Puede el noticierismo literario, que es a la literatura lo que el caballo de Atila era a la hierba; puede esa plaga de la civilización prescindir de nuestras glorias ciertas, porque no son novedades, y poner en los cuernos de la luna a cualquier caballero amigo de la prensa, que quiere darse el gustazo de ser genio por una semana en la sección de noticias, y que ofrece en cambio al benévolo gacetillero el atractivo de un nombre inédito, la virginidad de una fama que en ocho días ha de yacer marchita.
Pero no puede hacer otro tanto, porque tiene más vergüenza, la crítica seria, aunque no sea académica, ni sabia, pero que es honrada y de conciencia estrecha en eso de dar a cada uno lo suyo. Seguir al vulgo es más fácil y más cómodo que contradecirle y hacerle ver sus errores, sus injusticias, sus imperdonables olvidos, sus absurdos entusiasmos.
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Sí; escriba Alarcón, para que vean ciertos naturalistas, más o menos convictos y confesos, de segundo y tercer orden, que hay algo más, como lo hubo siempre, que la imitación de los franceses, y que la soporífera observación superficial y pueril, exacta a veces, pero casi siempre insignificante. -Aparezcan, para bien de nuestras letras, que no son naturalistas ni idealistas, sino españolas, aparezcan nuevas novelas de Alarcón al lado de las que vayan publicando Galdós y Pereda... y Valera, si fuese tan amable...
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El ser un hombre de grande y armoniosa cultura, es en todas partes una ventaja; pero en España es un mérito supremo para un literato, pues, con pocas excepciones, los más claros ingenios españoles de ahora son ignorantes en grado inverosímil; y aun los que se salvan de esta bochornosa nota, adolecen del defecto, poco menos reprensible, de ser limitadísimos y exclusivistas en sus conocimientos; y por un Echegaray que sabe física y entiende de métrica, se encuentran doce [93] académicos que definan el rayo y el pararrayos como Ruiz Gómez.
Estas cosas tristes no se saben a priori; la metafísica no nos da luces para ver que los escritores españoles de ahora saben poco; esto se aprende tratándoles con alguna intimidad y con frecuencia.
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Aunque mi opinión de entonces me valió excomuniones de muchos acólitos y hostiarios de la crítica, insisto en ella y le aplico ahora a D. Juan Valera. Si los versos de M. Pelayo merecen aprecio porque nos conservan nuestra hermosa flor poética del Renacimiento, y recuerdan a Garcilaso, a Rioja, a Herrera, a Arquijo, a los Argensolas y al magnífico Góngora y a tantos otros, los versos de Valera son un eco de la poesía extranjera, de la literatura universal, y nos ofrecen flores de Rusia, de la India, de América, de Alemania, de Italia, de Inglaterra...: son un ramillete que representa en nuestro Parnaso contemporáneo lo que en las poesías de Goethe las comprendidas en el título Aus fremden sprachen y otras. Pero, como Goethe también, Valera no sólo traduce, sino que se impregna de ese cosmopolitismo poético; y merced a su ciencia, a su gran [96] cultura, se traslada con la imaginación a países lejanos, siente como los poetas de civilización muy diferente de la suya, y comprende a un Valmiki, a un Ferdusi, a un Hafiz, como a Byron, o Shelley o Leopardi, tal vez mejor; porque, verbi gracia, más que al poeta de Recanati, se parece Valera, en espíritu, al escéptico persa, a Mohammed Hafiz, al cantor del vino y del amor, de cuya ortodoxia mahometana no estaban satisfechos sus compatriotas.
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Y yendo más lejos, Valera se parece a nuestros Quevedos y Hurtados de Mendoza y Garcilasos, que corrían el mundo, estudiaban la vida en las cortes extranjeras, [97] amaban en varios idiomas, y manejaban las armas o la política de altas esferas, llegando después al trato de la musa con este ambiente fresco del ancho mundo pegado al cuerpo, ricos de experiencia y de emociones, poéticos además de poetas.
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