La subconsciencia es el campo de la bestia. La consciencia, el medio del alma. La sobreconsciencia, la región en que el Ángel gobierna. Así, pues, el hombre se compone de cuerpo, alma y otro elemento más, que no debemos seguir llamando vagamente espíritu, como los antiguos, sino más bien con un término que nos definiera éste en su forma existencial, concreta y personal: Ángel. Lo estrictamente humano es lo consciente, el alma. Lo infrahumano, el instinto, “el animal que hay en nosotros” , la bestia. Lo sobrehumano, el Ángel. Pero tomadas estas expresiones, “infrahumano” y “sobrehumano” , con las debidas cautelas. Pues no hay hombre sin una dosis mayor o menor de animalidad y de angelicidad. El hombre es siempre, a la vez, ángel, bestia y hombre. Humanidad es una idea que, limitada por las de angelicidad y animalidad, en realidad las envuelve a ambas.
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A Eugenio d’Ors le interesa más — et pour cause!— el diálogo
con el Ángel, la llamada, no del instinto, sino de la vocación. Este “diálogo”
lo viene él sosteniendo de antiguo. A una obra nada reciente, pertenece la
siguiente frase: “Pensar filosóficamente consiste en dialogar con el Angel de
la Guarda.”
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El yo es libertad, el yo es vocación, pero libertad y vocación
hipostasiadas, entendidas como sustancias; en una palabra, el yo es el “ángel”.
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El mal es, en fin de cuentas, oscurecimiento de la
inteligencia, recaída del status rationis en el status naturae
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El primer precepto de esta moral, eminentemente figurativa —
“gnómica” , “aforística” , “Decálogo” , “Lemas” son las formas de su
presentación— es, por cuanto que según sabemos por la metafísica, la razón se
inscribe en la vida, que ésta se penetre de filosofía, de cultura. Que ninguna
vida sea conduci[1]da
sin filosofía, esto es, sin conciencia de que en cada suceso, en cada
acaecimiento trasparece el “sentido” sobretemporal de que está empapado.
Elevación de la Anécdota a Categoría.
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La belleza es siempre el fruto maduro del cultivo y de la
norma. El logro del arte —arte en la obra, arte en la vida— sólo se alcanza por
el camino de la cultura.
Mas la filosofía, la cultura, es imposición de forma,
dación; de figura (115), determinación, limitación. También, por consiguiente,
la vida humana debe ser imposición de límites. Para ser un hombre inteligente
es necesario distinguir y elegir aun al precio de sacrificar muchas cosas.
Mis límites son mis riquezas. En la conciencia de los
propios límites, revélase precisamente la virilidad. Es varón el hombre que
sabe decirse: Hasta aquí llega mi esfera de poder, hasta aquí llega mi esfera
de derecho; tales esferas debo llenarlas, pero no excederlas. Quien lejos de
esto sienta a cada posibilidad una nueva tentación será siempre im gran niño.
Es necesario aspirar continuamente a lo infinito. Pero el infinito está
contenido en lo limitado, como el vino en la copa.
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Sé perfecto y logra la Obra Bien Hecha; porque todo pasa.
Pasan pompas y vanidades. Pasa la nombradla como la oscuridad... Una sola cosa,
Aprendiz, Estudiante, hijo mío, te será contada y es tu Obra Bien Hecha. Obra
Bien Hecha aun en sus detalles más nimios, los pro[1]pios del hombre
técnico, del hombre administrativo, cuya labor es un error romántico
despreciar.
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Eugenio d’Ors preconiza la contemplación de la obra bella
sub specie aeternitatis. Toda sugestión utilitaria, pragmática, biológica, y
toda sugestión temporalista, romántica, alusiva a la ca[1]ducidad de las cosas,
impurifica el específico placer estético.
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La muerte, según d’Ors, es engaño, alucinación. La Inteligencia,
el Espíritu no pueden morir porque están por encima de la vida y del tiempo.
Así, pues, el ¡morir es cosa que sólo atañe a la zona media del hombre, a lo
que éste tiene de “ demasiado humano”, desamparado de la bestia y del ángel. En
ella es donde operan la conciencia de la muerte y el temor a la muerte.
“La
filosofía es una readquirida inocencia”. ¿No se percibe algún parentesco con el
regreso a la inocencia de Adán, afirmado por -San Juan de la Cruz, como fruto
de la catarsis mística?
En esta época nuestra, cuando se ha olvidado el verdadero sentido
de la vida, las gentes, cegadas para la visión de las esencias eternas, viven
hundidas en su temporal quehacer, abrumadas por el pánico del tiempo, el
vértigo de la muerte y el “pesimismo cataclismal” , y los filósofos, “lejos de
combatir con la razón tal estado de angustia, han creído encontrar en el imperativo
de “la angustia” la ley misma de la vida y del pensamiento”, una voz se alza,
resonando, clara y precisa, sobre el estruendo de todos los inhumanos
sacrificios ofrendados a las diosas de la Muerte, y nos exhorta así: No servir
a la Historia, a lo perecedero, al Tiempo, No servir a señor que se pueda
morir.
ARANGUREN, José Luis: "La filosofía de Eugenio d'Ors", Escorial, núm. 48, 1944, p. 193; núm. 49, 1944, p. 351.
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