaria, pero hace más de medio siglo en España constituía
una provocación abrir un despacho con este rótulo en la puerta: “Amando de
Miguel, sociólogo”. Ni siquiera existía tal profesión. Tanto fue así que, al
tener que declarar el trabajo a efectos fiscales, la Hacienda no había previsto
la existencia de la actividad de “sociólogo”. De momento, ante mi solicitud, la
incluyeron en una casilla residual donde se hallaban los magos y
prestidigitadores, entre otras especies. Fui el primer español en disfrutar fiscalmente
de tal amena compañía.
La
iniciativa de montar un despacho de Sociología no fue solo por un cierto talante
innovador, con el correspondiente riesgo. Antes de partir como estudiante para
los Estados Unidos había empezado yo a dar clases en la Universidad como
“ayudante” (sin sueldo). A mi vuelta, después de tres años en la Columbia y en
lo que luego se llamó Silicon Valley (Stanford, California), no encontré
acomodo en mi alma máter. Me refiero a la Universidad o madre nutricia
que fuera la Complutense. Ya se sabe: “el que fue a Sevilla perdió su silla”. Se me había olvidado el peso que tienen las
envidias en nuestro país. Así que me vi impelido a buscarme la vida por mi
cuenta. Este es un pequeño consejo de mi testamento: cuando uno no encuentra
fácilmente un trabajo, se lo inventa. Claro está que para salir airoso de esa
jugada hay que tener suerte. Pero la suerte no es más que el conjunto de
factores cuyo influjo no conocemos.
Aprendí a
“hacer encuestas” de la mano de mi maestro Juan J. Linz, el español más
influyente en el mundo dentro del ramo de la Sociología y la Ciencia Política. La
Providencia quiso que Linz viniera a España el año en que yo concluía la
carrera. Me topé con él en una conferencia que dio a los alumnos de la Escuela
de Organización Industrial, donde yo seguía un curso de postgrado. Años
después, ya por mi cuenta, di con el oficio de divulgar los resultados de las
investigaciones sociológicas a través de los medios de comunicación clásicos y
por último la prensa digital. Luego se estiló la norma caprichosa de los 140
caracteres para los textos “tuiteros”. Pues bien, yo he publicado 130 libros
(de Sociología, ensayos y novelas) y varios miles de artículos periodísticos a
lo largo de más de medio siglo. Añádase los manuscritos de media docena de
libros inéditos ¿Cuál ha sido el secreto de tal incontinente producción de
letra impresa? Es una suerte de “reflejo condicionado”, que dicen los
psicólogos. Al dedicarme a escribir cualquier texto me pongo a leer, y de esa
forma en seguida me vienen las ideas a la mente y de ahí a los dedos. Reconozco
una facilidad que el buen Dios me ha dado: la de escribir con una cierta
soltura, así como la de interpretar tablas estadísticas. Aunque todo puede ser
una simple cuestión de práctica, como sucede en cualquier oficio o deporte.
Ahora son
miles de sociólogos los que medran en España y cientos los que, sin ni siquiera
haber estudiado Sociología, levantan encuestas. Las más conocidas son las
electorales. Se observará que en todas ellas se sigue una práctica que yo
rechacé hace tiempo: dar los porcentajes con un decimal. Se trata de una falsa
precisión, pues el error estadístico de muestreo supera siempre el uno por
ciento. En cuyo caso el decimal (y no digamos los dos decimales) carece de
sentido; solo sirve para impresionar al público. Realmente, el porcentaje entero
de las encuestas es el valor medio de un pequeño intervalo.
Por una u otra vía, la operación que me ha
ocupado más tiempo profesional ha sido la de leer y escribir. Por ese
lado me siento una especie de humanista hodierno. Vuelvo la vista atrás y calculo
que las operaciones de leer y escribir (que van siempre juntas) las he
desplegado prácticamente todas las jornadas de mi vida. Solo se exceptúan los
días dedicados a viajar o de cuidado personal o doméstico. Una dedicación tan
intensa me ha llevado a interesarme cada vez más por la forma y el estilo de la
escritura para que pueda llegar a muchos lectores educados. Una manifestación
de tal disciplina es que me he marcado una estricta norma de redacción: las
frases entre punto y punto no deben sobrepasar las 30 palabras. No siempre la
he cumplido, pero siempre me obliga. Los lectores la agradecen.
Ya de paso, daré
otro consejo práctico a quien quiera dedicarse a escribir, aunque solo sea como
complemento de otras tareas principales. La mejor forma de superar la angustia
de la “pantalla en blanco” del ordenador, que se ofrece a quien va a
rellenarla, consiste en escribir el título. Parece una tontería, pero sin un
título provisional no hay forma de que salga un texto cualquiera. Es un truco
que yo he practicado miles de veces; la última para este “testamento
literario”. Solo al final, con la faena acabada, a veces se podrá mejorarla con
un título definitivo. Pero la primera intuición es la que cuenta.
He de recordar que el hombre es el mamífero
más longevo, pero la actividad de leer y escribir amplía todavía más la vida de
una manera simbólica. El mismo efecto se obtiene viajando y ahora
relacionándome con los demás, bien personalmente o a través de las comunicaciones
telefónicas o telemáticas. De tal forma
que muchos contemporáneos no solo viven más años que sus antepasados, sino que
ese tiempo aparece mucho más lleno de intercambios y experiencias.
El hombre no
es animal privilegiado porque esté facultado de inteligencia, sino porque la
amplía al cultivarla, acumularla y transmitirla. Con un ánimo crítico, se
podría pensar que es muy escaso el volumen de inteligencia que existe en una
sociedad dada. Nada de eso. Antes bien, es considerable la cantidad de
inteligencia que se derrocha para perpetrar acciones delictivas u otras que
perjudican a la población o al sujeto mismo. Sin llegar a tanto, también se
puede despilfarrar la inteligencia en actividades estúpidas; por ejemplo,
embadurnar las tapias con grafitos. No alcanzan más dignidad si los llamamos
“grafitis”.
He tenido la
suerte de residir casi toda mi vida en España, uno de los países que ha
experimentado más transformaciones económicas y sociales durante el último
siglo. Digamos que un medio así constituye el sueño para un sociólogo, el que
estudia la sociedad. También es verdad que me he sentido muchas veces
insatisfecho con la política de mi país. No es tanto que en uno u otro momento
me haya considerado de izquierdas o de derechas, sino que mi posición
recurrente y obstinada ha sido la de encontrarme casi siempre en frente de los
que mandan. Reconozco que no es nada cómoda, aunque en el fondo tenga su aquel.
Cavilo que,
a lo largo de muchos años, me he sentido más bien un rebelde contumaz.
La prueba está en que, no siendo yo un revolucionario o un activista, algunos
de mis escritos fueron censurados en los tiempos de los amenes del franquismo.
También lo han sido después, y de forma más sutil, en la etapa de la sedicente
“transición democrática”, los últimos 40 años. Quizá se comprenda así mejor el
carácter coyuntural de ese difuso término de “transición”. Los episodios de
censura que han caído sobre mis modestos escritos me han servido para calibrar
la verdadera naturaleza del auténtico poder político, de los que mandan. Al
final, las aparatosas instituciones con altisonantes acrónimos se reducen
humildemente a las entrañas y los tuétanos de personas con nombres y apellidos.
No importa tanto que sean de izquierdas o de derechas. Es decir, lo que de
verdad explica la vida social es la herencia y la personalidad, una afirmación
que puede parecer herética a mis colegas de la Sociología.
Permítaseme
un curioso inciso. No existe ningún criterio objetivo para determinar la
izquierda y la derecha. En el espacio no hay derecha o izquierda, ni arriba o
abajo. Son nociones imprescindibles, pero solo se pueden determinar con
relación al cuerpo humano o su posición sobre la Tierra. Simplemente,
“izquierda” es la parte donde se aloja el corazón; “arriba” es lo que se
encuentra sobre la cabeza o más lejos del centro de la Tierra. Por eso se dijo
que “el hombre es la medida de todas las cosas” (Protágoras, hace más de 25
siglos). Después de todo, el metro, la vara o la yarda no son más que aproximaciones
de la longitud del paso humano. Un codo es la mitad de una vara. Una pulgada es
la longitud de la falange del dedo gordo de la mano (con el que se mataban las
pulgas). Un pie equivale a doce pulgadas.
Continúo con
mi retrospectiva. A partir de los años 60 del pasado siglo, al tiempo que
empezaba a escribir libros y publicar artículos en los periódicos, sufrí varios
episodios de represión política. Incluso, por esa razón, permanecí confinado en
un hostal y di con mis huesos en la cárcel. Fue una experiencia inolvidable,
aunque tampoco es que tenga mayor mérito. Fue una consecuencia natural de mi
trabajo.
Que conste
que no me han faltado ocasiones de desempeñar ciertas posiciones de poder
(modestas, desde luego), pero las he desechado de forma contumaz. No sabría
decir por qué. Contemplo a veces con estupefacción y un punto de envidia la
conducta de algunos de mis colegas. Los cuales, a pesar de los vaivenes
políticos, han seguido el camino inverso y se han alojado siempre con los que
mandan. No me atrevería a concluir que mi postura ha sido la correcta. Puede
que obedezca a un factor de personalidad que no logro identificar. Es algo así
como un extraño gusto por llevar la contraria o no estar conforme con lo que se
estila. Aun así, no creo haber llegado a la categoría plena de rebelde.
Prefiero pasar por inconformista.
La actitud
de inconformismo hacia el poder político ha sido poca cosa en comparación con
la que desplegado respecto al “establecimiento académico”. Me refiero al modo
de hacer o entender la Sociología. Enfrentado al primer rito de paso que fuera
la tesis doctoral, hacia 1960, me olvidé de lo que entonces se estilaba. Era una
especie de Filosofía o Historia de las ideas. Así que animosamente me decidí
por la Sociología empírica, que entonces no se estudiaba en España y que empecé
a cultivar junto a mi maestro Juan J. Linz. Algunos lustros después, junto a la
práctica de la Sociología empírica, di en componer una suerte de Sociología
cualitativa basándome en la lectura sistemática de textos literarios. Me centré
en novelas españolas, en textos autobiográficos o en artículos de las revistas
intelectuales norteamericanas. El nuevo tipo de análisis se nota en el estilo,
con profusión de cláusulas adversativas. Se derivan de la noción de mi maestro
Robert K. Merton entre “funciones manifiestas” y “funciones latentes”. Es
decir, la observación atenta de la realidad social descubre que “no todo es lo
que parece”; por debajo de lo que se expresa, está lo que se siente. Para ese
nuevo enfoque cuenta mucho el dato biográfico, incluso el autobiográfico, que
es lo que con toda intención se desliza en este texto.
Valga la
referencia a lo tardío y decisivo que fue en la pintura el género del retrato y
más aún del autorretrato. Dícese que el primer autorretrato fue el de Durero en
1498. Tal descubrimiento fue un rasgo del carácter humanista que dio sentido a
la Edad Moderna. Al final, en la modesta evolución personal que digo, se
encuentra el redescubrimiento de los factores de personalidad y herencia, que
se superponen a los de estructura. En cuyo caso la Sociología se acaba
disolviendo en el saber tradicional de las Letras. De ahí mi creciente interés
por las cuestiones lingüísticas, como se puede deducir por este texto. Me pesa
no haber estudiado Filología, entre otras dedicaciones posibles (Arquitectura,
Psicología, Bellas Artes). Es un error creer que solo se puede tener
inclinación por una carrera, una salida profesional.
A estas
alturas de mi vida me planteo un enigma de difícil averiguación. Cómo es que,
sin haber sido yo un radical o un revolucionario, he ido incubando una especie
de complejo del apache Gerónimo o de miembros de la Liga de los Proscritos. El
dato objetivo es que me han expulsado de muchos medios de comunicación donde
había empezado a colaborar. Puedo citar: El País, ABC, El Periódico de
Cataluña, Antena 3 de radio, Radio Nacional de España, COPE, Onda cero y
algunos más de cuyos nombres no quiero acordarme.
Aun siendo profesor numerario, me vi forzado un día a
abandonar la Universidad de Barcelona. En ella prestaba mis servicios como
vicedecano de la Facultad de Ciencias Económicas con sincera dedicación y
entusiasmo. Simbólicamente, en 1981, al tiempo de unas elecciones
universitarias, en el Rectorado de la Universidad de Barcelona se desplegó este
cartel a lo largo de toda la fachada: “Amando, go home”. Hice caso a la
sugerencia y me trasladé por concurso a la Complutense, pasando antes un curso
como profesor visitante en la Universidad de Florida. Era un episodio más de
una larga sucesión de sobresaltos y vicisitudes (whereabouts). Por si
fuera poco, tendría que incluir en esa serie las sucesivas rupturas con
parientes y cónyuges, pero eso interesa menos.
Paradójicamente, los avatares reseñados me han espoleado
siempre a añadir las tareas de articulista, tertuliano o escritor al oficio
principal de profesor e investigador. Ahora que mi vida se ha asentado un poco
(más por viejo que por sabio), ha llegado el momento de desplegar un talante
rememorativo. Bien es verdad que trato de buscar una explicación de mí mismo
más que una justificación.
Pero decía
que mi testamento adhiere la calificación de literario. Además de la
polisemia del sustantivo “testamento”, se añade todavía más significados cuando
lo escolta un adjetivo. En este caso, podría haber dicho que se trata de un testamento
espiritual o intelectual, pero tales calificaciones me suenan un tanto
presuntuosas. Queda más auténtico decir que esta especie de testamente tiene
carácter “literario”; otra voz que, a su vez, por fortuna, admite una generosa
polisemia.
Empieza así
el Evangelio de San Juan: “In principio erat Verbum”. Nada menos que
Dios, el creador de todo, se asocia al verbo, la palabra; en griego “logos”, en
español podríamos decir “pensamiento”. Los hombres debieron de empezar a
expresar sus pensamientos con sonidos articulados o palabras hace unos 50.000
años, por poner una fecha cómoda. Fue la primera gran revolución que hizo
posible la cultura. Hace menos de 10.000 años se diseñó la escritura alfabética,
otro gigantesco avance. Combinando una treintena de signos o letras se podría
escribir y, por tanto, transmitir a los futuros lectores todos los posibles
sonidos del aparato fonador de los humanos. Hace algo más de 500 años se
difundió la imprenta, y hace medio siglo apareció la internet.
En el mundo
circulan hoy unas seis mil lenguas, pero muchas no han llegado a la fase de la
escritura. De las que se escriben, no pasarán del medio centenar las que han
conseguido producir obras literarias dignas de ser traducidas. De ellas, no
llegan a la docena las lenguas que se aprenden masivamente por las personas
educadas que no las tienen como lengua familiar. Digamos que el español o
castellano es una de las pocas que se alojan en ese privilegiado estrato. Es el
capital más valioso que tenemos los españoles. En Cataluña las autoridades no
lo cuidan; ellas sabrán por qué.
Hace unos
mil años se difundió por Europa la serie de los diez dígitos, incluyendo el
cero (ausencia de cantidad). Este dispositivo permitió el lenguaje matemático y
el afianzamiento de la ciencia en sentido estricto. Es claro que con los
números romanos pocas operaciones se podían hacer. El número cero provino de la
India a través de los musulmanes y se conoció como novedad en la Escuela de
Toledo. El primer pergamino de Occidente con el número cero se encuentra en la
Biblioteca de El Escorial; es del año 1000. Sin embargo, en España la ciencia
no medró.
No se debe
mostrar resistencia a los números cuando el estudiante se ve clasificado como
de Letras. Las cantidades y expresiones numéricas no son más que ideas
comprimidas, con las cuales se pueden establecer fórmulas (ahora se dice
“algoritmos”) y expresiones matemáticas. Constituyen la base de la ciencia.
Aparte de
las propiedades matemáticas de las cantidades numéricas, se pueden señalar
ciertas constantes sociales, imprecisas pero curiosas. Por ejemplo, el conjunto
de unos 12 elementos se encuentra en las doce tribus de Israel y en el Colegio
Apostólico de Jesucristo. Es también el tamaño aproximado de un pelotón del
Ejército o el de los directivos de una gran empresa. El conjunto de unas cien o
ciento cincuenta personas se asigna a muchas aldeas en distintas
civilizaciones, a una orquesta sinfónica, a una compañía militar. El sociólogo
Jorge Simmel advirtió hace un siglo que un secreto se mantiene si lo comparten
dos personas, pero deja de serlo cuando lo conoce una tercera. La triada, el
trío, la trinidad, la trimurti, la trilogía son conjuntos simbólicos con un
gran peso cultural. En las controversias es sobremanera eficaz el argumento que
“se basa en tres razones”. En la redacción de un texto cualquiera suele ser elegante
el recurso de colocar tres sinónimos seguidos (adjetivos o sustantivos), siempre
que no se abuse mucho de tal efecto. Son innúmeras las obras literarias,
musicales y pictóricas en las que se destacan tres elementos. Hay también algo
físico: los tres colores fundamentales. Más cabalístico es aún otro número
primo, el siete, ya desde la Biblia, pero eso me llevaría muy lejos en un texto
ya tan laberíntico.
La fatigosa
y estimulante operación de vivir para un humano consiste en saber cómo se
desenvuelven otras personas cercanas. Puede ser una cercanía real, y de ahí las
experiencias, vicisitudes y avatares de mucha gente; desde luego de las mías,
que tampoco son una excepción. Como queda dicho, el contenido de las
conversaciones corrientes se concreta en dar cuenta de las peripecias de otras
personas que conocen los interlocutores. A ello se reduce también la sustancia
de muchos programas de la radio o la tele, sean de índole política, deportiva o
del corazón. Pero hay otra forma más elaborada de adentrarse en la vida de
otras personas, en este caso cercanas a través de la cultura. Consiste en
chapuzarse en las obras literarias o cinematográficas consideradas como más interesantes.
Cuando son clásicas o de renombre constituyen un excelente análisis de las
pasiones, debilidades y grandezas de la humanidad, lo que constituye los
arquetipos.
De mí puedo
decir que he dedicado mucho tiempo a la lectura de novelas. Preciso,
novelas españolas de lo que se ha llamado la “edad de plata”. Ha sido mi
particular versión de la malhadada “memoria histórica” decretada por la política
de izquierdas en España. Operativamente, sitúo los límites de la historia entre
1875 y 1936. Representa una época de agudos conflictos y de violencia extrema,
pero enormemente creadora. Se recordará que el único premio Nobel científico
que ha tenido España, Santiago Ramón y Cajal, es un producto de esa época. La
cual abarca dos generaciones, el suficiente para comprender una verdadera
“historia” en los distintos sentidos del término. La generación es una unidad
temporal básica, unos 30 años, esto es, la distancia media que separa la edad
de los padres de la de los hijos. La unidad “generación” resulta muy útil para
entender la secuencia cronológica de muchos acontecimientos. Es otra
consecuencia del principio del “hombre como medida de todas las cosas”.
Sobre el
asunto de las novelas españolas de la “edad de plata” he dedicado algunos
libros. Me queda otro más laborioso por concluir, que será una de mis obras
póstumas. Me veo sin tiempo para concluir la tarea, bien que placentera. De
momento, he tenido que embaularme algunos cientos de novelas de la época dicha,
algunas dos o más veces. La novela es a la literatura como el retrato es a la
pintura. Ambos géneros constituyen una inagotable fuente de información para
entender la sociedad en que aparecen.
Para lograr
una vida plena no solo se requiere deleitarse con las obras literarias
(incluidas desde hace tiempo las cinematográficas); es preciso adentrarse
también en los libros de Historia. Algunos saberes sobre el hombre se basan en
la anamnesis, una voz griega que significa reminiscencia, reconstrucción
de los recuerdos. Por ejemplo, al tratamiento de ciertas enfermedades le viene
bien que el médico explore los antecedentes mórbidos de los familiares del
paciente. Por desgracia, muchos médicos se abstienen de tal práctica, ya que suelen
cobrar por número de consultas, no por la duración de cada una de ellas. De
modo más amplio, resulta muy útil la lectura de la Historia con el ánimo de
entender mejor la sociedad en la que uno vive y, en definitiva, la naturaleza
humana.
La Historia
que me interesa no es tanto la de las grandes hazañas, la que se considera una
asignatura. Las novelas son también “historias”, al igual que las memorias y
todo tipo de relatos autobiográficos por parte de personas que tienen algo que
decir. Yo he escrito algunos ensayos con tales materiales. Aunque estoy seguro
de que no me dará tiempo a analizar todo el material que he ido acumulando
sobre el particular.
Puede
parecer poco científico el intento de comprender la naturaleza humana a través
de casos individuales, pero así es como ha progresado la Medicina y otros
muchos saberes. La persona más cercana que tiene el observador es él mismo. Los
antiguos griegos repetían un aforismo que se encuentra grabado, por ejemplo, en
el templo de Apolo de Delfos: Gnothi seautón (conócete a ti mismo). Es
una operación tan ardua como satisfactoria.
Después de
tantas investigaciones sociológicas, debería ser capaz de sintetizar mi particular
visión sobre el fundamento de la sociedad. A primera vista parece una
intrincada floresta de especies muy variadas. Cada uno de los miembros de tal
conjunto (personas, grupos, instituciones) parece ser de su padre y de su
madre. Sin embargo, es posible alcanzar un cierto orden en el aparente
revoltijo de formas de pensar o de relacionarse que tienen los humanos. La
generalización es bien sencilla. Se parte de una distinción fundamental: unas
pocas personas merecen que el sujeto les tenga amor, afecto o simpatía. Todas
las demás resultan más bien indiferentes. Incluso algunas personas podrían
pasar por antipáticas o incluso se perciben como hostiles u odiosas. Las
actitudes y conductas de una persona son las que resultan consonantes con el
círculo de los otros individuos, a los que dispensa afecto y normalmente se lo
devuelven. También puede verse la dependencia en la otra dirección. El círculo
inmediato de las personas que a uno le resultan simpáticas son las que se
distinguen por las actitudes y conductas que considera interesantes.
La elección
que digo puede ser solo latente o intuitiva, no pensada, pero existe. El
resultado es que las relaciones sociales, los afectos y desafectos en sus
distintos grados no se producen al azar. Pongamos un ejemplo práctico. Los
políticos a los que uno vota en las elecciones son los mismos que atraen a las
personas que el sujeto aprecia de verdad; normalmente solo unas pocas. En una
sociedad tan movediza como la nuestra el círculo de los afectos a una persona
no siempre es el mismo. Desde luego, no tiene que coincidir con la parentela.
Comprendo que la conclusión sobre la esencia de las relaciones sociales que
digo desborda la Sociología al uso. Se acerca más bien a la Psicología, las
Letras o las Humanidades.
Debo
reconocer que no solo me interesa la Sociología o las Humanidades, sino que me
intriga conocer algo más sobre el origen de las costumbres, las instituciones. Concretamente,
me parece fascinante averiguar o fantasear sobre la primera vez que se hizo tal
cosa. ¿Cómo es posible que se tardara tantos siglos de civilización en utilizar
el tenedor, el inodoro o los botones? Son preguntas para una Historia de la
vida cotidiana, un libro que me habría gustado escribir y del que solo he
avanzado algunos retazos.
El
conocimiento sistemático, preciso y acumulable, de las cosas es lo que llamamos
ciencia, a diferencia de las meras averiguaciones intuitivas o de
sentido común. Aunque hay que convenir en que el conocimiento científico es
siempre aproximativo. Cierto es que las ciencias propiamente tales, las
físico-naturales, permiten una gran precisión y acumulan muy bien los
resultados de las investigaciones. Pero sus conclusiones son siempre
provisionales, a la espera de un nuevo empeño que haga subir el nivel de
conocimiento. De ahí que parezcan exageradas ciertas expresiones corrientes
como “a ciencia cierta” o “Ciencias Exactas”. No digamos “policía científica”.
Las ampulosas “Ciencias Sociales”, donde me muevo, son todavía más
indeterminadas, pero no dejan de ser saberes sistemáticos; solo así se pueden
transmitir con cierta comodidad.
La lógica de
la investigación científica se acomoda mejor a la secuencia negativa: “lo que
hasta ahora se sabe” no es una definitiva representación de la realidad.
Siempre es más lo que se ignora. Nicolás Copérnico (a comienzos del siglo XVI)
fue el primero en determinar con cierta precisión que era la Tierra la que
giraba alrededor del Sol. El sentido común había supuesto hasta entonces lo
contrario. Todavía decimos que “el Sol sale” o “se pone”. Con todo, Copérnico
mantuvo la idea establecida de que las órbitas de los planetas alrededor del
Sol dibujaban trayectorias circulares. Pesaba demasiado la idea filosófica
tradicional de que el círculo es una figura perfecta. Fue Juan Kepler (a
comienzo del siglo XVII) quien demostró que las órbitas de los planetas eran
elípticas. Hoy sabemos algo más: que tales elipses pueden ser más o menos
alongadas a lo largo del tiempo cronológico. Ese proceso de ir corrigiendo los
errores anteriores es el típico de la ciencia.
Ya los
antiguos griegos (Eratóstenes, siglo III antes de Cristo) habían averiguado,
con una increíble exactitud, la longitud del radio de la Tierra. Sin embargo,
ese precioso dato se perdió y, en su lugar, durante siglos circuló la especie
de que la esfera de la Tierra era mucho más pequeña. Gracias a ese error, a
principios del siglo XVI, Cristóbal Colón de atrevió a la expedición para
llegar a las “islas de las especias” (la actual Indonesia) por la ruta
occidental. La sorpresa fue que los navegantes castellanos se toparon nada
menos que con todo un continente, que se acabó llamando América. Se dijo así
por la casualidad de los primeros mapas del nuevo continente, que dibujó con
éxito un tal Américo Vespucio. El descubrimiento de América es un buen ejemplo
de lo que podríamos llamar la función social de la ignorancia. Gracias a la
cual seguimos investigando. Hace 500 años Juan Sebastián Elcano fue el primer
hombre en comprobar empíricamente la longitud de la circunferencia de la
Tierra. Lo hizo con muy pocos mapas.
Los
resultados del conocimiento científico, siempre aproximativos o provisionales,
chocan muchas veces contra lo que creemos saber por sentido común. No hace
falta remontarnos hasta Copérnico. En nuestra vida corriente es fácil suponer
que el cuerpo humano necesita alimentarse, sobre todo para restaurar las
energías perdidas en la actividad física. Pero en realidad es la actividad
intelectual del cerebro lo que necesita más nutrientes, específicamente lo
dulce. De ahí se deriva el reflejo que significa la apetencia de chocolate o
refrescos cuando uno tiene que preparar un duro examen, una conferencia o
cualquier otro ejercicio mental intenso.
Quizá por
esa necesidad de alimentar el insaciable cerebro, el hombre es un animal
omnívoro: es capaz de comer de todo lo “edible”. Eso explica que tradicionalmente
la especie humana haya sido nómada, y aún hoy existe la apetencia de cambiar
continuamente de paisaje, aunque solo sea de modo ocasional. Pero lo más
curioso es que, siendo omnívoro, el hombre decide caprichosamente abstenerse de
ciertos alimentos según sea la cultura o el país donde resida. Las prohibiciones
culturales o religiosas de prescindir de ciertos alimentos se transforman en
gustos. No tienen más explicación que la de reafirmar el sentimiento del
“nosotros” frente a “ellos”, los foráneos. Es tan fuerte ese impulso que justifica
la existencia de miles de lenguas en el mundo con sus correspondientes
dialectos y acentos.
Dentro de
una cultura o sociedad, se distinguen también los gustos o preferencias que
admiten unos u otros ambientes sociales. La explicación es la misma. De esa
forma se reafirma la pertenencia a uno u otro grupo o medio social. El hombre
es un animal gregario (“donde va Vicente, donde va la gente”). No parece un
signo de estupidez, sino más bien de inteligencia.
Lo
maravilloso del conocimiento científico es su carácter acumulativo. Cada vez se
sabe más o se ignora menos. Isaac Newton (finales del siglo XVIII) decía que
sus descubrimientos se debían a haberse apoyado “en los hombros de los
gigantes”, es decir, la lectura de los clásicos. Pero no solo Newton, sino el
joven Alberto Einstein, a comienzos del siglo XX, consideraban que el universo
se componía solo de los puntos luminosos que podían verse en una noche
estrellada. Ahora sabemos o intuimos que ese inmenso conjunto se halla más
poblado (estrellas, planetas, satélites, asteroides, etc.) y es más extenso de
lo que antes se había imaginado. Además, se trata solo de una galaxia, de los
muchos millones de ellas que pueblan el conjunto del universo, todavía sin
límites conocidos, pues no deja de expandirse. Hoy, incluso, se sospecha que
debe de haber muchos universos. Por lo mismo, hasta comienzos del siglo XX se
creyó que el átomo era la unidad más pequeña e indivisible de la materia.
“Átomo” es una voz griega que significa lo que ya no se puede dividir. Hoy
sabemos que el átomo es todo un mundo con un centenar de diminutas partículas
en su interior, que se mueven frenéticamente.
Se podría
pensar que en esto del progreso científico hemos llegado a un límite, una
saturación, que queda poco por averiguar. No es así. Antes bien, continuamente
se abren perspectivas nuevas, campos inexplorados que nos avisan de nuestra
ignorancia. Por citar un ejemplo trivial. Esta es la fecha en que no sé sabe
qué material sintético podría ser equivalente y tan eficaz como la corteza de
la naranja o la cáscara del huevo. Su modesta misión es la de conservar a la
temperatura ambiente lo que se contiene en su interior.
La tarea del
conocimiento científico (en su más amplio sentido; incluye las Humanidades) se
hace cuesta arriba porque el estudiante necesita aprender continuos
neologismos. Se corresponden con nuevas realidades o perspectivas. Muchos de
tales términos nuevos se forman con raíces griegas o latinas. A veces se
mezclan las dos, como en “Sociología” (socius y logos). Los
neologismos a partir del latín o el griego permiten acuñar términos con una
significación precisa y un reconocimiento general.
La lógica
negativa o a la contra del conocimiento científico se encuentra en muchos
campos; por ejemplo, el Derecho Penal. Ante un proceso penal (escena repetida
en tantas películas), el fiscal acusa de un delito al reo, quien en principio
es inocente. El abogado defensor trata de demostrar que el fiscal no tiene
razón, que el acusado no es culpable o no lo es tanto. El juez (con o sin el
jurado) determina si el acusado, que parte como inocente, aparece ahora como
culpable o resulta exonerado de la culpa. En el Derecho anglicano la lógica
queda más clara: el acusado resulta sentenciado como culpable o no culpable,
puesto que la inocencia no cabe demostrarla. Una vez más, como en la
investigación científica, lo que cuenta no es tanto llegar a la verdad como ir
descartando errores.
El carácter
negativo del proceso de conocimiento se puede ver mejor en un relato policiaco.
El astuto detective llega a la resolución del caso después de algunos errores
iniciales que comete porque le parecen apreciaciones de sentido común. El
lector o el espectador goza con tal empeño.
Cuesta mucho
hacerse cargo de esa lógica negativa del razonamiento científico. Se hace
dificultoso determinar que “A es la causa de B”. En cambio, cabe aproximarse
mejor a la verdad a través del razonamiento indirecto y pausado: “C no es la
causa de B”. La resistencia a aceptar la bondad de la lógica negativa es una
consecuencia malhadada de la polisemia. Resulta más familiar la serie de ideas
afines rechazables que destapa el adjetivo “negativo”: rechazo, repulsa,
prohibición, condena, obstáculo, insuficiencia, privación. El converso puede
ser visto también como renegado.
No deben
contraponerse radicalmente las “ciencias” con las “letras”. Ambas materias son
facetas de la misma operación: persiguen el conocimiento. Cabe retocar un poco la
famosa frase de José Ortega y Gasset: “O se hace literatura, o se hace ciencia,
o se calla uno”. Pero en España se habla demasiado.
No debe
confundirse la búsqueda del conocimiento, asunto recatado, con su contrario: la
avidez de reconocimiento por parte del prójimo. No hace falta llegar a la
condición de la fama, que puede venir con el éxito en cualquier terreno,
incluido el hacerse rico. Reconozcamos que ese es el verdadero objetivo de la
mayor parte de los empeños humanos.
En resumen,
la lógica del conocimiento consiste en comprobar que las cosas no son como
parecen o como mucha gente supone. Esa es la esencia del argumento de muchas
novelas o películas de misterio. Es indudable su atractivo. Por lo mismo, la
gracia que produce un chiste o un juego de manos es porque también se cumple la
sorpresa de que “no es lo que parece”. Puede que ese sea también el atractivo
de las apuestas.
En la
cultura española el proceso de conocimiento es sobremanera ambiguo. En el habla
cotidiana la expresión se conoce que” equivale a suponer que el sujeto no está
muy seguro de lo que sigue. Por lo mismo, el adverbio “seguramente” acompaña a
un enunciado que no parece muy cierto. En su acepción popular “un conocimiento”
es una persona con la que uno trata, si bien de un modo superficial, sin llegar
a la categoría de amigo o pariente. En el lenguaje coloquial se designa como
“sabelotodo” al que presume de conocer muchas cosas sin fundamento. Se suele
aplicar especialmente a una mujer, lo que hace a la calificación doblemente despreciativa,
según los usos machistas tradicionales. La versión catalana es setciències
(literalmente “siete ciencias”; se supone que el trívium y el quadrívium
de la Escolástica).
La cualidad
suprema que distingue a la persona que persigue verdaderamente el conocimiento
es la curiosidad. Una vez más funciona la polisemia, y de una manera
insolente. El primer significado que da el diccionario de “curiosidad” es el
“deseo de saber o averiguar alguien lo que no le concierne”. Esa es la
significación tradicional y vulgar. Ahora funciona otro sentido, que es casi el
opuesto: “Deseo de saber o adquirir conocimientos”, que se suponen interesantes
o útiles. Podemos enmendar aún más el diccionario; cosa viva, por cierto. La
curiosidad quedaría entonces como la virtud que desata la avidez de
conocimientos, especialmente los profesionales o científicos.
No tiene
mucha utilidad la “ciencia infusa”, la que proviene de una supuesta
intervención misteriosa. De tejas abajo, el menester científico se aprovecha de
la virtud de la curiosidad, alimentada por el esfuerzo sostenido, el
entrenamiento y la ambición del triunfo; justamente como en el deporte como
ejercicio.
El
esfuerzo sostenido es más bien un talante en la vida por el que el sujeto
aprende a posponer las satisfacciones hasta haber cumplido las tareas que exige
cada momento. Equivale a destacar las obligaciones junto a los derechos. Es el
proceso típico por el que un niño que juega se transforma poco a poco en el
joven que aprende y que luego se incorpora al trabajo remunerado. Por eso es
claro lo que ocurre en la edad “adolescente”, que en latín es tanto como decir
que crece. Bien es verdad que algunos desgraciados no “crecen”; por ejemplo los
drogadictos.
El esfuerzo
sistemático (no solo en el deporte) compensa porque al final se descubren otros
paisajes, nuevos amigos, incitantes ocupaciones. Decían los antiguos romanos per
áspera ad astra (por las asperezas del viaje hasta llegar a las estrellas).
Podría ser el lema de los astronautas, tan curiosos como esforzados.
Lo malo del
modelo deportivo de la vida es que se trata de un juego en el que normalmente
uno (o su equipo) gana y otro pierde. Un esquema así está pensado para que
produzca placer, tanto a los jugadores como a los espectadores; y además
permite las apuestas. Pero en la vida hay otro tipo de situaciones, en las que,
enfrentadas dos voluntades, ambas pueden perder o ganar algo. Es decir, ya no
son propiamente juegos, sino empresas, proyectos matrimoniales, investigaciones
científicas, creaciones artísticas, acciones solidarias y muchas más. Ahí es
donde encuentra todo su sentido este testamento literario, que quizá ha
resultado algo desmesurado y bastante desordenado, pero no por ello falto de
interés; espero. Quédense al menos los oyentes o lectores con mi querencia por
las conjunciones adversativas, a las que tanto cariño profeso.
Ahora se comprenderá el auténtico significado
que me gustaría dar a este raro documento testamentario. Debe servir como
incitación para que alguien se sienta dispuesto a continuar la tarea donde yo
la dejé. La verdad, creo que he vivido más de lo que se podría esperar
razonablemente, no solo en años sino en experiencia. Por eso es el momento de
cerrar esta última leccioncilla. Como queda expuesto, son varios los campos que
apenas he empezado a roturar, pero esperan la continuación de animosas
cuadrillas de trabajadores de la inteligencia. En todo caso, estas páginas bien
pueden valer como despedida y añoranza. Se podría podrían archivar con el
recuerdo de un título clásico, “Adiós a las armas”, o mejor, adaptándolo al
caso: A Farewell to Letters.
Instituto
San Mateo (Madrid) 13 de noviembre, 2019
fontenebro@msn,com
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