Aquellos cuyo amor es más grande que su objeto

Yo he ido al amor porque el amor es vida y el egoísmo muerte, pero si mi inmolación es un suicidio, si el amor al matarme se mata a sí mismo, ¿qué me queda que no mienta? ¿Estoy, pues, retenido entre estas dos formas de la muerte que son el egoísmo y el suicidio? Señalemos aquí -contra los adoradores del heroísmo gratuito- que el suicidio se opone tanto al amor como el egoísmo. El suicida muere para sí mismo como el egoísta vive para sí mismo: el suicidio es el egoísmo en la muerte. Pero todas las resonancias afectivas que la noción de inmolación puede despertar en nosotros, se rebelan contra esta asimilación sacrílega.

Psicológicamente y metafísicamente, la inmolación se sitúa en las antípodas del suicidio. Inmolarse, no es saltar más allá de la vida, sino más allá de mi vida en todo lo que tiene de limitado y cerrado. El sacrificio. El sacrificio supremo sólo puede ser concebido como una ruptura de los límites, una apertura absoluta, no la muerte del yo, sino su transmutación total en amor.

Sólo Dios --el Dios de los cristianos, el Dios de los vivos- es capaz de sustraer el amor a esta doble amenaza del egoísmo y el suicidio: tan sólo El es lo suficientemente puro para salvarnos de nosotros mismos, y lo suficientemente fuerte para salvamos de la muerte. Y en ello reside la perfección del intercambio orgánico. Todas nuestras restantes fidelidades son relativas. Esposa, amigos, patria, ideal, sólo estamos unidos a estos seres y a estas cosas por una parte de nosotros mismos; el intercambio no es absoluto entre ellos y nosotros, su desaparición nos dejaría mutilados pero no destruidos, en una palabra, podemos separarnos. Pero ¿quién nos separará del amor de Dios? Sólo hay un tú más profundo que el yo: aquel que crea el yo, el tú por el que digo yo. Y sólo hay un objeto más precioso que el sujeto, y este objeto no se opone al sujeto para limitarle, se abre a él para absorberle y el sujeto se encuentra en él dilatado hasta los orígenes y confines de la vida.



 Sólo podemos morir por Aquel para el que vivimos; no podemos ser fieles sin reserva ni condición más que a Aquel que crea en nosotros la fidelidad. Lo repito: solamente aquí son absolutos el intercambio, el acuerdo: el acto de abandono total de nosotros mismos es como el reflujo armonioso de la onda divina que nos crea. El hombre sólo puede consentir en ahogarse en su fuente....

Y en esta fuente es donde beben secretamente todos aquellos cuyo amor es más grande que su objeto, todos aquellos que sufren y mueren por lo que se fosiliza o traiciona. Sólo Dios, presente o no a la conciencia, simplemente presentido o ya poseído, constituye el tertium quid absoluto a través del cual nuestras restantes fidelidades pueden dominar el tiempo y la muerte. Referidos a El, todos nuestros compromisos terrestres toman un sentido y un alcance supremos. El eterniza nuestros intercambios verdaderos; en cuanto a los demás -aquellos cuya alma unida a objetos vanos o muertos se entrega sin recibir nada los vuelve fecundos en el plano celestial...

Pues la fidelidad puede equivocarse de objeto, como a veces la limosna se equivoca de pobre. Pero igualmente que la limosna, cuando procede de un corazón puro, nunca equivoca a Dios.

Gustave Thibon, La crisis moderna del amor, Fontanella, Barcelona, 1976.

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