El
Diccionario de la Academia no contiene este vocablo; pero es uno de
los propuestos por el último de los individuos del insigne
cuerpo literario para la edición que está
imprimiéndose. Por si la Academia no le acepta, conste que
entiendo yo por
Cervantismo: La manía de los Cervantistas;
y por
Cervantista: El admirador de Cervantes, y el que se dedica
a ilustrar y comentar sus obras.
En
rigor, pues, estos párrafos debieran haberse incluido entre
los que, bajo el rótulo de Manías, quedan
algunas páginas atrás; pero son tantos, y de tal
índole la enfermedad a que se refieren, que bien merecen
vivir de cuenta propia y establecerse capítulo aparte.
Dice Chateaubriand, hablando de los españoles como soldados,
que nuestro empuje en el campo de batalla es irresistible;
pero que nos conformamos con arrojar al enemigo de sus posiciones,
en las cuales nos tendemos, con el cigarrillo en la boca y la
guitarra en las manos, a celebrar la victoria.
Si
despojamos a esta pintura del colorido francés que la
califica, nos queda en ella un exactísimo retrato del
carácter español, no sólo en la guerra, sino
en todas las imaginables situaciones de la vida.
Ya
que no la guitarra, la pereza nacional nos absorbe los cinco
sentidos, y sólo cuando el hambre aprieta, o la bambolla
empuja, o la curiosidad nos mueve, sacudimos la modorra. Entonces
embestimos con el lucero del alba para estar donde él
estuvo, medrar de lo que medró y hacer todo cuanto él
hizo.
Pero de allí no pasamos. Nuestra política, nuestra
industria y nuestra literatura contemporáneas lo declaran
bien alto. Todo el mundo nos lleva la delantera, y siempre estamos
imitando a todo el mundo, menos en andar solos y por delante;
vivimos de sus desechos, y cada trapo que le cogemos nos vuelve
locos de entusiasmo, como si se hubiera cortado para nosotros.
Así estamos llenos de conquistas y de
«títulos a la admiración de las
naciones extranjeras»; todos somos ilustres
estadistas, invictos guerreros, sabios
hacendistas, insignes literatos, laboriosos
industriales y honrados obreros; hemos tenido
códigos a la francesa, códigos a la inglesa,
códigos a la americana; revoluciones de todos los
matices, reacciones de todas castas, triunfos de
todos calibres, progresos de todos tamaños; y a la
presente fecha, el ciudadano que tiene camisa propia se cree muy
rico; la escasa industria desaparece antes que la Hacienda la
devore; los bufos imperan en el teatro; el hijo de Paul de
Kock en la novela; los Panchampla en desfiladeros y
caminos reales, y la navaja del honrado menestral
desbandulla en las plazas públicas, a la luz del
mediodía, las víctimas a pares. De manera que quien
nos comprara por lo que decimos y nos vendiera por lo que hacemos,
buen pelo iba a echar con el negocio. A hacer cosas nuevas y
útiles nos ganará cualquiera; pero a ponderar lo que
hacemos no hay quien nos eche la pata, ni a hacerlo mal y fuera de
sazón, tampoco.
-Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el
cervantismo? -preguntará el lector, oliéndole lo
dicho a artículo de oposición más que
a otra cosa.
-No
sé -respondo- por cuál de los lados encajará
mejor en el asunto prometido; pero lo cierto es que a las mientes
se me ha venido con él y como eslabón de la misma
cadena de ideas. Acaso en el cervantismo vea yo algo de la
intemperancia, que, entre nosotros, lleva en todo lo demás
hasta el ridículo las cosas más serias y respetables;
quizá esa manía me ha hecho recordar la tendencia
española a perder en escarbar el huerto del vecino, el
tiempo que necesitamos para cultivar el propio; quizá me
asaltó las mientes el dicho de Chateaubriand pensando en los
valientes que conquistan el Quijote, y no pasan
de allí, y allí se quedan, rebuscando hasta las
polillas, como si ya no hubiera otra cosa que leer ni que estudiar
en el mundo; acaso coinciden los dos asuntos por el lado de la
facilidad con que pasamos de la apatía al asombro, de la
indiferencia al entusiasmo, de la fiebre al delirio...
¿Quién sabe? Pero el hecho existe, y ya no borro lo
escrito, aunque el lector me diga que soy uno de tantos como en
España malgastan sinfruto la hacienda, echando siempre los
garbanzos fuera de la olla.... Y vamos al caso.
Y
el caso es que ya estaba el mundo cansado de admirar a Cervantes y
de reproducir las ediciones del Quijote en todas las
lenguas que se hablan sobre la haz de la tierra, y aún eran
muy contadas en España las librerías en que se
vendiera la obra inmortal del ilustre soldado, que vivió de
las limosnas de los próceres y fue enterrado de caridad.
Conocíanla los literatos, poseíanla los menos de
ellos, y veíase de vez en cuando en los mezquinos estantes
de algún particular, al lado de Bertoldo,
cuyos chistes saboreaba con preferencia la patriarcal
familia. Los nombres de don Quijote y Sancho Panza eran populares;
pero contadísimas las personas que conocían a estos
personajes más que de oídas; teníanlos unas
por históricos, las menos por novelescos; pero ni unas ni
otras habían oído jamás el nombre del padre
que los engendró en su fantasía.
De
pronto, ayer, como quien dice, alguien, y no español
ciertamente, nos aguija y nos apunta el Quijote con el
dedo; sacudimos la tradional modorra, y allá vamos en
tropel, y caemos como espeso granizo sobre la obra señalada;
las prensas gimen vomitando ediciones populares del libro
insigne, entre los cuadernos de Jaime el Barbudo y Las
cavernas del crimen; y aunque las masas de levita siguen
prefiriendo estas creaciones para solaz del espíritu, el
nombre de Cervantes suena en todas partes y a todas horas, y las
plumas y las lenguas ya no saben decir sino «el Cautivo
de Argel» y «el Manco de
Lepanto».
¡Qué baraúnda! ¡Qué
vocerío! Hay hombre, ya con canas, que acaba de leer a
saltos el Quijote, y se escandaliza de buena fe al saber
que un mozo imberbe no le conoce todavía; otro no
le ha visto ni por el forro, y mira con lástima a quien
declara noblemente que no ha podido adquirir un ejemplar para
leerle... ¡Y cómo abunda esta clase de
admiradores!
-«Pero ¡qué hombre!... Pero ¡qué
libro!... Pero ¡qué tiempos aquellos en que se
morían de hambre tan preclaros ingenios! Como esa obra no
hay otra... El mundo la admira, y España no necesita
más que ella para su gloria... ¡Ah, Cervantes!
¡Ah, el Manco de Lepanto!... ¡Ah, el Cautivo de
Argel!».
Verdades como puños, enhorabuena; pero que tienen suma
gracia dichas por una generación, ya vieja, que no ha
reparado en ellas hasta que se las han metido por los ojos; y aun
así no las ha visto bien.
Y
sigue el estrépito, y llena los ámbitos de la patria,
y se conmueven los poetas de circunstancias y los
periodistas de afición y hasta los
filántropos de la usura; y allá van odas
Al Manco de Lepanto, y sonetos Al Cautivo de
Argel, y llega a verse el nombre de Cervantes en la
popa de un falucho carbonero, y en el registro de una mina de
turba, y en los membretes de una sociedad anónima,
y hasta en la muestra de una zapatería; y hoy se celebra el
aniversario de su muerte, y mañana el de su nacimiento, y al
otro día el de su redención por los frailes
trinitarios, y al otro, el de su casamiento; y aquí brota
una Academia cervantina, y allí un Semanario
cervantino y un Averiguador cervantesco; y en los
unos y en los otros, y acá y allá, no se trata sino
de Cervantes y sus obras; y Cervantes aparece en discursos, en
gacetillas, en charadas, en rompe-cabezas y en acertijos.
Lo
que era de temer, sucede al cabo: la fiebre se propaga,
hácese peste asoladora, y no se libran de ella ni los que
tienen el juicio más aplomado; caen hasta los cervantistas
de buena casta, y caen sobre el Quijote y sobre la memoria
de su autor, como antes cayera el servum pecus, y allí se están cual
si hubieran jurado, en el paroxismo de su manía, gastar en
la empresa hasta el último soplo de la vida; porque
cada cual cree encontrar en aquellas páginas inmortales lo
que más se acomoda a sus deseos y aficiones.
Imagínomelos yo como aquellos sabios resucitados de
que nos habla Balmes, husmeando el amplísimo
establecimiento, y tráenme a la memoria el caso de Mabillon
despitojándose sobre un viejo pergamino para descubrir
algún renglón medio borrado, cuando llega un
naturalista y tira hacia sí del pergamino, para ver si halla
en él huevos de polilla.
Merced a estas faenas sobrehumanas, sabemos hoy, por otros tantos
señores cervantistas, cuyas plumas lo han afirmado en sendos
escritos, a cual más serio y pespunteado, que de las obras
de Cervantes resulta que fue éste sobresaliente
teólogo,
jurisperito,
cocinero,
marino,
geógrafo,
economista,
médico,
liberal (¡patriotero!)
administrador militar (!!!!)
protestante (¡¡¡!!!)
viajero, etc., etc., etc.
Es
decir, Cervantes omniscio, y sus obras la suma de los
humanos conocimientos.
Pero ni con todo esto, ni con más de otro tanto por el
estilo, que no hay para qué mentar, ni con el pintoresco
catálogo de los cervantómanos que han contado las
veces que dice sí don Quijote, o Sancho vuesa
merced, y otros admiradores de parecida ralea, hemos
llegado al delirium
tremens de la enfermedad; puesto que hay un
español que ha dicho, y dice sin tregua ni descanso, porque
sospecho yo que por eso y para eso alienta y ha nacido:
-Caballeros, nada de lo que el mundo ha leído en el
Quijote es la obra de Cervantes.
Asombró el aserto, y preguntósele:
-Pues ¿qué otra cosa puede ser?
-Quiero decir -repuso el crítico-, que hasta ahora nadie ha
sabido leer el Quijote. No hay tal Dulcinea, ni tal Sancho
Panza, ni tales molinos, ni tales yangüeses, ni tal
ínsula Barataria, ni nada de lo que allí aparece tal
como suena. El Quijote, en suma, es una
alegoría.
-¡Canastos! Y ¿quién se lo ha dicho a
usted?
-Me
lo han dicho treinta años de estudio incesante de esa obra
maravillosa, y lo demuestro en catorce volúmenes de
comentarios, que he escrito y tengo en casa esperando un editor que
se atrevería con ellos.
-¡Tendrán que leer! Y diga usted, señor sabio,
¿qué especie de alegoría es esa que usted ha
visto en el famoso libro?
-Es, como si dijéramos, el siglo XIX hablando en
profecía en el siglo XVII; la luz de nuestras libertades
columbrada por un ojo sutil, a tan larga distancia; la protesta de
un alma generosa contra la cadena de la tiranía y las
mazmorras de la Inquisición.
-¡Cáspita! Luego Cervantes...
-Cervantes fue un libre-pensador; un demócrata que nos
precedió cosa de tres siglos.
-Pero, hombre, aquellas declaraciones terminantes de neto y
fervoroso católico, que a cada instante hace; aquel su
único propósito, que jamás oculta, de
escribir el Quijote para matar los libros de
caballerías...
-No
hagan ustedes caso de ello. También dice (no lo niega al
menos) que lo de cabalgar Sancho en el Rucio después de
habérsele robado Ginés de Pasamonte, fue un
lapsus de su memoria, si no descuido del impresor, y, sin
embargo, se le ha demostrado todo lo contrario... A
Cervantes hay que saber leerle, desengáñense
ustedes.
-Corriente; pero ¿cómo teniendo ese hombre tanto
talento, no logró hacerse entender de sus lectores?
-Porque temía a la Inquisición y al tirano.
-Callárase entonces y ahorrárase el riesgo y la
fatiga.
-No
debía callar, porque había nacido para escribir.
-Pero no alegorías; pues, por las trazas, no le daba el
naipe para ellas.
-¿Cómo que no?
-Hombre, me parece a mí que una alegoría que no halla
en cerca de tres siglos más que un sabio que la
desentrañe, no es cosa mayor que digamos.
-¿Y qué son tres siglos en la vida de la
humanidad?
-Trescientos años nada más; y aunque a usted le
parezcan pocos, pienso yo que, para desentrañar un libro,
sobran de ellos casi todos, aunque el libro esté en
vascuence, cuanto más en neto castellano...
No
se eche a broma el precedente diálogo, porque es la quinta
esencia de las polémicas sostenidas en la prensa, todos los
días, por el desenredador único de la
supuesta maraña del Quijote, contra los defensores
del servum pecus, que
no ha visto ni verá jamás en las páginas del
áureo libro otra cosa ¡y no es poco, en gracia de
Dios!, que lo que en ellas se dice y se enseña.
¡Ah!, y si al pasar esto -porque ha de pasar como
pasan las epidemias y las tempestades- nos viéramos libres
de las extravagancias del cervantismo, pudiéramos darnos con
un canto en los pechos; pero, no obstante lo impresionables que
somos y lo propensos, por ende, a olvidar mañana lo que hoy
nos alborota, como el mal deja semillas, éstas
germinarán andando los años, y, cuando menos menos,
ha de nacer de ellas una raza que, empezando por ver zurcidos en el
Quijote, acabe por negar la existencia de su autor.
Todos los grandes hombres van teniendo, en la posteridad, su fama
roída por este género de gusanos. Yo no sé
qué demonios anda por la mollera de ciertos sabios cuando
examinan las obras que admira el mundo, que, no bien las
contemplan, cuando ya exclaman: «esto nació ello
solo». ¡Como si no fueran más maravillosas
estas producciones espontáneas que la existencia de
un padre que las engendrara! A Homero le niega ya el último
zarramplín de la crítica, y hay una Escuela
antihomérica, a la cual se van arrimando todos los
catasalsas del helenismo; se está negando también a
Hesiodo, y hasta a Guttemberg y a Dante, y luego se negará
la luz del mediodía. Y ¿por qué no? ¿No
hay historiador que niega toda autoridad a los cinco siglos de
Roma? Y la maña es vieja: cien años hace
aseguró el P. Harduino, y hasta intentó probarlo, que
todos los libros griegos y latinos, excepción hecha de unos
pocos de Cicerón, Plinio, Horacio y Virgilio, habían
sido forjados en el siglo XII por una comunidad de frailes.
¡Y qué luz derraman estos sabios negativos en
las oscuridades con que van topando en sus investigaciones!
¡Con qué primor reconstruyen lo que derriban de un
voleo! Paréceles mucha obra la Iliada para un
hombre solo, de tan remotos siglos; niegan la existencia de Homero
fundándose en aquella potísima razón;
pregúntaseles entonces cómo se formó ese
admirable poema, y responde uno de ellos, Dissen, por ejemplo:
-De
la manera más fácil: se reunió una especie de
academia de cantores que se propusieron hacer una epopeya;
encargóse cada cual de un canto, y el resultado de esta
asociación fue la Iliada.
De
modo que nos salen, por esta cuenta, veintiséis Homeros, por
lo menos, ¡Y al sabio que los presenta le asombraba, por su
grandeza, un Homero solo!
Dos
cuartos de lo mismo ocurre con los sabios de otra catadura, cuando
nos hablan del Universo. Le niegan un Autor, porque no les cabe en
la cabeza la idea de tanto poder, y se le adjudican al
átomo, y sudan y se retuercen entre los laberintos
de una tecnología convencional y de unos procedimientos
fantasmagóricos, para venir a demostrar... que no saben lo
que traen entre manos, y que, a pesar de sus humos de gigantes, no
pasan de gusanillos de la tierra, como el más indocto de los
que en ella moramos.
Por
eso creo yo que a los sabios de la crítica les pasa algo
grave en la mollera, cada vez que se las han con otras de gran
calibre. No diré que este algo, y aun algos, sean tufillos
de la envidia; pero tampoco aseguro que lo sean de la caridad.
Volviendo al asunto, digo que nacerá quien niegue la
existencia de Cervantes, apoyando el aserto en la autoridad, por
supuesto, de otro sabio, necesariamente francés. Este tal
habrá descubierto que en el siglo XVII no sabían leer
ni escribir en España sino los frailes, a los cuales se
debió la traducción, del francés al
castellano, de aquel teatro admirable que ha estado pasando
tantísimos años por español de pura raza; que
los nombres de Lope, Moreto, Tirso, Calderón, etc., etc., no
son otra cosa que seudónimos con que se disfrazaban los
traductores temiendo a la Inquisición, que prohibía
el culto de las bellas letras a la gente de cogulla. En cuanto al
Quijote (seguirá diciendo el sabio de
mañana), basta examinarle una vez para convencerse de que no
pudo ser la obra de un hombre solo. La novela de Grisóstomo,
la de Dorotea y Luscinda, la del Curioso impertinente, la
del Cautivo, la del Mozo de mulas, etc.,
intercaladas, violentamente en la primera parte, y desenlazadas,
con otros varios sucesos, en la Venta de Juan Palomeque el Zurdo,
en una sola noche, lo prueban hasta la evidencia. Esas historias
las narrarían los ciegos por las calles al ronco son de la
guitarra, o las recitarían los inquisidores en las tertulias
de los señores de horca y cuchillo, mientras las
segnoritas y las monjas bailaban el zapateado y
el Jaleo de Jerez. Algún fraile ingenioso las
recogió, engarzólas en las populares
aventuras de un loco legendario, llamado, según doctas
pesquisiciones de un bibliómano cochinchino, don Fidalgo de
la Manga, y publicólo todo bajo el rótulo con que se
conoce la obra del supuesto Cervantes. Por lo que toca a la segunda
parte de la misma ¿quién ignora que se debe a los
frailes Agustinos, que la escribieron en odio al autor de otro
Quijote falsificado, al P. Avellaneda, Prior de los
Jerónimos del Escorial?
Cosa parecida se dirá de las Novelas ejemplares,
del Persiles y la Galatea: tradiciones
popularísimas en España, aunque de procedencia
francesa, recogidas y dadas a luz por frailes codiciosos que
explotaban el prestigio del imaginario Cervantes, hecho
célebre desde la aparición de la primera parte del
Quijote.
-Pero -seguirá diciendo el futuro bibliófilo
francés ¿qué mayor prueba de la no existencia
de Cervantes que la que nos dan los cervantistas españoles
del siglo XIX, en el que ya comenzaba a leer y escribir la clase
media, porque se había secularizado la enseñanza? En
el último tercio de aquel siglo no trataron los escritores
de España más que de Cervantes, y, sin embargo, no
pudieron hallar un solo rastro de su persona. Quién le
supuso soldado en Lepanto; quién cautivo en Argel;
quién teólogo; quién marino; quién
abogado; quién cocinero; quién médico;
quién ardiente propagandista de la Reforma; quién
afirmó que había nacido en Madrid; quién que
en Alcalá; quién que estuvo preso en Argamasilla;
quién que en Valladolid; y nada se prueba en limpio, ni
nadie supo jamás en qué punto de la tierra descansan
sus cenizas. La misma confusión de pareceres se observa en
lo relativo al texto primitivo y a la intención generadora
de la novela. Cada edición de ella en aquel siglo
salía ilustrada por un nuevo comentarista, que quitaba y
añadía, a su antojo, frases y períodos, so
pretexto de enmendar así los errores tipográficos del
impresor Juan de la Cuesta. Esto nos hace creer que el
Quijote que salió del siglo XIX no se parece en
nada al que, por primera vez, publicaron los frailes del XVII, de
cuyas ediciones no ha llegado un solo ejemplar a nuestros
días. Afortunadamente, se conservan catorce volúmenes
de un literato andaluz de aquella centuria en cuya obra se pone de
manifiesto la verdadera importancia del libro del supuesto
Cervantes. El tal libro es una ingeniosísima
alegoría, según afirma el intérprete feliz de
los catorce volúmenes; y a su parecer nos adherimos, no sin
declarar que si el perspicuo andaluz sudó tinta para dar con
la clave del enigma, nosotros hemos sudado pez para acomodar
nuestro criterio a las angosturas, nebulosidades y retortijones de
sus ingeniosos razonamientos. Pero a gimnasias más abstrusas
y complicadas nos tiene avezados el intelecto la filosofía
alemana; y al influjo de esa ciencia, madre de la actual
sabiduría, debemos este descubrimiento portentoso. De modo
que bien podemos decir, con otro ingeniosísimo comentarista,
contemporáneo del de los catorce volúmenes (el cual
comentarista de jactaba de poseer el autógrafo del famoso
libro): «Ni Cervantes es Cervantes, ni el Quijote es el
Quijote».
Estos y otros tales dichos del sabio francés de los futuros
siglos, llegarán a formar escuela; y esta escuela se
acreditará en España; y habrá españoles
que se pasarán la vida cotejando el fárrago
cervantista del siglo XIX con los asertos de la escuela; y
al fin perderán el jucio, y quizás den origen a una
nueva orden de cervantistas andantes, que saldrán
por el mundo a buscar las aventuras, deshaciendo escolios y
enderezando notas al Quijote y a la dudosa vida de su
autor, que es cuanto queda ya que ver.
Entre tanto, cosa es que abruma el espíritu la
contemplación del cervantismo de nuestros días,
malgastando lo mejor de la vida en resobar, sin pizca de respeto,
al más ilustre de los nombres y a la más hermosa de
las creaciones del humano ingenio; apesta y empalaga ese fervor
monomaníaco con que todo el mundo se da hoy a buscar
misterios en el fondo del libro, y habilidades en
el autor. Debémosle admiración, y es justo que se la
tributemos; pero no con cascabeles ni vestidos de payasos.
Popularícese el Quijote, y, si es necesario,
declárese de texto en las escuelas; pero no el que nos
ofrezca, arreglado a su caletre, el cervantismo al uso.
Si
las investigaciones hechas por doctos y respetables literatos,
desde Navarrete hasta Hartzenbusch, no bastan a poner en claro
cuáles son, en las primeras ediciones de Juan de la Cuesta,
errores del impresor, y cuáles descuidos de Cervantes,
inténtese esa empresa; pero una sola vez y por
gentes erigidas en autoridad literaria; y lo que resulte del
expurgo, sin más notas que las precisas para aclarar la
significación de palabras poco conocidas hoy del vulgo, o
para mostrar los pasajes en que Cervantes parodia escenas y trozos
de los libros de caballerías, algo, en suma, de lo
que hizo Clemencín (y no digo todo, porque este comentarista
cayó también en la impertinente tentación de
meterse en pespuntes y reparos gramaticales. como si quisiera
enmendar la plana a Cervantes), guárdese como oro en
paño y sea el modelo a que se ajusten cuantas ediciones del
Quijote se hagan en lo sucesivo; pues el mal no
está en que un literato de autoridad y de juicio meta su
escalpelo en las páginas del áureo libro, sino el
precedente que de ese modo se sienta para que todos nos demos a
expurgadores de faltas y a zurcidores de conceptos. Y aun
sin este riesgo, ¿qué se saca en limpio de las
enmiendas de los doctos, si cada uno de estos señores
está tan discorde con las de los demás, como lo
están todos ellos con el asendereado Juan de la Cuesta? Y si
ya entran por miles las confesadas alteraciones hechas en
el texto de las primeras ediciones por esos respetables literatos,
¿qué lector, al poner el dedo sobre una palabra del
Quijote, se atreve hoy a asegurar que esta palabra sea de
Cervantes y no de alguno de sus correctores? Y
¿quién se atreverá mañana si a la
afición reinante no se le ponen trabas?
Volviendo al cervantismo inconsciente e intemperante, digo que no
mezcle berzas con capachos, ni confunda tan lastimosamente lo serio
con lo bufo. Elévese una estatua en cada plaza
pública española al príncipe de nuestros
novelistas, y sea cada edición de sus obras un monumento
tipográfico; pero, por el amor de Dios, no pidamos
fiestas nacionales para cada uno de sus aniversarios, ni
nos demos todos a académicos cervantinos, ni
estampemos el egregio nombre en desvencijadas diligencias,
ni en sociedades de bailes públicos, ni salgamos a la calle
con cara de parientes del ilustre difunto, ni asociemos su memoria
a todas nuestras debilidades y sandeces. Léase y
estúdiese la inmortal obra, que deleite y enseñanzas
contiene para doctos e indoctos en todas las edades de la vida;
pero no pretenda cada lector imponerse a los demás con el
fruto de la tarea; pues cada hombre es un carácter, y, como
dijo un insigne escritor, disputando sobre reparos hechos, y no del
todo mal, a unas enmiendas suyas al Quijote,
|
¡Y adónde iríamos a parar si se diera, como se
va dando, en la gracia de remendar e interpretar el libro, al tenor
de esa suma de aprensiones, y conforme al parecer de cada
aprensivo?
Dudo mucho que el Gobierno de la nación permitiera a los
aficionados a la arquitectura poner sus manos en
determinados detalles artísticos de un monumento
público, so pretexto de que así lo quiso el
arquitecto, a quien no deben achacarse los errores de los canteros.
¿Ha habido pincel que se atreva a borrar el tercer
brazo con que aparece en el Museo uno de los mejores caballos de
Velázquez? Antes al contrario, ¿no se lleva el
respeto al gran pintor al extremo de hacerse las copias de tal
cuadro hasta con ese glorioso arrepentimiento?
¿Por qué no ha de merecernos iguales deferencias y
consideraciones el blasón de nuestra nobleza literaria?
Por
lo que a mí toca, desde luego aseguro que, si tuviera poder
para ello, declaraba el Quijote monumento nacional, y no
consentiría, bajo las penas más severas, que se
alterara en una sola tilde el texto de la edición que, por
los medios indicados, o por otros análogos que se juzgasen
mejores, se hubiera declarado oficial, con todas las
solemnidades y garantías apetecibles.
¿Que tiene erratas?... Que las tenga. ¿Que lo del
Rucio?... Mejor que mejor. ¿Habrá trastrueque de
párrafos, ni razonamientos que valgan lo que dice del caso
el mismo Cervantes en la segunda parte de la novela? ¿No son
estos descuidos y aquellos arrepentimientos y los otros deslices
gramaticales, el mejor testimonio de la frescura y espontaneidad de
la obra? ¿O creen los químicos del
cervantismo que un libro como el Quijote puede hacerse con
regia, compás y tiralíneas?
Si
Cervantes hubiera tenido que estar atento a cuantos tiquis-miquis
le quieren sujetar sus admiradores; si lo que dijo de
herir de soslayo los rayos del sol a su personaje al
lanzarse al mundo de las aventuras, lo dijo para que la posteridad
no dudara que salía de Argamasilla de Alba y no de otro
lugar manchego; si no fueron donaires de su pluma y primores de
lengua otros mil pasajes de su libro, sino estudiados disfraces de
otros tantos propósitos transcendentales; si cada
frase es un jeroglífico y cada nombre un anagrama; si,
amén de esto y mucho más, necesitó trabajar
con el calendario a la vista, y encarrilar a su caballero
por cualquiera de los itinerarios que le han trazado sus
comentaristas de ogaño, y conocer a palmos los senderos para
no dar con una aventura en martes, cuando, por el cómputo
del mapa y del almanaque, podía demostrársele que la
fazaña debió tener lugar en miércoles,
día de vigilia además, con otros muy curiosos
pormenores que el lector habrá visto, tan bien como yo, en
escolios, notas y folletos; si a todo esto, y a lo de la cocina, la
teología, la jurisprudencia, el protestantismo (!!!), la
economía política, etc., etc., etc... y otro tanto
más, tuvo que estar atento, repito, el glorioso novelista,
más le valiera no haber salido nunca del cautiverio de
Argel; que entre escribir un libro con tales trabas, o arrastrar
las de hierro bajo la penca de un moro argelino, aun con el ingenio
de Cervantes optara yo por el cautiverio, y saldría mejorado
en tercio y quinto.
¡Dichoso día aquél en que el cervantismo pase y
vuelva a reinar el Quijote en la patria literatura, sin
enmiendas, reparos ni aditamentos, y su autor perínclito sin
habilidades ni misterios! Venga, pues, la inmortal obra
sin teologías, náutica ni jurisprudencia, y, sobre
todo, sin claves ni itinerarios ni almanaques; venga, en
fin, como la hemos conocido los que peinamos ya canas, cuando en
ella aprendimos a leer, a pensar y a sentir; que así, al pie
de la letra y hasta con las erratas y garrafales descuidos de los
primeros impresores, ha sido admirada de todos los hombres y
traducida a todas las lenguas, y servido de pedestal a la fama de
Cervantes, que ya no cabe en el mundo.
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