De la Vida de Diego de Torres de Villarroel
Los libros gordos, los magros, los chicos y los
grandes, son unas alhajas que entretienen y sirven en
el comercio de los hombres. El que los cree, vive dichoso
y entretenido; el que los trata mucho, está muy
cerca de ser loco; el que no los usa, es del todo necio.
Todos están hechos por hombres y, precisamente, han
de ser defectuosos y oscuros como el hombre. Unos
los hacen por vanidad, otros por codicia, otros por la
solicitud de los aplausos, y es rarísimo el que para el
bien público se escribe. Yo soy autor de doce libros, y
todos los he escrito con el ansia de ganar dinero para
mantenerme. Esto nadie lo quiere confesar; pero atisbemos
a todos los hipócritas, melancólicos embusteros
que suelen decir en sus prólogos que por el servicio de
Dios, el bien del prójimo y redención de las almas dan
a luz aquella obra, y se hallará que ninguno nos la da
de balde, y que empieza el petardo desde la dedicatoria,
y que se espiritan de coraje contra los que no se la
alaban e introducen.
Muchos libros hay buenos, muchos malos e
infinitos inútiles. Los buenos son los que dirigen las
almas a la salvación, por medio de los preceptos de
enfrenar nuestros vicios y pasiones; los malos son los
que se llevan el tiempo, sin la enseñanza ni los avisos
de esta utilidad; y los inútiles son los más de todas
las que se llaman facultades. Para instruirse en el
idioma de la medicina y comer sus aforismos basta
un curso cualquiera, y pasan de doce mil los que hay
impresos sin más novedad que repetirse, trasladarse
y maldecirse los unos a los otros. Y lo mismo sucede
entre los oficiales y maestros que parlan y practican
las demás ciencias.
Yo confieso que para mí perdieron el crédito y
la estimación los libros después que vi que se vendían
y apreciaban los míos, siendo hechuras de un hombre
loco, absolutamente ignorante y relleno de desvaríos y
extrañas inquietudes. La lástima es –y la verdad– que
hay muchos autores tan parecidos a mí que solo se diferencian
del semblante de mis locuras en un poco de
moderación afectada; pero en cuanto a necios, vanos y
defectuosos, no nos quitamos pinta5. Finalmente, la
natural ojeriza, el desengaño ajeno y el conocimiento
proprio, me tienen días ha desocupado y fugitivo de su
conversación, de modo que no había cumplido los
treinta y cuatro años de mi edad cuando derrenegué de
todos sus cuerpos. Y una mañana que amaneció con
más furia en mi celebro esta especie de delirio, repartí
entre mis amigos y contrarios mi corta librería y solo
dejé sobre la mesa y sobre un sillón que está a la cabecera
de mi cama la tercera parte de Santo Tomás, Kempis,
el padre Croset6, don Francisco de Quevedo, y tal
cual devocionario de los que aprovechan para la felicidad
de toda la vida y me pueden servir en la ventura
de la última hora.
Los libros gordos, los magros, los chicos y los
grandes, son unas alhajas que entretienen y sirven en
el comercio de los hombres. El que los cree, vive dichoso
y entretenido; el que los trata mucho, está muy
cerca de ser loco; el que no los usa, es del todo necio.
Todos están hechos por hombres y, precisamente, han
de ser defectuosos y oscuros como el hombre. Unos
los hacen por vanidad, otros por codicia, otros por la
solicitud de los aplausos, y es rarísimo el que para el
bien público se escribe. Yo soy autor de doce libros, y
todos los he escrito con el ansia de ganar dinero para
mantenerme. Esto nadie lo quiere confesar; pero atisbemos
a todos los hipócritas, melancólicos embusteros
que suelen decir en sus prólogos que por el servicio de
Dios, el bien del prójimo y redención de las almas dan
a luz aquella obra, y se hallará que ninguno nos la da
de balde, y que empieza el petardo desde la dedicatoria,
y que se espiritan de coraje contra los que no se la
alaban e introducen.
Muchos libros hay buenos, muchos malos e
infinitos inútiles. Los buenos son los que dirigen las
almas a la salvación, por medio de los preceptos de
enfrenar nuestros vicios y pasiones; los malos son los
que se llevan el tiempo, sin la enseñanza ni los avisos
de esta utilidad; y los inútiles son los más de todas
las que se llaman facultades. Para instruirse en el
idioma de la medicina y comer sus aforismos basta
un curso cualquiera, y pasan de doce mil los que hay
impresos sin más novedad que repetirse, trasladarse
y maldecirse los unos a los otros. Y lo mismo sucede
entre los oficiales y maestros que parlan y practican
las demás ciencias.
Yo confieso que para mí perdieron el crédito y
la estimación los libros después que vi que se vendían
y apreciaban los míos, siendo hechuras de un hombre
loco, absolutamente ignorante y relleno de desvaríos y
extrañas inquietudes. La lástima es –y la verdad– que
hay muchos autores tan parecidos a mí que solo se diferencian
del semblante de mis locuras en un poco de
moderación afectada; pero en cuanto a necios, vanos y
defectuosos, no nos quitamos pinta5. Finalmente, la
natural ojeriza, el desengaño ajeno y el conocimiento
proprio, me tienen días ha desocupado y fugitivo de su
conversación, de modo que no había cumplido los
treinta y cuatro años de mi edad cuando derrenegué de
todos sus cuerpos. Y una mañana que amaneció con
más furia en mi celebro esta especie de delirio, repartí
entre mis amigos y contrarios mi corta librería y solo
dejé sobre la mesa y sobre un sillón que está a la cabecera
de mi cama la tercera parte de Santo Tomás, Kempis,
el padre Croset6, don Francisco de Quevedo, y tal
cual devocionario de los que aprovechan para la felicidad
de toda la vida y me pueden servir en la ventura
de la última hora.
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