Don Quijote sale a los caminos para hacer justicia, para defender a los débiles. La justicia es fuerza de la razón frente a razón de la fuerza. La justicia es dar a cada uno lo suyo, y suele ser el más fuerte quien arrebata lo suyo al débil. La justicia es un contrapeso de la fuerza.
¿A quién hará justicia don Quijote?
¿A los de su tribu? (Odiseo) ¿A los de su familia? (Odiseo, Antígona, Hamlet) ¿A los de su confederación de tribus? (Agamenón) ¿A los de su ciudad? (Príamo, Creonte).
No. A todo aquel que precise justicia con independencia de sexo (Marcela, Basilio), edad (Andrés), nación...
Ese universalismo caballeresco es cristiano. No solo cristiano, sino inconcebible sin el cristianismo. La parábola del buen samaritano es el punto cero de este universalismo, y la declaración teórica, aquellas palabras de San Pablo: ya no hay judío ni griego, ni hombre ni mujer, ni libre ni esclavo...
La iniciativa quijotesca no es gubernamental, no es estatal. No es el Estado el creador de la justicia, ni el único garante de ella.
Don Quijote se levanta frente al estatalismo abstracto, sacralizado, napoleónico y hegeliano, socialistoide y colectivista. Ese estatalismo que deifica al Estado. El Estado como creador del hombre. El Estado como Redentor del hombre. El Estado como santificador del Hombre. Y, por supuesto, el Estado como educador del hombre.
Ese estatalismo que mira con sospecha cualquier iniciativa que no proceda del Estado. Lo privado, como privado de legitimidad.
Pero el hombre es un ser social por naturaleza (Aristóteles). Y lo que hace en la esfera social, social es. Y la sociedad empieza en la propia casa, porque la familia es el primer ámbito social y de socialización.
Pretender que toda enseñanza reglada descienda sobre los ciudadanos desde el Estado como si las personas, familias y asociaciones no tuvieran derecho a plasmar su impronta en la enseñanza es un totalitarismo, un atentado contra la libertad.
Lo social no puede aplastar lo personal.
Obligar a plegarse a lo mayoritario es dictatorial.
¿A quién hará justicia don Quijote?
¿A los de su tribu? (Odiseo) ¿A los de su familia? (Odiseo, Antígona, Hamlet) ¿A los de su confederación de tribus? (Agamenón) ¿A los de su ciudad? (Príamo, Creonte).
No. A todo aquel que precise justicia con independencia de sexo (Marcela, Basilio), edad (Andrés), nación...
Ese universalismo caballeresco es cristiano. No solo cristiano, sino inconcebible sin el cristianismo. La parábola del buen samaritano es el punto cero de este universalismo, y la declaración teórica, aquellas palabras de San Pablo: ya no hay judío ni griego, ni hombre ni mujer, ni libre ni esclavo...
La iniciativa quijotesca no es gubernamental, no es estatal. No es el Estado el creador de la justicia, ni el único garante de ella.
Don Quijote se levanta frente al estatalismo abstracto, sacralizado, napoleónico y hegeliano, socialistoide y colectivista. Ese estatalismo que deifica al Estado. El Estado como creador del hombre. El Estado como Redentor del hombre. El Estado como santificador del Hombre. Y, por supuesto, el Estado como educador del hombre.
Ese estatalismo que mira con sospecha cualquier iniciativa que no proceda del Estado. Lo privado, como privado de legitimidad.
Pero el hombre es un ser social por naturaleza (Aristóteles). Y lo que hace en la esfera social, social es. Y la sociedad empieza en la propia casa, porque la familia es el primer ámbito social y de socialización.
Pretender que toda enseñanza reglada descienda sobre los ciudadanos desde el Estado como si las personas, familias y asociaciones no tuvieran derecho a plasmar su impronta en la enseñanza es un totalitarismo, un atentado contra la libertad.
Lo social no puede aplastar lo personal.
Obligar a plegarse a lo mayoritario es dictatorial.
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