[...] el comunismo que preconizaba Marx entraña una contradicción: es una situación en la que se disfruta de todas las ventajas que tiene el orden legal, pero no existe la ley; en la que se logran todos los beneficios de la cooperación social, a pesar de que nadie goza de esos derechos de propiedad que, hasta la fecha, han sido los que han hecho posible precisamente la cooperación.
Desde sus comienzos, el comunismo siempre ha luchado por adueñarse del lenguaje, y en parte el aprecio por las teorías de Marx residía en que estas ofrecían las etiquetas adecuadas para nombrar al amigo y al enemigo y dramatizar su conflicto. Ese hábito fue contagioso y los movimientos de izquierdas que surgieron después, siguen contaminados con el mismo veneno. Puede afirmarse que el principal legado de la izquierda ha sido lograr la transformación del lenguaje político, y uno de los objetivos de este ensayo es rescatarlo de la neolengua socialista.
[...]
La neolengua irrumpe cuando se sustituye la finalidad principal del
lenguaje, describir la realidad, por el objetivo opuesto de reafirmar nuestro
poder sobre ella. El acto de habla básico está solo superficialmente
representado por la gramática asertórica. Las frases que se expresan en
neolengua parecen aserciones, pero su lógica subyacente es la propia de la
magia. Conjura el triunfo de las palabras sobre las cosas, la futilidad del
argumento racional, y advierte del peligro de la resistencia. Como
consecuencia de ello, la neolengua desarrolla su peculiar sintaxis que, a
pesar de estar estrechamente vinculada a la del lenguaje ordinario, rehúye
celosamente el encuentro con la realidad y la lógica de la discusión racional. Fracoise Thom ha explicado todo este proceso en su brillante
ensayo La langue de bois[5]. El propósito de la neolengua comunista, según
las irónicas palabras de Thom, ha sido «proteger a la ideología del
malintencionado ataque de lo real».
[...]
La habilidad del partido [comunista] por transformar lo negativo en positivo y
rechazar la redención ofreció precisamente una terapia psíquica a quienes
habían perdido la fe religiosa y todo el afecto cívico que necesitaban. Su
estado negativo lo reflejó perfectamente Breton en nombre de los
intelectuales franceses en su Segundo Manifiesto Surrealista de 1930:
«Todo está aún por hacer, todos los medios son buenos para aniquilar las ideas de familia,
patria y religión (…) [Los surrealistas] saben gozar plenamente de la desolación, tan bien
orquestada, con que el público burgués (…) acoge el deseo permanente de burlarse
salvajemente de la bandera francesa, de vomitar de asco ante todos los sacerdotes, y de
apuntar hacia todas las monsergas de los «deberes fundamentales» el arma del cinismo sexual de tan largo alcance».
Esta idea, en retrospectiva tan pueril, era al mismo tiempo una clara
petición de auxilio. Breton reclamaba un sistema de creencias con la
capacidad para prometer un nuevo orden y una nueva forma de pertenencia,
que transformara todo lo negativo de su alrededor y lo reescribiera en el
lenguaje de la autoafirmación.
[...]
La marginalización marxista de las instituciones, del derecho y de la
vida moral no fue algo exclusivo de la Nueva Izquierda inglesa. La escuela
de los Annales, que prefería las estadísticas sociales a las grandes
narrativas, la teoría de la dominación de Foucault, la explicación de la
praxis revolucionaria de Gramsci, y la crítica de la Escuela de Frankfurt a la
«instrumentalización» del mundo social, todas degradaban las instituciones y en su lugar colocaban mecanismos artificiales. Solo en una parte del
mundo han existido recientemente pensadores de izquierdas que han visto
el funcionamiento y la reforma del derecho como el objeto principal de la
política y este lugar es Estados Unidos. Gracias a su Constitución y a la
larga tradición de pensamiento que ha inspirado, la izquierda americana ha
optado habitualmente por el análisis legal y constitucional y por intercalar
en él reflexiones sobre la justicia en la que está ausente el resentimiento de
clase, propio de la izquierda europea. Por esta razón, a pesar de que
defienden siempre una mayor intervención del estado en la vida de las
personas, los americanos de izquierdas no se llaman a sí mismos socialistas,
sino liberales, como si fuera la libertad, y no la igualdad, el fundamento de
sus promesas.
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