el conocimiento es una forma de amor y también una forma de acción

 

Pensamiento y poesía en la vida española

María Zambrano

El conocimiento es una forma de amor y también una forma de acción, la única quizá que podamos ejercitar sin remordimiento en los días que corren; la única cuya responsabilidad esté en proporción con nuestras fuerzas.

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Los breves pasos en que hemos acompañado a la razón en su caminar por nuestro angosto mundo de Occidente, son suficientes, creo yo, para poder advertir que la razón se ensoberbeció. No me atrevo a decir que en su raíz; creo, por el contrario, que en sus luminosos y arriesgados comienzos con Parménides y Platón, la razón pudo pecar de otras cosas, mas no de soberbia. La soberbia llegó con el racionalismo europeo en su forma idealista y muy especialmente con Hegel. Soberbia de la razón es soberbia de la filosofía, es soberbia del hombre que parte en busca del conocimiento y que se cree tenerlo, porque la filosofía busca el todo y el idealista hegeliano cree que lo tiene ya desde el comienzo. No cree estar en un todo, sino poseerlo totalitariamente. La vida se rebela y se revela por diversos caminos ante este ensoberbecimiento y se va manifestando. El último período del pensamiento europeo se puede llamar: rebelión de la vida. La vida se rebela y se manifiesta, pero inmediatamente corremos otro riesgo: la vida sigue por los mismos cauces de la razón hegeliana y la sustituye simplemente, y allí donde antes se dijera «razón» se dice después «vida», y la situación queda sustancialmente la misma. Se cree poseer la totalidad, se cree tener el todo. Y es porque falta esa conciencia de la dependencia, de la limitación propia que es la humildad. La humildad intelectual compañera indispensable de todo descubridor. El pensamiento en tiempos de crisis es el pensamiento descubridor y las virtudes del descubridor han sido siempre dos, algo contradictorias en apariencia: audacia y humildad. Hay que atreverse a todo con la conciencia de la propia limitación, de la particularidad de nuestra obra. Sólo es fecunda esta conjunción, de amplitud ilimitada en el horizonte y conciencia de la pequeñez del paso que damos.




Evitando la soberbia de la razón y la soberbia de la vida, esta nueva historia puede constituir el más fecundo saber de nuestros días, aquel que le advierte al hombre, que le guíe y sobre todo: que le enamore o le reenamore. Nada más infecundo que la rebeldía, aquella que mantiene al hombre suelto, ensimismado, sin hondura; confinado, en la miseria del aislamiento, que algunos se empeñan en llamar libertad o independencia; que algunos otros llegan hasta a llamar poderío, pero que es sólo miseria.

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Reconciliación con el pasado, lo cual vale lo mismo que liberarse plenamente de él vivificándole y vivificándonos. Tal debe hacer la nueva historia.

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 Con estas ideas previas quizá podamos y, atrevernos a algo que muchos han estado tocando con la punta de los dedos y no llegaron a hacer. Estaban condenados a ser fragmentos, estaban destinados a crecer dentro de unas tapias sin encontrarse con su complementario. El poeta que siente la filosofía como última perspectiva de su poesía; el filósofo que no se conforma con usar de la razón, que no se resigna a renunciar a la belleza; el historiador que se sentía penetrado por el tedio de las citas, de la mezquindad del hecho. Frente a ellos estaba la vida proponiéndoles el enigma de su ser temporal, excitándoles para que se descubrieran su sentido. Porque o la vida tiene sentido, o no es nada, y hay que sumergirse en la vida de un pueblo, perderse primero en ella, en su complejidad ilimitada, para salir luego a la superficie con una experiencia en la que se da el sentido. El sentido ordena los hechos y los encaja entre sí al encajarlos en su unidad. Y puede acontecer que en momentos de hondo, terrible fracaso de un pueblo, éste necesite hundirse en su ser para arrancarse su sentido, para llegar hasta el sentido del fracaso, la razón de la sinrazón.

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Quien mira al mundo como enamorado, jamás querrá separarse de él, ni cultivar las barreras que le separan ni las distinciones que le distinguen. Sólo buscará embeberse más y más. Primeramente en su actitud más ingenua, no se hará problema de su relación con la realidad que le enamora; después de que el fracaso, el inevitable fracaso de toda vida haya surgido, de que haya aparecido aunque sea no más que la conciencia de la imposibilidad de vivir embebido en su puro arrobamiento, aparecerá entonces el problema de su relación con él, de su enfrentamiento con esa realidad, pero no pide liberarse de ella sino tenerla de alguna otra manera. Tal vez sea esta la raíz de la mística española tan diferente de la mística alemana, a la que hay que considerar como prototipo de la mística europea.

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 La mística alemana predecesora de la Reforma protestante, parte de la soledad más absoluta del hombre frente a la tiránica voluntad divina, es mística asentada en el esfuerzo angustioso para consolidar la existencia, es mística de náufragos, de agonizantes que se agarran a la indescifrable potencia de Dios; en esa mística no está como en la nuestra la misericordia; no está tampoco la presencia maravillosa del mundo y sus criaturas, como en San Juan de la Cruz; no está la carne, la materia humana con sus palpitaciones, la materia misma de las cosas consideradas maternalmente como en Santa Teresa. El místico norteño es un hombre solo, que en su absoluta soledad no es ni padre ni hijo, ni tal vez hermano de nadie; el místico del norte está en la filosofía, en la angustiosa filosofía idealista que tiene en ellos, con toda seguridad, su raíz. 

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