La religión de la fe es la que se abre a la posibilidad de que Dios salga al encuentro del hombre y le hable. No desprecia la razón pero no considera que sea la última instancia. Tal es el caso del cristianismo, que incorporó la filosofía griega no solo para la inteligencia de la fe, sino porque cree en la razón como medio de alcanzar la verdad o, al menos, verdades.
La religión de la pulsión es la que rinde culto al instinto, rechazando todo arbitrio de la razón.
En puridad la única religión es la segunda, pero llamo religiones a las otras dos por el fervor religioso con que a menudo se viven.
La religión de la pulsión, ahora vigente, tiene como raíces el pesimismo luterano y el optimismo rusoniano, dos caras de una misma moneda con la que se compra la irresponsabilidad personal y un concepto de libertad sin referencia a la verdad, es decir, una libertas reducida a libre albedrío.
En realidad, como la pulsión no piensa, precisa de la razón para elaborar su sistema. La diferenciación entre género y sexo no es otra cosa que un idealismo despreciador de los hechos y de la naturaleza. Es curioso que la reconciliación entre naturaleza y cultura que está en el origen del pensamiento contemporáneo se salde con una anulación de la primera por parte de la segunda. La naturaleza, en realidad, deja de existir. Todo se convierte en autosuficiencia idealista.
Las teologías mítica, física y civil de las que hablara Varrón no lograron impedir que el Estado romano divinizase al emperador, traicionando por tanto a la filosofía racional, y utilizando el mito al servicio del poder. La razón murió aplastada entre el mito y el Estado.
En la modernidad, la filosofía se ha convertido en lacaya de las ciencias exactas y experimentales, o en divinizadora del Estado o el mercado, proporcionando un cúmulo de razonadas sinrazones que permiten un control estatal sin precedentes en nombre del pueblo. Un movimiento, el ilustrado, que se rebelaba contra los dogmas cristianos ha devenido en fábrica de dogmas, a cual más tiránico.
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