Las humanidades, el humanismo, los llamados "studia humanitatis" suponen compromiso. No son distracciones para burgueses entumecidos. A Sócrates, Cicerón, Séneca, Boecio o Tomás Moro sus tomas de posición ante la polis les costó la cabeza.
Las humanidades no pueden convertirse en un parque temático: un paseo por museos y cascos históricos para almacenar impactos estéticos.
El humanismo es compromiso o no es nada.
En este comienzo de siglo XXI el humanismo impele a posicionarse frente a estados omniscientes y omnipotentes, frente a tecnologías deshumanizadoras, frente a ciencias arrogantes que utilizan al hombre como cobaya de laboratorio.
La literatura no es un mero esparcimiento de la imaginación o un repertorio para pedantes. Crimen y castigo interpela. El Quijote interpela. Rebelión en la granja interpela. Un mundo feliz interpela. Misericordia interpela.
La escuela libre es crítica con el Estado y con el mercado. La escuela sumisa es mera correa de transmisión de multinacionales de dispositivos electrónicos y de ideologías de moda: verdaderas religiones de sustitución que los estados asumen para distraer la atención de su incompetencia endémica, de su burocracia asfixiante.
El humanismo pertenece a la cultura del libro, que se opone audazmente a la cultura de lo fragmentario, lo inmediato y reduccionista propia de los medios de comunicación y las redes sociales. El humanismo abarca todo lo humano, y no se deja embaucar por los adanes iluminados que nos predican la religión del progreso, que estigmatizan la propiedad privada desde el resentimiento, que reducen la hermenéutica a un trastorno bipolar, un maniqueísmo deplorable que enfrenta ricos y pobres, hombres y mujeres.
El humanismo es previo a la exaltación del yo romántico, a esas delirantes filosofías de la autocreación, a ese menosprecio adolescente de la naturaleza dada y recibida.
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