es el ambiente contemporáneo el que domina sobre el común de las medianías

Un hombre o una mujer virtuosos pueden retener a cualquier joven durante un tiempo en una atmósfera sana; pero a la postre, es el ambiente contemporáneo el que domina sobre el común de las medianías. La frecuente vileza corintia del periodista americano o del croniqueur parisiense, tan fácilmente digerible ejerce una influencia negativa incalculable; tocan todos los asuntos, y todos con la misma mano egoísta; inician a las cabezas jóvenes e inexpertas en un espíritu indigno; surten a las mentes romas de citas punzantes. El volumen de estas feas preocupaciones desborda el de las escasas intervenciones de los grandes hombres; el desprecio, el egoísmo y la cobardía se desparraman en grandes hojas sobre las mesas en tanto que su antídoto, en pequeños volúmenes, reposa intacto sobre las estanterías. He aludido a los americanos y a los franceses no porque sean más viles, cuanto por ser más legibles que los ingleses; el daño que causan es más efectivo: en América, debido a las masas; en Francia, al escaso número de lectores; pero también entre nosotros se descuidan diariamente las servidumbres de la literatura, diariamente se suprime o tergiversa la verdad y diariamente se degrada el tratamiento de los asuntos importantes. No se considera al periodista como un funcionario serio; pero estimad el bien que podría hacer por el daño que hace; valga un solo ejemplo: el hecho de que cuando, en un mismo día, dos periódicos de tendencia política opuesta vocean abiertamente una noticia determinada en interés de su propio partido, nos sonreímos del descubrimiento (¡ya no es tal descubrimiento!) como si se tratara de un buen chiste o de una estratagema excusable. Mentir tan descaradamente apenas es mentir, es cierto; pero una de las enseñanzas que profesamos transmitir a los jóvenes es el respeto a la verdad; y no creo que semejante formación se vea coronada por el éxito mientras algunos de nosotros cultivemos y el resto apruebe sin el menor reparo la falsedad pública.

Robert L. Stevenson – La moral de la profesión de las letras





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