lunes, 1 de julio de 2019

Ahora se exalta la condición sexual como si supusiera mérito alguno, como si conllevara un particular obrar virtuoso merecedor de aplauso. Pero si el hombre es un mero cuerpo sumergido en una colectividad. Si para su salvación no precisa buenas obras sino solo dirigirse a la escalera mecánica adecuada, es lógico que mientras está en la escalera se dedique a jugar con su sexo y procure sacarle el máximo partido. La res cogitans se ha diluido ya en la res extensa, y en ella, el goce sensible es lo único que entretiene de no alcanzar el futuro, siempre futuro, paraíso terrenal.

         La idea de progreso sigue dentro de la caverna de la apariencia. Conviene que salga y se revista de realidad. El progreso objetivo ha de subordinarse al progreso subjetivo, del sujeto humano. Y el sujeto humano no puede diluirse en las abstracciones de las filosofías librescas: la clase, el partido, el Estado, el sindicato, la ciudadanía, el género. El epicentro de la reflexión y de la acción ha de ser la persona humana (hombre o mujer). No es el hombre para el progreso, sino el progreso para el hombre. No basta que el automóvil perfeccione la caballería, el tren la diligencia, el barco a vapor al barco a vela, la avioneta al globo o el avión a la avioneta. El progreso hay que medirlo en función del servicio que presta al hombre y a la naturaleza en que el hombre habita. La ciencia y la técnica son para el hombre y no al revés.
          Las ciencias básicas no deben diluirse en las aplicadas, las facultades no pueden ser escuelas técnicas, unas y otras no pueden ser escuelas profesionales. El saber no puede ser lacayo del Estado ni del mercado. Conviene sacar al progreso de la caverna de las apariencias, recolocar al hombre en el epicentro, subordinar lo objetivo a lo subjetivo. El capital debe ajustarse al trabajo, el trabajo debe ajustarse a la persona.
          No todo lo que se puede hacer se debe hacer. El hombre no puede perder su condición de sujeto y ser relegado a objeto, a cosa, a mercancía. El hecho de poder producir un ser humano en un laboratorio no lo hace justo.
         El progreso del bienestar ha de subordinarse al progreso del bien ser. El verdadero progreso no es el del homo faber, sino el del homo sapiens, el homo bonus. Solo hay verdadero progreso si hay progreso intelectual, moral y emocional. El progreso intelectual no consiste en la mera acumulación de datos, o en los debates bizantinos sobre si son galgos o podencos. El progreso intelectual supone apertura a la verdad (que no se posee, sino que nos posee). Y se plasma en la virtud de la prudencia. El hombre bueno es el hombre virtuoso. Sin hombres buenos el progreso se limita a ser lo que va de la honda a la bomba atómica (Marcuse): el perfeccionamiento de los recursos para que los fuertes dominen a los débiles. La prudencia conduce a la justicia, a la percepción de lo justo. Y el vir bonus es el capaz de obrar regido por la prudencia y lanzado a la justicia, para lo que precisa de fortaleza y de templanza. El hombre prudente, justo, fuerte y templado es el hombre sabio, bueno y alegre, dueño de sí mismo y no barquichuela de sus emociones. Es el ideal clásico del ser humano, no subordinado a su capacidad factitiva.
         Sin progreso personal, no hay progreso social; sin progreso personal se arruina el progreso social. Sin probidad personal no hay justicia, pues quien hace la ley hace la trampa. Sin honestidad el progreso científico y técnico es una mascarada que arruina la vida humana y la vida del planeta en que habita el hombre.
         Para todo ello hay que lograr que las humanidades vuelvan al corazón de la educación primaria, secundaria y universitaria. Pero no unas humanidades cualesquiera, entregadas con fervor a un análisis positivista que hace verdadero el juicio de don Quijote: «hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que después de sabidas y averiguadas no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria». (II, 22)
         Hay que sacar al progreso de la caverna, superar la fase de deslumbramiento, de atontamiento, y devolver a la inteligencia humana su capacidad de discernimiento. Debemos hablar de progreso integral, y de la subordinación de la praxis a la teoría. Es irrefutable que las ciencias exactas y experimentales puede construir una bomba atómica, pero que desde ellas no puede salir un solo argumento sobre la conveniencia o no de lanzarla. Solo desde las humanidades se puede argumentar sobre el deber. El deber (no el kantiano), sino la reflexión sobre el poder es lo que caracteriza al ser humano, lo que lo diferencia de los brutos.
         Ahora se exalta la condición sexual como si supusiera mérito alguno, como si  conllevara un particular obrar virtuoso merecedor de aplauso. Pero si el hombre es un mero cuerpo sumergido en una colectividad. Si para su salvación no precisa buenas obras sino solo dirigirse a la escalera mecánica adecuada, es lógico que mientras está en la escalera se dedique a jugar con su sexo y procure sacarle el máximo partido. La res cogitans se ha diluido ya en la res extensa, y en ella, el goce sensible es lo único que entretiene de no alcanzar el futuro, siempre futuro, paraíso terrenal.
        Se trata de ser verdadero, no nuevo; bueno, no nuevo; bello, no nuevo. Urge pensar la era digital desde un humanismo viejo y nuevo que vuelva a disponer al hombre a gobernar la ciencia y la técnica en beneficio propio y del cosmos, un hombre consciente de su contingencia que no haga necesario lo que no es. Un progreso integral.

(1) Este breve apartado procede de mi Elogio del libro de papel (Rialp, Madrid, 2014).



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