domingo, 25 de agosto de 2013

El hombre exterior

Seamos sinceros: existe actualmente una hipertrofia del hombre exterior y una inquietante debilitación de su vigor interior.

La verdadera razón es el amor, y el amor es la verdadera razón. En su unidad son el verdadero fundamento y la meta de todo lo real.

H. Schade muestra el meollo de lo que Platón quiere decirnos hoy día con ese texto: «Contra lo que Platón nos pone en guardia es contra la utilización excesiva de un método filológico y contra la pérdida de realidad que dicha utilización lleva consigo». Allá donde la escritura convierte lo escrito en una barrera que se opone al conocimiento de su contenido, entonces la escritura misma se ha convertido en un arte negativo que no hace al hombre más sabio, sino que lo destierra a una morbosa
sabiduría de apariencias. Por eso, A. Kreiner señala con razón frente al «giro lingüístico»: «El abandono de la convicción de relacionarse mediante recursos lingüísticos con contenidos extralingüísticos, equivale al abandono de un discurso que de algún modo es todavía significativo»54. Sobre esta misma cuestión observa el papa lo siguiente en su encíclica: «La interpretación de esta Palabra [= la Palabra de Dios] no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera». El hombre no está preso en el gabinete de
espejos de las interpretaciones; él puede y debe irrumpir hacia lo real, que se halla detrás de las palabras y que a él se le muestra en las palabras y por medio de ellas.

La mayoría accidental se convierte en lo absoluto. Porque lo absoluto, lo ineludible vuelve a existir de nuevo. Nos hallamos expuestos al dominio del positivismo y de la absolutización de lo accidental, más aún, de lo manipulable. Si al hombre se le excluye de la verdad, entonces lo único que puede dominar sobre él es lo accidental, lo arbitrario. Por eso, no es «fundamentalismo», sino un deber de la
humanidad el proteger al hombre contra la dictadura de lo accidental que ha llegado a hacerse absoluto, y devolver al hombre su propia dignidad, que consiste precisamente en que ninguna instancia humana pueda dominarlo, porque él se encuentra abierto hacia la verdad misma.

Está en contradicción con la esencia de la filosofía un tipo de procedimiento científico que prohibe a la filosofia plantearse la cuestión acerca de la verdad, o que hace imposible plantearla. Esta cerrazón de la razón en sí misma, este empequeñecimiento de la razón, no puede ser la norma para la filosofía. Y la ciencia, en cuanto totalidad, no puede imposibilitar plantearse la genuina pregunta del hombre, sin la cual la ciencia misma sería finalmente una vana y peligrosa ocupación. No puede ser tarea de la
filosofia el someterse a un canon metodológico que tiene su razón de ser en sectores particulares del pensamiento. Su tarea debe ser precisamente reflexionar sobre el procedimiento científico en su totalidad, comprender críticamente su esencia y sobrepasarlo a la vez de forma racionalmente justificable, llegando a lo que le da propiamente su sentido. La filosofia debe preguntar siempre acerca del hombre mismo y, por tanto, tiene que indagar siempre acerca de la vida y la muerte, acerca de Dios y la eternidad. Para ello, tendrá que servirse ante todo de una aporta que cuestione
aquella clase de procedimiento científico que corta al hombre el camino para plantearse esas cuestiones y, partiendo de esas aporías que nuestra sociedad presenta claramente ante nuestros ojos, tendrá que volver a abrir el camino hacia lo necesario y hacia lo que aleja de nosotros la situación calamitosa. En la historia de la filosofía moderna no faltaron nunca tales intentos, y también en la actualidad existen suficientes enfoques alentadores que quieren abrir de nuevo la puerta a la cuestión acerca de la verdad, la puerta que sobrepase la actitud del lenguaje que gira en torno de sí mismo. En este sentido, el llamamiento de la encíclica es indudablemente una crítica de la cultura, una crítica de nuestra actual constitución cultural, pero se halla al mismo tiempo en profunda unidad con elementos esenciales de la lucha intelectual de la Edad Moderna. Nunca será anacrónica la seguridad de buscar y hallar la verdad. Esta seguridad es precisamente la que mantiene al hombre en su dignidad, la
que rompe los particularismos y, sobrepasando las fronteras culturales, aproxima a los hombres entre sí, partiendo de aquella dignidad que es común a todos ellos.

Frente a esa universalidad, el papa defiende la pluralidad de los caminos de la mente humana, la amplitud también de la racionalidad, la cual, según la correspondiente índole del objeto, tiene que conocer asimismo diferentes métodos. Lo que no es material no puede abordarse con métodos que se acomoden a lo material. De esta manera podríamos sintetizar a grandes rasgos la objeción presentada por el papa contra una forma de racionalidad que es unilateral.

«las culturas, cuando están profundamente enraizadas en lo humano, llevan consigo el testimonio
de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia».

Con la equiparación de los contenidos y con la idea de que todas las religiones son diferentes pero iguales en el fondo, no llegaremos muy lejos. El relativismo es peligroso, y lo es muy concretamente, tanto para la forma de lo humano en el individuo concreto como en la sociedad. La negativa dada a la verdad no sana al hombre. A nadie le pasará inadvertido todo lo malo que ha acontecido en la
historia en el nombre de buenas opiniones y de sanas intenciones.

Cuando la filosofa no tiene en cuenta en absoluto ese diálogo con la fe, termina siendo, como formuló una vez Jaspers, una «tarea seria que llega a estar vacía». Al final se ve obligada a renunciar a la cuestión acerca de la verdad, es decir, a abandonarse a sí misma. Porque una filosofa que no pregunta ya quiénes somos nosotros, para qué existimos, si existe Dios y si hay vida eterna, ha abdicado de ser filosofa.

En realidad, cuando no se habla acerca de Dios y del hombre, del pecado y de la gracia, de la muerte y de la vida eterna, entonces todo el griterío y el ruido que se produzcan serán tan sólo un intento vano para no reconocer que ha enmudecido lo auténticamente humano. El papa se opuso al peligro de tal silencio, y lo hizo con su parresia, con la sinceridad intrépida de la fe, y de esta manera prestó un
servicio no sólo a la Iglesia, sino también a la humanidad. Por ello debiéramos estarle agradecidos.

J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia,


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