jueves, 13 de junio de 2013

Escribir es ya organizar el mundo, es ya pensar

     Escribir es ya organizar el mundo, es ya pensar (aprender una lengua es aprender cómo se piensa en esa lengua). p. 33.

La claridad no es un atributo de la escritura: es la escritura misma, desde el instante en que está constituida como escritura, es la felicidad de la escritura, es todo ese deseo que está en la escritura. Es un problema, qué duda cabe, muy grave para un escritor el de los límites de su recibimiento; al menos, él escoge esos límites, y si le ocurre aceptar que sean estrechos es precisamente porque escribir no consiste en establecer una relación fácil con un término medio de todos los lectores posibles; consiste en establecer una relación difícil con nuestro propio lenguaje: un escritor tiene más obligaciones con una palabra que es su verdad que con el crítico de La Nation française o de Le Monde. La “jerga” no es un instrumento que tiene por fin aparentar, como se sugiere con inútil malevolencia; la “jerga” es una imaginación (por lo demás, choca como ella), la proximidad del lenguaje metafórico que un día habrá de necesitar el discurso intelectual.
Aquí defiendo el derecho al lenguaje, no mi propia “jerga”. Por otra parte, ¿cómo podría hablar de ella? Causa un profundo malestar (un malestar de identidad) el imaginar que se pueda ser propietario de cierta habla y que sea necesario defenderla como un bien en sus caracteres de ser. ¿Soy, pues, anterior a mi lenguaje? ¿Qué sería ese yo, propietario de aquello que precisamente lo hace ser? ¿Cómo puedo vivir mi lenguaje como un simple atributo de mi persona? ¿Cómo creer que si hablo es porque soy? Fuera de la literatura quizá sea posible mantener esas ilusiones; pero la literatura es precisamente lo que no lo permite. El interdicto que se lanza sobre los otros lenguajes es una manera de excluirse uno mismo de la literatura: no se puede ya, no debería poderse ya, como en los tiempos de Saint–Marc Girardin, establecer la policía de un arte y pretender hablar de él. pp. 34-35.



Cada época puede creer, en efecto, que detenta el sentido canónico de la obra, pero basta ampliar un poco la historia para transformar ese sentido singular en un sentido plural y la obra cerrada en obra abierta. La definición misma de la obra cambia; ya no es un hecho, histórico: pasa a ser un hecho antropológico puesto que ninguna historia lo agota. La variedad de los sentidos no proviene pues de un punto de vista relativista de las costumbres humanas; designa, no una inclinación de la sociedad al error, sino una disposición de la obra a la apertura; la obra detenta al mismo tiempo muchos sentidos, por estructura, no por la invalidez de aquellos que la leen. Por ello es pues simbólica: el símbolo no es la imagen sino la pluralidad de los sentidos. p. 52.



Todo lector lo sabe, siempre que no se deje intimidar por las censuras de la letra: ¿no siente acaso que retoma contacto con cierto más allá del texto, como si el lenguaje primero de la obra desarrollara en él otras palabras y le enseñara a hablar una segunda lengua? Es lo que se llama soñar. Pero el sueño tiene sus avenidas, según la frase de Bachelard, y estas avenidas están trazadas ante la palabra por la segunda lengua de la obra. La literatura es exploración del nombre: Proust ha sacado todo un mundo de esos pocos sonidos: Guermantes. En el fondo, el escritor tiene siempre la creencia de que los signos no son arbitrarios y que el nombre es una propiedad natural de la cosa: los escritores están del lado de Cratilo, no de Hermógenes. Ahora bien, debemos leer como se escribe: es entonces cuando “glorificamos” la literatura (“glorificar” es “manifestar en su esencia”) porque si las palabras no tuvieran más que un sentido, el del diccionario, si una segunda lengua no viniera a turbar y a liberar “las certidumbres del lenguaje”, no habría literatura[1]. Por eso las reglas de la literatura no son las de la letra, sino las de la alusión: son reglas lingüísticas, no reglas filológicas[2]. pp. 53-54.


[1] Mallarmé: “Si es que lo sigo —le escribe a Francis Vielé–Griffín—, usted basa el privilegio creador del poeta en la imperfección del instrumento en que debe tocar; una lengua hipotéticamente adecuada para traducir su pensamiento suprimiría al literato, que se llamaría, de hecho, el señor Todo el Mundo” (Citado por J. P. Richard en L’Univers imaginaire de Mallarmé, Seuil, 1961, p. 576).
[2] Recientemente y en muchas ocasiones se ha reprochado a la nueva crítica el contrariar la tarea del educador, que parece ser, esencialmente, la de enseñar a leer. La antigua retórica tenía, por ambición, enseñar a escribir: daba reglas de creación (de imitación), no de recepción. Podemos en efecto preguntarnos si aislar de tal modo las reglas no es empobrecer la lectura. Leer bien es virtualmente escribir bien, a saber, escribir según el símbolo.



Es así como “tocar” un texto, no con los ojos sino con la escritura, crea un abismo entre la crítica y la lectura, y que es el mismo que toda significación establece entre su borde significante y su borde significado. Porque nadie sabe nada del sentido que la lectura da a la obra, como significado, quizás porque ese sentido, siendo el deseo, se establece más allá del código de la lengua. Sólo la lectura anima la obra, mantiene con ella una relación de deseo. Leer es desear la obra, es querer ser la obra, es negarse a doblar la obra fuera de toda otra palabra que la palabra misma de la obra: el único comentario que podría producir un puro lector, y que le quedaría, sería el “pastiche” (como lo indicaría el ejemplo de Proust, aficionado a las lecturas y a los “pastiches”). Pasar de la lectura a la crítica es cambiar de deseo, es desear, no ya la obra, sino su propio lenguaje. Pero por ello mismo es remitir la obra al deseo de la escritura, de la cual había salido. Así da vueltas la palabra en torno del libro: leer, escribir: de un deseo al otro va toda literatura. ¿Cuántos escritores no han escrito sólo por haber leído? ¿Cuántos críticos no han leído sólo por escribir? Han apro­ximado los dos bordes del libro, las dos faces del signo, para que de ellos no salga sino una palabra. La crítica no es sino un momento de esta historia en la cual entramos y que nos conduce a la unidad —a la verdad de la escritura. pp. 81-82.
 
 

Crítica y verdad, Roland Barthes, Siglo XXI, Madrid 2005.

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