Carta desde mi celda (IV y IX): todo lo que no es nuevo se menosprecia

Cuando no se conocen ciertos períodos de la historia más que por la incompleta y descarnada relación de los enciclopedistas, ó por algunos restos diseminados como los huesos de un cadáver, no pudiendo apreciar ciertas figuras desasidas del verdadero fondo del cuadro en que estaban colocadas, suele juzgarse de todo lo que fué con un sentimiento de desdeñosa lástima ó un espíritu de aversión intransigente; pero si se penetra, merced á un estudio concienzudo, en algunos de sus misterios, si se ven los resortes de aquella gran máquina que hoy juzgamos absurda al encontrarla rota, si, merced á un supremo esfuerzo de la fantasía ayudada por la erudición y el conocimiento de la época, se consigue condensar en la mente algo de aquella atmósfera de arte, de entusiasmo, de virilidad y de fe, el ánimo se siente sobrecogido ante el espectáculo de su múltiple organización, en que las partes relacionadas entre sí corespondían perfectamente al todo, y en que los usos, las leyes, las ideas y las aspiraciones se encontraban en una armonía maravillosa. No es esto decir que yo desee para mí ni para nadie la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no tiene razón de ser nuevamente, y no será.


 Lo único que yo desearía es un poco de respetuosa atención para aquellas edades, un poco de justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino por donde hemos llegado hasta aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada por nuestra ingratitud é incuria. La misma certeza que tengo de que nada de lo que desapareció ha de volver, y que en la lucha de las ideas, las nuevas han herido de muerte á las antiguas, me hace mirar cuanto con ellas se relaciona con algo de esa piedad que siente hacia el vencido un vencedor generoso. En este sentimiento hay también un poco de egoísmo. La vida de una nación, á semejanza de la del hombre, parece como que se dilata con la memoria de las cosas que fueron, y á medida que es más viva y más completa su imagen, es más real esa segunda existencia del espíritu en lo pasado, existencia más preferible y positiva tal vez que la del punto presente. Ni de lo que está siendo ni de lo que será, puede aprovecharse la inteligencia para sus altas especulaciones: ¿qué nos resta pues, de nuestro dominio absoluto, sino la sombra de lo que ha sido? Por eso al contemplar los destrozos causados por la ignorancia, el vandalismo ó la envidia durante nuestras últimas guerras; al ver todo lo que en objetos dignos de estimación, en costumbres peculiares y primitivos recuerdos de otras épocas, se ha extraviado y puesto en desuso de sesenta años á esta parte; lo que las exigencias de la nueva manera de ser social trastornan y desencajan; lo que las necesidades y las aspiraciones crecientes desechan ú olvidan, un sentimiento de profundo dolor se apodera de mi alma, y no puedo menos de culpar el descuido ó el desdén de los que á fines del siglo pasado pudieron aún recoger para trasmitírnoslas íntegras las últimas palabras de la tradición nacional, estudiando detenidamente nuestra vieja España, cuando aún estaban de pie los monumentos testigos de sus glorias, cuando aún en las costumbres y en la vida interna quedaban huellas perceptibles de su carácter.
 Pero de esto nada nos queda ya hoy; y sin embargo, ¿quién sabe si nuestros hijos á su vez nos envidiarán á nosotros, doliéndose de nuestra ignorancia ó nuestra culpable apatía para trasmitirles siquiera un trasunto de lo que fué un tiempo su patria? ¿ Quién sabe si cuando con los años todo haya desaparecido, tendrán las futuras generaciones que contentarse y satisfacer su ansia de conocer el pasado con las ideas más ó menos aproximadas de algún nuevo Cuvier de la arqueología, que partiendo de algún mutilado resto ó una vaga tradición lo reconstruya hipotéticamente? Porque no hay duda: el prosaico rasero de la civilización va igualándolo todo. Un irresistible y misterioso impulso tiende á unificar los pueblos con los pueblos, las provincias con las provincias, las naciones con las naciones, y quién sabe si las razas con las razas. A medida que la palabra vuela por los hilos telegráficos, que el ferrocarril se extiende, la industria se acrecienta, y el espíritu cosmopolita de la civilización invade nuestro país, van desapareciendo de él sus rasgos característicos, sus costumbres inmemoriales, sus trajes pintorescos y sus rancias ideas. A la inflexible línea recta, sueño dorado de todas las poblaciones de alguna importancia, se sacrifican las caprichosas revueltas de nuestros barrios moriscos, tan llenos de carácter, de misterio y de fresca sombra; de un retablo al que vivía unida una tradición, no queda aquí más que el nombre escrito en el azulejo de una bocacalle; á un palacio histórico con sus arcos redondos y sus muros blasonados, sustituye más allá una manzana de casas á la moderna; las ciudades, no cabiendo ya dentro de su antiguo perímetro, rompen el cinturón de fortalezas que las ciñe, y unas tras otras vienen al suelo las murallas fenicias, romanas, godas ó árabes.
 ¿Dónde están los canceles y las celosías morunas? ¿Dónde los pasillos embovedados, los aleros salientes de maderas labradas, los balcones con su guarda-polvo triangular, las ojivas con estrellas de vidrio, los muros de los jardines por donde rebosa la verdura, las encrucijadas medrosas, los carasoles de las tafurerías y los espaciosos atrios de los templos? El albañil, armado de su implacable piqueta, arrasa los ángulos caprichosos, tira los puntiagudos tejados ó demuele los moriscos miradores, y mientras el brochista roba á los muros el artístico color que le han dado los siglos, embadurnándolos de cal y almagra, el arquitecto los embellece á su modo con carteles de yeso y cariátides de escayola, dejándolos más vistosos que una caja de dulces franceses. No busquéis ya los cosos donde justaban los galanes, las piadosas ermitas albergue de los peregrinos, ó el castillo hospitalario para el que llamaba de paz á sus puertas. Las almenas caen unas tras otras de lo alto de los muros y van cegando los fosos; de la picota feudal sólo quedan un trozo de granito informe, y el arado abre un profundo surco en el patio de armas. El traje característico del labriego comienza á parecer un disfraz fuera del rincón de su provincia; las fiestas peculiares de cada población comienzan á encontrarse ridiculas ó de mal gusto por los más ilustrados, y los antiguos usos caen en olvido, la tradición se rompe y todo lo que no es nuevo se menosprecia.




 Estas innovaciones tienen su razón de ser, y por tanto no seré yo quien las anatematice. Aunque me entristece el espectáculo de esa progresiva destrucción de cuanto trae á la memoria épocas que, si en efecto no lo fueron solo por no existir ya, nos parecen mejores, yo dejaría al tiempo seguir su curso y completar sus inevitables revoluciones, como dejamos á nuestras mujeres ó á nuestras hijas que arrinconen en un desván los trastos viejos de nuestros padres para sustituirlos con muebles modernos y de más buen tono; pero ya que ha llegado la hora de la gran trasformación, ya que la sociedad animada de un nuevo espíritu se apresura á revestirse de una nueva forma, debíamos guardar, merced al esfuerzo de nuestros escritores y nuestros artistas, la imagen de todo eso que va á desaparecer, como se guarda después que muere el retrato de una persona querida. Mañana, al verlo todo constituido de una manera diversa, al saber que nada de lo que existe existía hace algunos siglos, se preguntarán los que vengan detrás de nosotros de qué modo vivían sus padres, y nadie sabrá responderles; y no conociendo ciertos pormenores de localidad, ciertas costumbres al influjo de determinadas ideas en el espíritu de una generación, que tan perfectamente reflejaran sus adelantos y sus aspiraciones, leerán la historia sin sabérsela explicar, y verán moverse á nuestros héroes nacionales con la estupefacción con que los muchachos ven moverse una marioneta sin saber los resortes á que obedece.
 A mí me hace gracia observar como se afanan los sabios, qué grandes cuestiones enredan, y con qué exquisita diligencia se procuran los datos acerca de las más insignificantes particularidades de la vida doméstica de los egipcios ó los griegos, en tanto que se ignoran los más curiosos pormenores de nuestras costumbres propias; cómo se remontan y se pierden de inducción en inducción, por entre el laberinto de las lenguas caldáicas, sajonas ó sánscritas, en busca del origen de las palabras, en tanto que se olvidan de investigar algo más interesante: el origen de las ideas.
 En otros países más adelantados que el nuestro, y donde por consiguiente, el ansia de las innovaciones lo ha trastornado todo más profundamente, se deja ya sentir la reacción en sentido favorable á este género de estudios; y aunque tarde, para que sus trabajos den el fruto que se debió esperar, la Edad Media y los períodos históricos que más de cerca se encadenan con el momento actual, comienzan á ser estudiados y comprendidos. Nosotros esperaremos regularmente á que se haya borrado la última huella para empezar á buscarla. Los esfuerzos aislados de algún que otro admirador de esas cosas, poco ó casi nada pueden hacer. Nuestros viajeros son en muy corto número, y por lo regular no es su país el campo de sus observaciones. Aunque así no fuese, una excursión por las capitales, hoy que en su gran mayoría están ligadas con la gran red de vías férreas, escasamente lograría llenar el objeto de los que desean hacer un estudio de esta índole. Es preciso salir de los caminos trillados, vagar al acaso de un lugar en otro. dormir medianamente, y no comer mejor; es preciso fe y verdadero entusiasmo por la idea que se persigue para ir á buscar los tipos originales, las costumbres primitivas y los puntos verdaderamente artísticos á los rincones donde su oscuridad les sirve de salvaguardia, y de donde poco á poco los van desalojando la invasora corriente de la novedad y los adelantos de la civilización. Todos los días vemos á los gobiernos emplear grandes sumas en enviar gentes que no sin peligros y dificultades recogen en lejanos países bichitos, florecitas y conchas.
 Porque yo no sea un sabio ni mucho menos, no dejo de conocer la verdadera importancia que tienen las ciencias naturales; pero la ciencia moral ¿por qué ha de dejarse en un inexplicable abandono? ¿Por qué al mismo tiempo que se recogen los huesos de un animal antidiluviano, no se han de coger las ideas de otros siglos traducidas en objetos de arte y usos extraños, diseminados acá y allá como los fragmentos de un coloso hecho mil pedazos? Este inmenso botín de impresiones de pequeños detalles, de joyas extraviadas, de trajes pintorescos, de costumbres características animadas y revestidas de esa vida que presta á cuanto toca una pluma inteligente ó un lápiz diestro, ¿no creen ustedes, como yo, que serían de grande utilidad para los estudios particulares y verdaderamente filosóficos de un período cualquiera de la historia? Verdad que nuestro fuerte no es la historia. Si algo hemos de saber en este punto, casi siempre se ha de tomar algún extranjero el trabajo de decírnoslo del modo que á él mejor le parece. Pero, ¿por qué no se ha de abrir este ancho campo á nuestros escritores facilitándoles el estudio y despertando y fomentando su afición? Hartos estamos de ver en obras dramáticas, en novelas que se llaman históricas y cuadros que llenan nuestras exposiciones, asuntos localizados en este ó el otro período de un siglo cualquiera, y que cuando más, tienen de ellos un carácter muy dudoso y susceptible de severa crítica, si los críticos á su vez no supieran en este punto lo mismo ó menos que los autores y artistas á quienes han de juzgar.
 Las colecciones de trajes y muebles de otros países, los detalles que acerca de costumbres de remotos tiempos se hallan en las novelas de otras naciones, ó lo poco ó mucho que nuestros pensionados aprenden relativo á otros tipos históricos y otras épocas, nunca son idénticos ni tienen un sello especial; son las únicas fuentes donde bebe su erudición y forma su conciencia artística la mayoría. Para remediar este mal, muchos medios podrían proponerse más ó menos eficaces, pero que al fin darían algún resultado ventajoso. No es mi ánimo, ni he pensado lo suficiente sobre la materia , el trazar un plan detallado y minucioso que, como la mayor parte de los que se trazan, no llegue á realizarse nunca. No obstante, en ésta ó en la otra forma, bien pensionándolos, bien adquiriendo sus estudios ó coadyuvando á que se diesen á luz, el gobierno debía fomentar la organización periódica de algunas expediciones artísticas á nuestras provincias. Estas expediciones, compuestas de grupos de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente recogerían preciosos materiales para obras de grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese comercio de ideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un verdadero arsenal de datos, ideas y descripciones útiles para todo género de estudios.
 Además de la ventaja inmediata que reportaría esta especie de inventario artístico é histórico de todos los restos de nuestra pasada grandeza, ¿qué inmensos frutos no daría más tarde esa semilla de impresiones, de enseñanza y de poesía, arrojada en el alma de la generación joven, donde iría germinando para desarrollarse tal vez en lo porvenir? Ya que el impulso de nuestra civilización, de nuestras costumbres, de nuestras artes y de nuestra literatura viene del extranjero, ¿por qué no se ha de procurar modificarlo poco á poco, haciéndolo más propio y más característico con esa levadura nacional?
 Como introducción al rápido bosquejo de uno de esos tipos originales de nuestro país, que he podido estudiar en mis últimas correrías, comencé á apuntar de pasada y á manera de introducción algunas reflexiones acerca de la utilidad de este género de estudios. Sin saber cómo ni por dónde, la pluma ha ido corriendo, y me hallo ahora con que para introducción es esto muy largo, si bien ni por sus dimensiones y su interés, parece bastante para formar artículo de por sí. De todos modos, allá van esas cuartillas, valgan por lo que valieren: que si alguien de más conocimientos é importancia, una vez apuntada la idea, la desarrolla y prepara la opinión para que fructifique, no serán perdidas del todo. Yo, entretanto, voy á trazar un tipo bastante original, y que desconfío de poder reproducir. Ya que no de otro modo, y aunque poco valga, contribuiré al éxito de la predicación con el ejemplo.

CARTA NOVENA

A LA SEÑORITA DONA M. L. A.

 Apreciable amiga: Al enviarle una copia exacta, quizás la única que de ella se ha sacado hasta hoy, prometí á V. referirle la peregrina historia de la imagen, en honor de la cual un príncipe poderoso levantó el monasterio, desde una de cuyas celdas he escrito mis cartas anteriores.
 Es una historia que, aunque trasmitida hasta nosotros por documentos de aquel siglo y testificada aún por la presencia de un monumento material, prodigio del arte, elevado en su conmemoración, no quisiera entregarla al frío y severo análisis de la crítica filosófica, piedra de toque, á cuya prueba se someten hoy día todas las verdades.
 A esa terrible crítica, que alentada con algunos ruidosos triunfos, comenzó negando las tradiciones gloriosas y los héroes nacionales, y ha acabado por negar hasta el carácter divino de Jesús, ¿qué concepto le podría merecer ésta, que desde luego calificaría de conseja de niños?
 Yo escribo y dejo poner estas desaliñadas líneas en letras de molde, porque la mía es mala, y solo así le será posible entenderme; por lo demás, yo las escribo para V., para V. exclusivamente, porque sé que las delicadas flores de la tradición solo puede tocarlas la mano de la piedad, y solo á ésta le es dado aspirar su religioso perfume sin marchitar sus hojas.

[...]

Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso, comenzaba á desfallecer ante la perspectiva de una noche eterna, perdido en aquellas soledades y expuesto al furor de los desencadenados elementos; ya su noble cabalgadura, aterrorizada y medrosa, se negaba á proseguir adelante, inmóvil y como clavada en la tierra, cuando, dirigiendo sus ojos al cielo, dejó escapar involuntariamente de sus labios una piadosa oración á la Virgen, á quien el cristiano caballero tenía costumbre de invocar en los más duros trances de la guerra, y que en más de una ocasión le había dado la victoria. La Madre de Dios oyó sus palabras, y descendió á la tierra para protegerle. Yo quisiera tener la fuerza de imaginación bastante para poderme figurar cómo fué aquello. Yo he visto pintadas por nuestros más grandes artistas algunas de esas místicas escenas; yo he visto, y usted habrá visto también á la misteriosa luz de la gótica catedral de Sevilla, uno de esos colosales lienzos en que Murillo, el pintor de las santas visiones, ha intentado fijar para pasmo de los hombres un rayo de esa diáfana atmósfera en que nadan los ángeles como en un océano de luminoso vapor; pero allí, es necesaria la intensidad de las sombras en un punto del cuadro para dar mayor realce á aquel en que se entreabren las nubes como con una explosión de claridad; allí, pasada la primera impresión del momento, se ve el arte luchando con sus limitados recursos para dar idea de lo imposible.

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