En la lectura, la amistad es súbitamente devuelta a su pureza original.

 En la lectura, la amistad es súbitamente devuelta a su pureza original. Con los libros no hay amabilidad. Esos amigos nuestros, si pasamos la noche con ellos, es realmente porque así lo deseamos. A ellos, al menos, no los despedimos a menudo más que a duras penas. Y cuando los hemos dejado, no tenemos ninguno de esos pensamientos que estropean la amistad: ¿Qué habrán pensado de nosotros? ¿Nos habrá faltado tacto? ¿Les habremos caído bien?… sin olvidarnos del temor de que el otro nos olvide. Todas esas agitaciones vinculares expiran en el umbral de la amistad pura y calma que hallamos en la lectura. Tampoco hay deferencia; no nos reímos de lo que dice Molière sino en la exacta medida en que nos causa gracia; cuando nos fastidia, no tenemos miedo de poner cara de aburridos, y cuando tenemos decididamente suficiente con su compañía lo volvemos a dejar en su lugar tan bruscamente como si no se tratara de un genio ni de una celebridad. La atmósfera de esta pura amistad es el silencio, más virtuoso que la palabra. Porque hablamos para los demás, pero nos callamos para nosotros mismos. Tampoco el silencio conlleva, como la palabra, la huella de nuestros defectos, de nuestras muecas. Es puro, y realmente constituye una atmósfera. Entre el pensamiento del autor y el nuestro no interpone esos elementos irreductibles, refractarios al pensamiento, de nuestros diferentes egoísmos. El lenguaje mismo del libro es puro (si es que la obra amerita ese nombre), vuelto transparente por el pensamiento del autor, quien ha retirado todo aquello que no lo representaba hasta convertirlo en su imagen fiel; cada frase, en el fondo, se parece a las otras, ya que todas han sido pronunciadas por la inflexión única de una personalidad; de allí se desprende una suerte de continuidad, de la cual las relaciones mundanas y todos los elementos extranjeros a la razón que aquellas entremezclan en el pensamiento quedan excluidos, y entonces puede rastrearse rápidamente la línea de pensamiento del autor, sus rasgos fisonómicos que se reflejan en ese manso espejo. Sabemos complacernos cada vez con ciertos rasgos de cada uno sin tener necesidad de que sean admirables, ya que constituye un gran placer para el alma distinguir esas pinturas profundas y adorar una amistad sin egoísmo, sin frases, como en sí misma.



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