"En este mundo no hay otra fuerza que el compromiso con la razón ni otra libertad que sentirse cautivos de la verdad" (Newman)

 







Querido amigo, sé perfectamente que eres una
persona seria y por eso te pido: ¿quieres hacer el favor de
explicarme cómo puede justificarse la Misa tal y como se
celebra en el continente?, ¿cómo puede denominarse eso
«ceremonia razonable» cuando todo quisque, tanto el
celebrante como los asistentes, se limitan a farfullar a
toda prisa cosas que nadie entiende y a las que nadie
presta atención? (Dándole empujoncitos en el hombro)
Habla, hombre, habla, si puedes.
Willis: Son cosas bastante difíciles... ¿De veras quieres
que hable? Son difíciles... Quiero decir, cada cual las ve
de una forma y es tan difícil transmitir a otro la idea que
uno tiene... La idea del culto en la Iglesia católica y en la
vuestra es distinta; porque en realidad son religiones distintas.
(Con ternura) No te engañes, querido Bateman,
no es que la nuestra sea la vuestra pero llevada un poco
más allá; demasiado, según vosotros. No. La nuestra es
una religión y la vuestra es otra. Y cuando llegue el
momento, que llegará, en que tú, con lo lejos que estás
ahora, te sometas al suave yugo de Cristo, entonces, amigo
Bateman, la fe te hará capaz de ver lo que de otra manera
te desconcertaría. Además, la costumbre de tantos años,
el asociar mentalmente determinados actos con ciertas
reacciones interiores, puede hacerte difícil adaptarte a
unos hábitos diferentes y suscitarte asociaciones mentales
poco oportunas. Pero esa fe que te digo, ese colosal
don de Dios, te hará capaz ese día de superarte a ti mismo
y someter tu juicio, tu voluntad, tu razón, tus afectos, tus
gustos a las normas y al modo de hacer de la Iglesia. ¡La
fe!, ¡qué importante es para eso que me preguntas...!
Mira, ¿sabes qué te digo? (agarrándose las rodillas con las
manos y mirando fijamente hacia delante como si hablara
consigo mismo); que para mí nada es tan consolador,
nada me llega más, ni me enardece y entusiasma más que
la Misa, tal como nosotros la celebramos. Podría asistir a
cientos de Misas y no cansarme jamás. No se trata de
recitar unas palabras. Es una gran Acción, la Acción más
grande que puede darse en la tierra. Es no sólo la invocación
sino... la evocación del Dios Eterno. El que hace
temblar a los demonios, el que recibe la reverencia constante
de los ángeles, Él mismo se hace presente sobre el
altar en cuerpo y sangre. Ése es el hecho sobrecogedor
que da sentido a toda la Misa. Las palabras hacen falta,
pero sólo como medios, no como fines. Las palabras
hacen mucho más que dirigirse al trono de la gracia, son
instrumentos de algo que es mucho más alto: la consagración,
el sacrificio. Que todo es muy apresurado, dices
tú... Sí, las palabras van rápidas..., como si estuvieran
impacientes por cumplir su misión. Son rápidas; todo es
rápido, porque todas son partes de una acción única. Son
rápidas, porque son las palabras impresionantes de un
sacrificio, algo demasiado grande como para demorarse
en ellas. «Lo que has de hacer, hazlo rápido». Pasan de
prisa, porque el Señor Jesús pasa con ellas; como pasó de
prisa por el lago llamando primero a uno, después a otro.
Pasan rápidas, porque como el relámpago reluce de una
parte a otra del cielo, así es la venida del Hijo del
Hombre. Pasan rápido, porque son como las palabras de
Moisés invocando el Nombre de Dios, que descendía
cubriéndole con su nube. Como Moisés en la montaña,
nosotros también «corremos e inclinamos la cabeza hasta
el suelo, adorando». Nosotros también, no sólo el sacerdote,
cada uno desde su sitio y en todas partes anhelamos
el gran advenimiento, «aguardamos el movimiento del
agua»1. Cada uno en su sitio, desde su corazón, sus deseos,
sus pensamientos, sus intenciones, con su propia petición;
distintos pero unidos, contemplando lo que pasa,
contemplando cómo pasa, uniéndose a la consumación
de todo aquello... y no limitándose a seguir de principio
a fin, aburrido y cansado, unas fórmulas monótonas;
todos y cada uno. Como instrumentos musicales, distintos
y unánimes, participando con el sacerdote de Dios,
apoyándole, guiados por él, lanzamos al cielo una plegaria
de valor infinito. Allí hay niños pequeños y ancianos,
gente ignorante y gente instruida, almas que no han pecado
y almas que han pedido perdón; pero de todas esas
almas distintas se alza hasta Dios un solo himno eucarístico.
Y su medida y su fin son esa Acción Inefable. Y...,
¡oh, Bateman!, querido Bateman, tú me has preguntado
si es una ceremonia absurda, formalista... Es... (exclamando
y poniéndose en pie) ¡una maravilla!, ¡una maravilla!
Dios mío, ¿cuándo iluminarás a este pueblo, a esta
nación tan querida? «O Sapientia, fortiter suaviterque
disponens omnia, O Adonai..., O Expectatio gentium...,
veni, Domine Deus Noster!»
310-312

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