En el ejemplo clásico de Arquímedes aprendimos, en el colegio ya, la intensidad que puede alcanzar ese olvido de sí mismo, esa existencia fuera del mundo verdadero. Ustedes han de acordarse: ...Cuando la ciudad siciliana de Siracusa, al cabo de largo sitio, fue conquistada, y los soldados, penetrando en ella, empezaban a saquearla, uno de ellos entró en la casa de Arquímedes. Halló al gran matemático en medio de su jardín, donde con un bastón dibujaba figuras geométricas en la arena. Apenas lo distinguió, el asesino se abalanzó sobre él con la espada desnuda, pero el pensador ensimismado en sus problemas, sólo murmuraba, sin volver la cabeza: "No alteres mis círculos". En su estado de concentración creadora, Arquímedes sólo se había apercibido de que algún extraño pudiera destruir las figuras geométricas que acababa de dibujar en la arena. No sabía que aquel pie era el de un soldado dispuesto a saquear y asesinar, no sabía que el enemigo había ocupado ya la ciudad, no había oído las fanfarrias marciales ni los gritos de los vencedores, ni los estertores de sus compatriotas asesinados. No se daba cuenta de la amenaza que se cernía sobre su propia vida, pues en aquel instante de extrema concentración no se hallaba en Siracusa, sino en su problema matemático.
Prueba es ésta de la intensidad que la concentración espiritual puede alcanzar en grandes hombres creadores. Permítanme ofrecerles otro ejemplo más, correspondiente a tiempo más moderno. Cierto día, un amigo de Balzac entró sin anunciarse en el estudio de éste. Balzac, quien a la sazón estaba trabajando en una novela, dio media vuelta, se levantó de golpe, tomó al amigo del brazo en un estado de suprema exaltación, y exclamó con lágrimas en los ojos: "¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto." Su visitante lo miró perplejo. Conocía bien a la sociedad de París, pero nunca había oído mencionar tal duquesa de Langeais, y en realidad, tampoco existía una duquesa de ese nombre; no era sino una de las figuras de la novela de Balzac, quien, en el instante de entrar el amigo, describía la muerte de aquélla. Tenía esa muerte tan presente como si la hubiera visto con sus propios ojos, y aun no había despertado de su sueño productivo. Sólo cuando se apercibió de la sorpresa de su visitante, se dio cuenta que se hallaba nuevamente en el otro mundo, en el de la realidad.
Basten estos dos ejemplos para demostrarles hasta qué grado el artista puede olvidarse de sí mismo y del mundo durante la creación, no de otro modo que el creyente durante la oración, que el soñador durante el sueño. Stefan Zweig, El misterio de la creación artística, Sequitur, Madrid, 2010, pp. 21-23.
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