No es casualidad que la decadencia siempre ha estado acompañada del odio hacia los niños; no fue casualidad que Herodes masacrara a los Santos Inocentes, que Moloch y los dioses de D. H. Lawrence bebieran sangre humana en odiosa envidia de la Eucaristía, que ven con su inteligencia pero no pueden amar. No es, por supuesto, casualidad que Cristo sea adorado –por los pastores y los magos, los más simples y los más sabios– como el niño, que está siempre presente, especialmente en el fino disfraz de una niñita sin brazos nacida en medio de dolores.
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