De senectute (Cicerón)

 Los ancianos moderados, no los ariscos ni los inhumanos, pasan una ancianidad llevadera, mientras que la inoportunidad y la inhumanidad han de resultar, por fuerza, incómodas en toda edad.

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En efecto, ni siquiera para el sabio puede ser liviana la ancianidad sino en una circunstancia de gran pobreza, como no puede sino ser gravosa para el necio, incluso en una circunstancia de máxima abundancia.

(§ 9) Las más útiles armas de la ancianidad, Escipión y Lelio, son las artes y las ejercitaciones en la virtud, que, cultivadas durante toda una vida, en el caso de haber vivido mucho y largo tiempo, producen admirables frutos, no solo porque nunca nos abandonan —ni siquiera en el postremo momento de la vida, por más que constituya una cima—, sino también porque la consciencia de una vida bien llevada y de muchas obras bien hechas es el recuerdo más gozoso.

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PLATÓN, Cratylus 48b, ed. J. BURNET (1900): «ὅτι οὐ τὸ ζῆν περὶ πλείστου ποιητέον ἀλλὰ τὸ εὖ ζῆν» [que no se ha de tratar de vivir por mucho tiempo, sino vivir bien].





...el mejor fin de la vida tiene lugar cuando, íntegra la mente y claros los sentidos, la misma naturaleza que aglutinó su obra llega a disolverla. Como quien destruye del modo más fácil una embarcación, un edificio, es el mismo que los construyó, así sucede que la misma naturaleza que había aglutinado al hombre es quien del mejor modo lo disuelve. Ahora bien, toda obra recientemente aglutinada se deshace provocando dolor y amargura, mientras que, cuando la obra es de inveterado ensamblaje, se deshace con facilidad. Así resulta que aquella breve reliquia de la vida que es la ancianidad, ni ha de ser ávidamente requerida por los ancianos ni abandonada por ellos sin motivo. A este efecto, Pitágoras prohíbe que uno se retire de la guardia y del puesto de la vida sin la orden del general, es decir, de Dios.

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Así pues, me marcho de la vida como quien se va de un hospicio, no como quien abandona una casa. Lo que la naturaleza nos ha ofrecido es una posada para demorarnos un poco, mas no para habitarla indefinidamente. 
¡Preclaro el día en el que haya de partir a aquel divino consejo, coro de ánimas! ¡Preclaro también el día en el que haya de partir de este turbio lodazal! Me dirigiré, entonces, no solo hacia aquellos varones que antes mencioné, sino también hacia mi hijo Catón, el más noble varón que ha nacido. Nadie fue más primoroso en piedad y fui yo quien tuve que incinerar su cadáver en contra de lo que era lícito, a saber, que el mío fuera incinerado por él. Pero su ánimo se fue, no abandonándome, sino volviéndose a mí, resguardándome con una mirada que mantuvo vuelta a mí; se fue, a buen seguro, hacia aquellas regiones a las que, como sabía, yo mismo habría de ir. A la gente le pareció que yo soportaba mi desgracia valerosamente, pero no era aquello mera serenidad, sino que lo que me consolaba era saber que ya no nos podría separar muy largo trecho.

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