(Según Luis Astrana Marín).
Llegaron los días dorados de Septiembre, acentuando la desilusión enervadora del dulce clima de Nápoles. Las galeras de don Sancho de Leiva esperaban en el puerto. Miguel vería la patria, luego de seis años de ausencia. Había recorrido toda Italia de arriba a abajo, vivido su vida y explayado y refinado su espíritu en aquel emporio de las artes y de la literatura. Conocía a fondo las ciudades de Roma, Nápoles, Génova, Florencia, Palermo, Mesina, Venecia, Milán, Plasencia, Ferrara, Ancona, -[450]- Bolonia (1), Luca, Parma y otras, de algunas de las cuales nos dejó exactas y bellas descripciones; navegado los mares Mediterráneo, Adriático, Jónico, Tirreno y Ligur, con las costas de Grecia, Albania y Africa. Iba rico de observaciones y ahíto de experiencias, «pues (como decía) las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos» (2). En sus correrías de soldado, había oído repetidamente el Aconcha, patron; pasa acá, marigoldo; venga la macatela, li polastri, e li macarroni (3). «Sonábale bien aquel Ecco li buoni pollastri, picioni, presuto e salcicie, con otros nombres de quien los soldados se acuerdan cuando de aquellas partes vienen a éstas y pasan por la estrecheza e incomodidades de las ventas y mesones de España» (4). No desconocía los francolines de Milán, los faisanes de Roma ni la ternera de Sorrento (5).
Llevaba pintada muy al vivo « la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías»(6). Consideraba a Florencia «ciudad rica y famosa de Italia en la provincia que llaman Toscana» (7), y le contentó «en extremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles» (8). En cambio, Luca era «pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles» (9). De Palermo le parecía bien «el asiento y belleza; y de Micina, el puerto, y de toda la -[451]- isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia» (1).
Después de Roma (2), lo que más profunda impresión le produjo fué Nuestra Señora de Loreto, «en cuyo santo templo no vió paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las innumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios por intercesión de su Divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vió el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron, y no entendieron, todos los -[452]- cielos, y todos los ángeles, y todos los moradores de las moradas sempiternas» (1).
De Venecia creía «que, a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante; merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se extiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número» (2). En cuanto a Milán (3), teníala por «oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia, ciudad, en fin, de quien se dice que -[453]- puede decir y hacer; haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo, y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias» (1).
Tal era la visión que llevaba Cervantes de Italia, referida en sus obras, cuando en unión de su hermano Rodrigo, con sus bultos a cuestas, donde presumiremos irían algunos volúmenes, y la espada al cinto, en la que no sabemos si cifraba todavía su porvenir, se dirigió al puerto de Nápoles hacia el 20 de Septiembre de 1575.
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