La obsesión por definir

 El hombre no es el creador de sí mismo, ni del mundo, ni de Dios. Es inteligente, pero no omnisciente. Puede comprenderse y comprender, pero no necesariamente comprehender. Es curiosa la obsesión del hombre contemporáneo por definir. Definir, según el diccionario, es Fijar con claridad, exactitud y precisión el significado de una palabra o la naturaleza de una persona o cosa. Es un desideratum, pues hay objetos más fácilmente definibles que otros. Definir, etimológicamente, equivale a delimitar, establecer los límites. Pero las fronteras no son siempre geométricas.

La obsesión por definir es lo propio de un sujeto que quiere dominar el objeto. Conocer el objeto, dominar el objeto, eliminar el objeto, subsumiéndolo dentro del propio sujeto. Son modos distintos de acercarse a la realidad.

O se pretende dominar el objeto o, si como suele suceder, ese dominio exacto es imposible, se postula un relativismo subjetivista donde toda apreciación vale. Ya se sabe que si todo vale, nada vale.

Se patina de continuo porque se pretende analizar el reino de la libertad con categorías pertinentes para el reino de la necesidad. Es la piedra en que continuamente tropieza el hombre contemporáneo. Fascinado por las ciencias exactas y experimentales, quiere juzgar las ciencias humanas: filosofía, literatura, arte, etcétera, con la metodología propia de aquellas ciencias. Lo vio muy bien Etienne Gilson en La unidad de la experiencia filosófica.

"No encontramos una definición satisfactoria de literatura, exacta, que dé cuenta cabalmente del fenómeno literario". ¿Y qué necesidad hay de una definición así? ¿Acaso la literatura es un polígono o un puente de cemento armado o un planeta que describe determinada órbita? Se trata de aproximarse al fenómeno literario, no de encerrarlo en una ecuación.

Es el sujeto que se siente centro del mundo. Se fustiga el eurocentrismo. Más valdría fustigar el egocentrismo. Es más peligroso el ego que Europa. Dios, el mundo y el hombre son misteriosos, no exactos. Las calculadoras y los tubos de ensayo ayudan a comprender el mundo, muy escasamente a Dios y al hombre. Conocer es percibir aspectos de la realidad, no toda la realidad. 

El académico contemporáneo en lugar de mirar la luna mira obsesivamente el dedo que la señala. ¿Podrá mi dedo señalar la luna? ¿Qué es mi dedo? ¿Es posible que mi dedo señale? ¿Existe la luna? ¿Podemos hablar de la luna? Junto a esa parálisis gnoseológica, asiente sumisamente a postulados fuertemente dogmáticos e indemostrados como los marxistas o freudianos. Es la paradoja de vivir como escéptico y dogmático a un tiempo. Se ignora la prudencia, virtud capaz de distinguir el más y el menos, lo dudoso de lo verdadero, lo necesario de lo discutible.

La parálisis cognoscitiva es una situación incómoda. Finalmente tenemos ansia de verdad, y si no sabemos discernir personalmente el grano de la paja, aceptamos las modas colectivas, ordenadas por los gurús del momento. Ahorra pensar. Si ahora toca realizar estudios de género y poscoloniales, no se hable más, no se piense más.




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