Escribir es ya organizar el mundo, es ya pensar (aprender una lengua es aprender cómo se piensa en esa lengua). p. 33.
Crítica y verdad, Roland Barthes, Siglo XXI, Madrid 2005.
La claridad no es un
atributo de la escritura: es la escritura misma, desde el instante en que está
constituida como escritura, es la felicidad de la escritura, es todo ese deseo
que está en la escritura. Es un problema, qué duda cabe, muy grave para un
escritor el de los límites de su recibimiento; al menos, él escoge esos
límites, y si le ocurre aceptar que sean estrechos es precisamente porque
escribir no consiste en establecer una relación fácil con un término medio de
todos los lectores posibles; consiste en establecer una relación difícil con
nuestro propio lenguaje: un escritor tiene más obligaciones con una palabra que
es su verdad que con el crítico de La Nation française o de Le Monde. La “jerga” no es un instrumento
que tiene por fin aparentar, como se sugiere con inútil malevolencia;
la “jerga” es una imaginación (por lo demás, choca como ella), la proximidad
del lenguaje metafórico que un día habrá de necesitar el discurso intelectual.
Aquí defiendo el derecho al
lenguaje, no mi propia “jerga”. Por otra parte, ¿cómo podría hablar de ella?
Causa un profundo malestar (un malestar de identidad) el imaginar que se pueda
ser propietario de cierta habla y que sea necesario defenderla como un bien en
sus caracteres de ser. ¿Soy, pues, anterior a mi lenguaje? ¿Qué sería ese yo,
propietario de aquello que precisamente lo hace ser? ¿Cómo puedo vivir mi
lenguaje como un simple atributo de mi persona? ¿Cómo creer que si hablo es
porque soy? Fuera de la literatura quizá sea posible mantener esas ilusiones;
pero la literatura es precisamente lo que no lo permite. El interdicto que se
lanza sobre los otros lenguajes es una manera de excluirse uno mismo de la
literatura: no se puede ya, no debería poderse ya, como en los tiempos de
Saint–Marc Girardin,
establecer la policía de un arte y pretender hablar de él. pp. 34-35.
Cada
época puede creer, en efecto, que detenta el sentido canónico de la obra, pero
basta ampliar un poco la historia para transformar ese sentido singular en un sentido
plural y la obra cerrada en obra abierta.
La definición misma de la obra cambia; ya no es un hecho, histórico: pasa a ser
un hecho antropológico puesto que ninguna historia lo agota. La variedad de los
sentidos no proviene pues de un punto de vista relativista de las costumbres
humanas; designa, no una inclinación de la sociedad al error, sino una
disposición de la obra a la apertura; la obra detenta al mismo tiempo muchos
sentidos, por estructura, no por la invalidez de aquellos que la leen. Por ello
es pues simbólica: el símbolo no es la imagen sino la pluralidad de los
sentidos. p. 52.
Todo
lector lo sabe, siempre que no se deje intimidar por las censuras de la letra:
¿no siente acaso que retoma contacto con cierto más allá del texto, como si el
lenguaje primero de la obra desarrollara en él otras palabras y le enseñara a
hablar una segunda lengua? Es lo que se llama soñar. Pero el sueño tiene sus
avenidas, según la frase de Bachelard, y estas avenidas están trazadas ante la
palabra por la segunda lengua de la obra. La literatura es exploración del
nombre: Proust ha sacado todo un mundo de esos pocos sonidos: Guermantes. En el
fondo, el escritor tiene siempre la creencia de que los signos no son
arbitrarios y que el nombre es una propiedad natural de la cosa: los escritores
están del lado de Cratilo, no de Hermógenes. Ahora bien, debemos leer como se
escribe: es entonces cuando “glorificamos” la literatura (“glorificar” es
“manifestar en su esencia”) porque si las palabras no tuvieran más que un
sentido, el del diccionario, si una segunda lengua no viniera a turbar y a
liberar “las certidumbres del lenguaje”, no habría literatura[1].
Por eso las reglas de la literatura no son las de la letra, sino las de la
alusión: son reglas lingüísticas, no reglas filológicas[2]. pp. 53-54.
[1] Mallarmé: “Si es que lo sigo —le escribe a Francis Vielé–Griffín—,
usted basa el privilegio creador del poeta en la imperfección del instrumento
en que debe tocar; una lengua hipotéticamente adecuada para traducir su
pensamiento suprimiría al literato, que se llamaría, de hecho, el señor Todo el
Mundo” (Citado por J. P. Richard en L’Univers imaginaire de Mallarmé, Seuil,
1961, p. 576).
[2] Recientemente y en muchas ocasiones se ha reprochado a la nueva
crítica el contrariar la tarea del educador, que parece ser, esencialmente, la
de enseñar a leer. La antigua retórica tenía, por ambición, enseñar a escribir:
daba reglas de creación (de imitación), no de recepción. Podemos en efecto
preguntarnos si aislar de tal modo las reglas no es empobrecer la lectura. Leer
bien es virtualmente escribir bien, a saber, escribir según el símbolo.
Es
así como “tocar” un texto, no con los ojos sino con la escritura, crea un
abismo entre la crítica y la lectura, y que es el mismo que toda significación
establece entre su borde significante y su borde significado. Porque nadie sabe
nada del sentido que la lectura da a la obra, como significado, quizás porque
ese sentido, siendo el deseo, se establece más allá del código de la lengua.
Sólo la lectura anima la obra, mantiene con ella una relación de deseo. Leer es
desear la obra, es querer ser la obra, es negarse a doblar la obra fuera de
toda otra palabra que la palabra misma de la obra: el único comentario que
podría producir un puro lector, y que le quedaría, sería el “pastiche” (como lo
indicaría el ejemplo de Proust, aficionado a las lecturas y a los “pastiches”).
Pasar de la lectura a la crítica es cambiar de deseo, es desear, no ya la obra,
sino su propio lenguaje. Pero por ello mismo es remitir la obra al deseo de la
escritura, de la cual había salido. Así da vueltas la palabra en torno del
libro: leer, escribir: de un deseo al otro va toda literatura. ¿Cuántos
escritores no han escrito sólo por haber leído? ¿Cuántos críticos no han leído
sólo por escribir? Han aproximado los dos bordes del libro, las dos faces del
signo, para que de ellos no salga sino una palabra. La crítica no es sino un
momento de esta historia en la cual entramos y que nos conduce a la unidad —a
la verdad de la escritura. pp. 81-82.
Crítica y verdad, Roland Barthes, Siglo XXI, Madrid 2005.
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