"Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva"

p. 22: en el continente europeo el totalitarismo es el pecado original de los partidos.

p. 23: primero hay que reconocer cuál es el criterio del bien.
No puede ser otro que la verdad y la justicia, y, en segundo lugar, la utilidad pública.
La democracia, el poder del mayor número no son bienes. Son medios con miras al bien, considerados eficaces con o sin razón. Si la República de Weimar, en lugar de Hitler, hubiera decidido por las vías más rigurosamente parlamentarias y legales meter a los judíos en campos de concentración y torturarlos con refinamiento hasta la muerte, las torturas no habrían tenido ni un átomo más de legitimidad de la que tienen ahora. Pues bien, una cosa tal no es en absoluto inconcebible.
Solo lo que es justo es legítimo. El crimen y la mentira no lo son en ningún caso.


Texto completo  siguiendo esta edición: Texto incluido en los Ècrits de Londres et demières lettres (Escritos de Londres y otras cartas), Èditions Gallimard, 1957. Fechado entre diciembre de 1942 y abril de 1943. Los epígrafes en números romanos son de esta edición.

Apartir de aquí, las citas  proceden de esta edición.

Una voluntad injusta, común a toda la nación, no era en absoluto superior, a ojos de Rousseau —y tenía razón—, a la voluntad injusta de un hombre. Rousseau pensaba, tan solo, que casi siempre una voluntad común de todo un pueblo era, de hecho, conforme con la justicia, por neutralización mutua y compensación de pasiones particulares. Ese era para él el único motivo de preferir la voluntad del pueblo a una voluntad particular.
[...]
Es del todo evidente que el razonamiento de Rousseau se desmorona en cuanto hay pasión colectiva. Rousseau lo sabía perfectamente. La pasión colectiva es un impulso al crimen y a la mentira infinitamente más poderoso que cualquier pasión individual. Los malos impulsos, en este caso, lejos de neutralizarse, se elevan mutuamente a la milésima potencia. La presión es casi irresistible si no se es un auténtico santo.
[...]
Si una sola pasión colectiva se apodera de todo un país, el país entero es unánime en el crimen. Si dos, cuatro, cinco o diez pasiones colectivas lo dividen, está dividido en varias bandas de criminales. Las pasiones divergentes no se neutralizan, como sucede en el caso de un sinfín de pasiones individuales fundidas en una masa; el número es demasiado pequeño, la fuerza de cada una es demasiado grande para que pueda darse la neutralización. La lucha las exaspera. Se entrechocan con un ruido verdaderamente infernal que hace imposible que se oiga, ni por un segundo, la voz de la justicia y de la verdad, siempre casi imperceptible.

Cuando hay pasión colectiva en un país, es probable que una voluntad particular cualquiera esté más cerca de la justicia y de la razón que la voluntad general, o más bien que lo que constituye su caricatura.
[...]
nunca hemos conocido nada que se asemeje, ni de lejos, a una democracia. En lo que nombramos con ese nombre, el pueblo no ha tenido nunca la ocasión ni los medios de expresar un parecer sobre un problema cualquiera de la vida pública; y todo lo que escapa a los intereses particulares se deja para las pasiones colectivas, a las que se alimenta sistemática y oficialmente.
[...]
Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva.
Un partido político es una organización construida de tal modo que ejerce una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros.
La primera finalidad y, en última instancia, la única finalidad de todo partido político es su propio crecimiento, y eso sin límite.
Debido a este triple carácter, todo partido político es totalitario en germen y en aspiración. Si de hecho no lo es, es solo porque los que lo rodean no lo son menos que él.

Estas tres características son verdades de hecho, evidentes para cualquiera que se haya aproximado a la vida de los partidos.

La tercera es un caso particular de un fenómeno que se produce allí donde el colectivo domina a los seres pensantes. Es la inversión de la relación entre fin y medio. En todas partes, sin excepción, todas las cosas generalmente consideradas como fines son, por naturaleza, por definición, por esencia, y de la manera más evidente, únicamente medios. Se podría citar tantos ejemplos como se quisiera en todos los campos. Dinero, poder, Estado, grandeza nacional, producción económica, diplomas universitarios; y muchos más.
Solo el bien es un fin. Todo lo que pertenece al dominio de los hechos es del orden de los medios. Pero el pensamiento colectivo es incapaz de elevarse por encima del dominio de los hechos. Es un pensamiento animal. Posee la noción de bien solo lo suficiente como para cometer el error de tomar tal o cual medio por el bien absoluto. Y eso es lo que sucede con los partidos: un partido es, en principio, un instrumento para servir a una cierta concepción del bien público.
[...]
Un hombre, aunque pase toda su vida escribiendo y examinando problemas de ideas, solo raramente tiene una doctrina. Una colectividad no la tiene jamás. No es una mercancía colectiva. Se puede hablar, cierto es, de doctrina cristiana, doctrina hindú, doctrina pitagórica, etc. Lo que se designa entonces con esa palabra no es ni individual, ni colectivo; es una cosa situada infinitamente por encima de este o aquel nivel. Es, pura y simplemente, la verdad.
La finalidad de un partido político es algo vago e irreal. Si fuera real, exigiría un esfuerzo muy grande de atención, pues una concepción del bien público no es algo fácil de pensar. La existencia del partido es palpable, evidente, y no exige ningún esfuerzo para ser reconocida. Así, es inevitable que de hecho sea el partido para sí mismo su propia finalidad.
En consecuencia hay idolatría, pues solo Dios es legítimamente una finalidad para sí mismo.

La transición es fácil. Se pone como axioma que la condición necesaria y suficiente para que el partido sirva eficazmente a la concepción del bien público con vistas a la cual existe es que posea una gran cantidad de poder.
Pero ninguna cantidad finita de poder puede jamás, de hecho, ser mirada como suficiente, sobre todo una vez obtenida. El partido se encuentra, de hecho, debido a la ausencia de pensamiento, en un estado continuo de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia del poder de que dispone. Aun cuando fuera el dueño absoluto del país, las necesidades internacionales serían las que impondrían límites estrechos.
De este modo, la tendencia esencial de los partidos es totalitaria, no solo en lo que respecta a una nación, sino en lo que respecta al globo terrestre. Precisamente porque la concepción del bien público propia -de tal o cual partido es una ficción, algo vacío, sin realidad, es- por lo que impone la búsqueda del poder total. Toda realidad implica por sí misma un límite. Lo que no existe en absoluto no es jamás limitable.

Por eso es por lo que hay afinidad, alianza entre el totalitarismo y la mentira.
Mucha gente, cierto es, nunca piensa en el poder total; ese pensamiento les daría miedo. Es vertiginoso, se precisa una especie de grandeza para sostenerlo. Esa gente, cuando se interesa por un partido, se contenta con desear su crecimiento; pero como algo que no comporta ningún límite. Si este año hay tres miembros más que el año pasado, o si la colecta ha conseguido cien francos más, están contentos. Pero desean que eso continúe indefinidamente en la misma dirección. Jamás concebirían que su partido pudiera tener, en ningún caso, demasiados miembros, demasiados electores, demasiado dinero.
El temperamento revolucionario conduce a concebir la totalidad. El temperamento pequeño-burgués conduce a instalarse en la imagen de un progreso lento, continuo y sin límite. Pero en ambos casos el crecimiento material del partido deviene el único criterio respecto del cual se definen el bien y el mal de todas las cosas. Exactamente como si el partido fuera un animal al que hay que engordar, y como si el universo hubiera sido creado para hacerlo engordar.
No se puede servir a Dios y a Mammon. Si se tiene un criterio del bien distinto al bien, se pierde la noción del bien.
Desde el momento en que el crecimiento del partido constituye un criterio del bien, se sigue inevitablemente la existencia de una presión colectiva del partido sobre el pensamiento de los hombres. Esa presión se ejerce de hecho. Se muestra públicamente. Se confiesa, se proclama. Nos horrorizaría, de no ser porque la costumbre nos ha endurecido.
Los partidos son organismos públicos, oficialmente constituidos de manera que matan en las almas el sentido de la verdad y de la justicia.
Se ejerce la presión colectiva sobre el gran público mediante la propaganda. La finalidad confesada de la propaganda es persuadir y no comunicar luz. Hitler vio perfectamente que la propaganda es siempre un intento de someter a los espíritus. Todos los partidos hacen propaganda. El que no la hiciera desaparecería por el hecho de que los demás sí la hacen. Todos confiesan que hacen propaganda. Nadie es tan audaz en la mentira como para afirmar que se propone la educación del público, que forma el juicio del pueblo.
[...]
Es imposible examinar los problemas increíblemente complejos de la vida pública estando atento a la vez, por un lado, a discernir la verdad, la justicia, el bien público, y por otro, a conservar la actitud que conviene a un miembro de tal grupo. La facultad humana de la atención no es capaz simultáneamente de las dos preocupaciones. De hecho todos se quedan con una y abandonan la otra.
[...]
os partidos son un maravilloso mecanismo en virtud del cual, a lo largo de todo un país, ni un solo espíritu presta su atención al esfuerzo de discernir, en los asuntos públicos, el bien, la justicia, la verdad. El resultado es que —a excepción de un pequeño número de circunstancias fortuitas— solo se deciden y se ejecutan medidas contrarias al bien público, a la justicia, a la verdad. Si se le confiara al diablo la organización de la vida pública, no podría imaginar nada más ingenioso.
[...]
Casi en todas partes —e incluso, a menudo, debido a problemas puramente técnicos— la operación de tomar partido, de tomar posición a favor o en contra, ha substituido a la obligación de pensar. Se trata de una lepra que se ha originado a partir de los medios políticos y se ha extendido, a través de todo el país, a la casi totalidad del pensamiento.
Es dudoso que se pueda remediar esta lepra que nos mata sin antes suprimir los partidos políticos.

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