Una forma muy cara de contar una historia

Hay muchas formas de contar historias. En la plaza pública, ante un nutrido grupo de oidores... o en una reunión de amigos no muy numerosa; representando entre varios una historia... escribiéndola desde todos los estilos y géneros posibles... El cine es también un modo de contar historias, pero muy caro. Hijo de la fotografía, el cine es un arte de lo visual que mata, en cierta medida la imaginación, y exalta la interpretación.
En el teatro griego el actor se ocultaba tras la máscara. El protagonista absoluto era el texto del dramaturgo. En el teatro de la Edad Moderna ya no hay máscaras, pero el protagonista sigue siendo el texto. Aun así, los actores de teatro poseen un alto mérito al interpretar durante largo tiempo con el esfuerzo de memoria, dicción y lenguaje corporal adecuado.
La fotografía inventa el primer plano y, con él, la exaltación de lo verosímil. Esto se ha traspasado al cine, donde los actores gozan de una relevancia excesiva. Ya los protagonistas no son Sófocles o Calderón, sino Humphrey Bogart o Bette Davis. Es curioso que se admire tanto a los que no hacen sino imitan. Es cierta iconolatría, fotolatría. Y, en cierto sentido, es una muerte de la literatura.
La literatura es el reino de la palabra; el cine es el reino de la imagen. En las artes hay cierta consagración de la apariencia; en el cine la apariencia no es camino sino fin. La invasión icónica neutraliza la imaginación que queda así atrapada por el dirigismo fotográfico.
Los elevados costes del cine facilitan su conversión en industria, su mercantilización. Una industria que, como la de los bestseller, convierten en consumo el arte.


Entre el actor con máscara y la actuación obsesionada con la verosimilitud hay una gama de grises. Probablemente la obsesión por lo verosímil sea un influjo de la fotografía. Es posible que la fotografía haya tenido un influjo devastador en las artes plásticas, la publicidad y el teatro. El cine es producto suyo. La fotografía es la representación de la representación, y su efecto es sacralizador de la apariencia. El contraste se visualiza muy bien en una parada de autobús. Las personas que esperan el autobús son personas normales. Las personas normales no son actores ni actrices embadurnados, ni modelos arreglados con la informática. Y esas personas normales se sitúan en una parada que, normalmente, porta unos carteles con rostros completamente irreales. Gente tan bella como artificial.

El teatro, aun inficionado por la tiranía de lo verosímil, permite, al menos, contemplar la heroicidad de la representación. El cine, en cambio, suele presentar unas imágenes tan perfectas y medidas como falsas, con esa repetición compulsiva del director medio en búsqueda de esa toma perfecta.

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