Plegaria de la buena muerte

Ahora que la muerte no está lejos
(la verdad es que siempre estuvo cerca),
y me hace cada vez más carantoñas,
me acuerdo -porque truena-, de los Dioses
de mi infancia, los Dioses de mis padres,
para pedirles una buena muerte.
Y me acuerdo de uno, sobre todo,
que son tres (como el Corum de Mike Moorcock):
aquel Anciano de tan mal carácter
que presidía el Viejo Testamento,
el guapo Mozo al que crucificaban
en el Nuevo, y el Pneuma o Santo Espíritu,
que los funde y congrega en la Paloma
que corona la frente del Anciano.
Señor de mi niñez, aunque no existas
(¿existo acaso yo?), quiero pedirte
por escrito, con pólizas y sellos,
que el terrible momento de mi tránsito
a las estrellas (o al ardiente Tártaro)
sea apacible y suave, sin dolores;
que me vaya a la luz (o a la tiniebla)
sin estridencias y sin dar la lata,
después de haberme puesto a bien contigo
y con toda mi gente. Sé que hay muchas
variables que pueden influir
en el momento de morirse uno,
casi siempre molestas y angustiosas,
y que no puedes darle a todo quisque
una muerte benéfica y serena.
Sé, además, que no soy un buen cristiano
y que tengo problemas de empatía
con los desheredados de este mundo.
Pero, a pesar de todo, te lo pido,
amparado en la fe de mis mayores,
en mi proverbial jeta y en la hondura
infinita de tu misericordia:
dame una buena muerte, sé benévolo
conmigo en ese trance, por favor.

Luis Alberto de Cuenca

 

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