Cita de la obra Rhumbs de Paul Valery: «El oficio de los intelectuales es remover todas las cosas bajo sus signos, nombres o símbolos, sin el contrapeso de actos reales. Resulta que sus propósitos son asombrosos, su política peligrosa, sus placeres superficiales. Son excitadores sociales con las generales ventajas y peligros de los excitantes».
Es evidente la connotación negativa, compartida por muchos otros —también paradójicamente de oficio intelectual— como consecuencia de un elemento anexo, más o menos obvio: el componente ideológico que con frecuencia aparece en los integrantes de tal grupo. Agudamente captó Julien Benda la importancia del asunto y su potencialidad agresiva: «Ahora cada pueblo se abraza a sí mismo y se sitúa contra los otros en su lengua, en su arte, en su literatura, en su filosofía, en su civilización, en su cultura. El patriotismo es hoy la afirmación de una forma de alma contra otras formas de alma». Pero pone en alerta ante la ostensible politización: «De hecho nunca se contemplaron tantas obras entre las que debían ser espejos de desinteresada inteligencia, obras que son políticas». Sus dotes de buen observador le llevan a una constatación: se percibe en el gremio politizado un creciente distanciamiento con respecto a la cultura grecorromana, para concluir el texto: «Y la Historia sonreirá al pensar que a Sócrates y Jesucristo les ha matado esta especie».
Véase Tharaud, Jerôme et Jean. Cruelle Espagne. Librairie Plon. Paris. 1937, pp. 233-254. El manifiesto [de Unamuno] empieza: «Tan pronto se produjo el movimiento salvador del general Franco, me uní a él, pensando que lo que importaba ante todo era salvar la civilización occidental cristiana, y con ella la independencia nacional». A lo que añade: «Si el miserable gobierno de Madrid no ha podido ni querido resistir a la presión de la barbarie marxista, debemos mantener la esperanza de que el gobierno de Burgos tenga el coraje de oponerse a los que querrían establecer un régimen de terror». En el manifiesto se declara hostil a las tendencias totalitarias de Falange, y señala que Stalin, Hitler y Mussolini son en el fondo lo mismo, la exaltación de la soberanía del Estado y la reducción a la nada de la libertad del hombre.
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García Morente trata así la cuestión en El problema espiritual de los intelectuales: «Se trata tan sólo, en efecto, de una designación social. Llámanse generalmente intelectuales a los que usan como instrumento de trabajo exclusiva o principalmente la inteligencia. Oficios o profesiones intelectuales son aquellos en que el trabajo se verifica con el pensamiento. Tales oficios son, por ejemplo, el de científico o investigador, el de profesor, el de escritor, el de periodista, el de artista. También pueden en rigor incluirse entre las profesiones intelectuales la de médico, abogado, ingeniero, arquitecto. Dicho esto, bien claramente se ve que en modo alguno es lícito confundir ‘intelectual’ con ‘inteligente’… Sin embargo, el intelectual suele padecer ese error acerca de sí mismo: el error de creerse por antemano inteligente, más inteligente que otros hombres y aun absolutamente inteligente». Señalando un ineludible dato: «La caza a la originalidad —más que a la verdad o a la eficacia objetiva— es el lema íntimo, oculto e inconfesado, pero eficaz del intelectual moderno».
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Pero quizá una de las mejores descripciones del régimen de Franco sea la que aparece en los archivos secretos de la Wilhelmstrasse, efectuada por Karl Schwendemann, jefe de la división política III-A del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich, el 7 de octubre de 1938: «La concepción del Estado en la España nacionalista se orienta hacia una síntesis de la tradición católica y de las ideas de un gobierno autoritario de tendencia social». Ni siquiera se menciona, como tampoco en muchos otros documentos alemanes, a falangistas ni a carlistas, dada la necesidad de centrarse en las cuestiones verdaderamente esenciales. Los informes reflejan claramente que los alemanes no perdían el tiempo analizando personalidades y grupos que en último término no pasaban de tener salvo una capacidad secundaria. Así los elementos permanentemente considerados son esencialmente Franco, el Ejército y la influencia de la Iglesia. Con toda razón, claridad de ideas y buen oficio, por otra parte. Sobre las reales potencialidades de los adornos y la coreografía, y sobre quién mandaba en verdad, sabían demasiado los técnicos de la severa y tradicional administración alemana como para incurrir en los errores de apreciación de otros más novatos y exaltados.
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Al final son nítidos los hechos centrales: España se mantuvo independiente, no entró en la guerra, y Franco no se subordinó a Hitler. Perduró treinta y seis años en el poder desde el fin de la guerra civil, amparado en el ámbito de cobertura norteamericano, y murió en la cama de un hospital de la Seguridad Social de su país. Dos días más tarde de su fallecimiento, en la sinagoga sefardí de Nueva York, el rabino efectuaba una ofrenda por su alma en agradecimiento por la protección dispensada en su momento. Algo, obvio es, bien distinto de lo sucedido con Hitler y Mussolini. Aunque seguirán, por supuesto, escribiéndose multitud de textos desarrollados a base de insistentes pesquisas centradas en cuestiones colaterales —de serio interés histórico, por supuesto—, pero voluntarias desconocedoras de los elementos cardinales, y tendentes, en último término, a querer demostrar lo imposible. El criterio del propio Franco sobre Hitler y Mussolini aparece en el libro escrito por su primo. Tras agradecer su ayuda durante la guerra, añade: «Pero nunca me sometí a ellos ni a su política, ni fui partidario de sus procedimientos de mando, sobre todo en el caso de los nazis; les pedí ayuda por haberse enfrentado a nuestro Alzamiento los demás pueblos que formaban en las filas de los aliados. Si ellos nos hubieran ayudado yo hubiera estado con ellos. Pero no sólo no nos prestaron su apoyo, sino que favorecieron a los rojos».
La opinión de Churchill sobre el asunto es la siguiente: «En esta lucha me mantuve neutral. Naturalmente no estaba a favor de los comunistas. Habría sido imposible, sabiendo que, de haber sido español, me habrían asesinado a mí, a mi familia y a mis amigos». Ésa era la imagen de la España republicana entre los conservadores de otros países, lo que vuelve a recalcar el futuro premier cuando comenta que «los ejércitos de Franco estaban entrando en el territorio de la España comunista». De hecho ésa había sido siempre su postura. Relata Pablo de Azcárate, embajador de la República en Londres, que cuando se le intentó presentar a Churchill, éste, rojo de ira, se negó a darle la mano mientras rabiaba entre dientes: «Sangre, sangre…». Evidentemente encontraba bastante más grata la relación con el representante oficioso de Franco, el duque de Alba, del que aprendió a valorar las cajas de Vega Sicilia que éste le enviaba. El informe que el duque remitirá acerca de la conversación que tuvo con Churchill el 23 de julio de 1943 durante un almuerzo en Downing Street indica las opiniones del primer ministro británico: «Reconoció que nuestro Régimen no está dominado por el Eje, ni lo estará nunca, y que FET no es degeneración del nacional-socialismo ni del fascismo».
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