He leído Mi querido Dostoievski (Francisco Rodríguez Criado, Ediciones de La Discreta, Madrid, 2012, 266 páginas) en dos días, porque el estilo es muy fluido, por mor del talento del escritor y del género escogido: el epistolar; género literario tan antiguo como occidente -Cicerón, Ovidio, Séneca...; aunque el creador de la epístola-diario-confesión, que es lo que hay en Mi querido Dostoievski, remonta a San Agustín con sus Confesiones.
Estas cartas no son un ejercicio de retórica sino de vivencia o de supervivencia. Porque desde que existe la escritura se ha inaugurado una nueva forma de estar en el mundo.
En efecto, el lenguaje humano es primariamente oral. Por eso preocupaba tanto a Platón la escritura.
Pero que sea primariamente oral no quita valor a las palabras fijadas en una superficie más o menos lisa. La cuestión es que la oralidad y la escritura no son en absoluto intercambiables.
Es indudable que hay una zona de confluencia, de intersección; pero cada forma de expresión posee sus zonas propias. Pedro Salinas lo dijo en El defensor: hay cosas que solo se pueden decir por carta; y no solo en cuanto al contenido, sino quizás más aún, por la forma.
En la escritura el ser humano se encuentra más sereno, más consigo mismo, sin la interferencia emocional del otro, de los otros.
La forma epistolar va más allá del artificio, es una escritura dirigida a un destinatario. ¿pues no se conoce mejor el yo cuando se dirige a un tú?
Mi querido... es el epistolario de una inteligente anciana llamada Laura Bauer, habitante de Roma, que ha tenido una existencia digna de contar.
Lo significativo de este epistolario es que las cartas, fechadas entre 2009 y 2010, se remiten a un escritor muerto un siglo antes, el gran Dostoievski, el forjador de Crimen y castigo, Los hermazos Karamazov, Memorias del subsuelo, El jugador, y tantos otros libros.
¿Está loca Laura Bauer? En absoluto. Ella es una gran lectora, amante de los libros y, lo que hace sencillamente es cerrar el ciclo de la lectura, de su lectura, y ha abierto, a su vez, nuestro propio ciclo: algo que sucede cada vez que leemos un libro.
Si consideramos escritura y lectura como procesos de comunicación; el escritor es el emisor, el mensaje es el libro y el lector es el receptor. Pero la comunicación es bidireccional, dialógica.
De modo que el lector no es meramente pasivo; a su vez se convierte en receptor, y envía al autor su mensaje. (Que le llegue o no al autor ya es otra cuestión. Tendríamos que hablar de la inmortalidad del alma, leer el Fedón de Platón, etcétera, y no es el momento).
De manera que un buen lector hace lo que Laura Bauer: escribir cartas a sus autores.
Y en esa escritura el lector se conoce a sí mismo.
La lectura de un maestro como Dostoievski despierta el autoconocimiento. Es un auténtico diálogo. Porque el autor ruso conoce el corazón humano y lo da a conocer.
También es verdad que en nuestro disco duro occidental poseemos grabado el afán de encontrar el espíritu en la letra. Se ha hecho durante dos milenios con la Biblia. Pero esa es otra historia.
Estas cartas no son un ejercicio de retórica sino de vivencia o de supervivencia. Porque desde que existe la escritura se ha inaugurado una nueva forma de estar en el mundo.
En efecto, el lenguaje humano es primariamente oral. Por eso preocupaba tanto a Platón la escritura.
Pero que sea primariamente oral no quita valor a las palabras fijadas en una superficie más o menos lisa. La cuestión es que la oralidad y la escritura no son en absoluto intercambiables.
Es indudable que hay una zona de confluencia, de intersección; pero cada forma de expresión posee sus zonas propias. Pedro Salinas lo dijo en El defensor: hay cosas que solo se pueden decir por carta; y no solo en cuanto al contenido, sino quizás más aún, por la forma.
En la escritura el ser humano se encuentra más sereno, más consigo mismo, sin la interferencia emocional del otro, de los otros.
La forma epistolar va más allá del artificio, es una escritura dirigida a un destinatario. ¿pues no se conoce mejor el yo cuando se dirige a un tú?
Mi querido... es el epistolario de una inteligente anciana llamada Laura Bauer, habitante de Roma, que ha tenido una existencia digna de contar.
Lo significativo de este epistolario es que las cartas, fechadas entre 2009 y 2010, se remiten a un escritor muerto un siglo antes, el gran Dostoievski, el forjador de Crimen y castigo, Los hermazos Karamazov, Memorias del subsuelo, El jugador, y tantos otros libros.
¿Está loca Laura Bauer? En absoluto. Ella es una gran lectora, amante de los libros y, lo que hace sencillamente es cerrar el ciclo de la lectura, de su lectura, y ha abierto, a su vez, nuestro propio ciclo: algo que sucede cada vez que leemos un libro.
Si consideramos escritura y lectura como procesos de comunicación; el escritor es el emisor, el mensaje es el libro y el lector es el receptor. Pero la comunicación es bidireccional, dialógica.
De modo que el lector no es meramente pasivo; a su vez se convierte en receptor, y envía al autor su mensaje. (Que le llegue o no al autor ya es otra cuestión. Tendríamos que hablar de la inmortalidad del alma, leer el Fedón de Platón, etcétera, y no es el momento).
De manera que un buen lector hace lo que Laura Bauer: escribir cartas a sus autores.
Y en esa escritura el lector se conoce a sí mismo.
La lectura de un maestro como Dostoievski despierta el autoconocimiento. Es un auténtico diálogo. Porque el autor ruso conoce el corazón humano y lo da a conocer.
También es verdad que en nuestro disco duro occidental poseemos grabado el afán de encontrar el espíritu en la letra. Se ha hecho durante dos milenios con la Biblia. Pero esa es otra historia.
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