si la sensibilidad puede abrir muchas puertas, de otras sólo la inteligencia tiene la llave

  La tendencia al conocimiento mágico no está mal en cuanto favorece las tendencias receptivas de la inteligencia, creando una especie de suspensión del juicio, o del prejuicio —más bien—, gracias a la cual es posible asimilar lo esencial de la obra sin que en esa asimilación se interfieran las ideas del lector. (Y a esa suspensión del raciocinio, pero refiriéndolo al autor, aludía André Breton cuando definía la creación poética como acto no sujeto al control de la razón). La creencia en las virtudes incantatorias de la asimilación “mágica” está bien, si no menoscaba la comprensión cabal del poema; pues si la sensibilidad puede abrir muchas puertas, de otras sólo la inteligencia tiene la llave. Sea lo inconsciente lo que fuere, lo entendemos (y entendemos la creación de que es parte) a través y por medio de la conciencia.



Y si la poética no puede ser repertorio de reglas, menos debe serlo de opiniones. La tendencia creciente a “interpretar” la poe sía, me preocupa. Interpretar, como tantas veces se ha dicho, es sustituir el texto del autor por el parecer del comentarista: modo de deformación ocasionado unas veces por malicia y más a menudo por exceso de entusiasmo y auto-sugestión. Es obligado atenerse al texto, vigilando —censurando— el impulso a suplantarlo, sin poner en la glosa nuestro poema so pretexto de dilucidar el original. El crítico no es un juez; es, o debe ser, un lector por vocación, un amateur pasado al profesionalismo de la lectura. La comparación es uno de sus instrumentos más útiles; gracias a ella rasgos inadvertidos resaltan de pronto, sea por afinidad, sea por contraste con los de otra página, que bien puede ser del mismo autor.

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 El fracaso ejemplar de la llamada poesía “social”, o el no menos conspicuo, y más constante de la poesía “emocional”, es consecuencia del desinterés o de la incapacidad, acaso congénita, acaso adquirida, para dar a la materia el “ánima” de que habla el buen padre [Luis de Granada], considerándola con razón como equivalente a la forma. Situar al lector frente al documento o la interjección puede ser meritorio acto de comunicación y hasta de comunión, pero no por loable apto para desempeñar función artística.
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 El poema es una estructura verbal, y la materia-palabra es en él la misma del uso y la comunicación cotidianos. La reconocemos sin vacilar, como idéntica y a la vez diferente de lo que suele parecemos en el contexto ordinario. Sin saber cómo, la palabra se convierte en otra cosa: en apariencia no ha cambiado, la letra es idéntica, pero la resonancia distinta. En poesía la resonancia es más sutil; nos penetra por varios modos y vías, y respondemos a su llamada de distintas maneras. La respuesta es intelectual y orgánica; el entender puede provocar una emoción y ésta ir acompañada de conmoción visceral y, en casos extremos, de alteraciones respiratorias y circulatorias. La emoción quizá desemboque en la angustia, o en el éxtasis, siquiera generalmente se mantenga en estados intermedios.
 Observada la diferencia en los efectos de la palabra, quisiéramos conocer sus causas. El riesgo de error no es grande si para empezar sugerimos una explicación general que pareciendo explicarlo todo, en realidad no aclara nada. Si afirmamos que el cambio se debe a la alquimia poética, a la transmutación de la materia mediante la forma, nadie objetará, pero no habremos ido lejos. Pues, ¿cómo la palabra-materia, sin dejar de ser según es se convierte en sustancia poética? Lo esencial será el valor y el sentido que tenga en un conjunto orgánico, el poema, en donde la función expresiva supera y quizá sustituye a la función representativa. El lenguaje se ha hecho objeto al subjetivarse, al ser dislocado y subvertido. Estas constataciones no disipan el enigma; sí contribuyen a fijar sus límites. Queda en sombra el cómo, el modo, y esa sombra no se disipa recurriendo a la terminología acostumbrada, cuyo sesgo mágico bastaría para señalar una deficiencia, o mejor dicho, un bache en el proceso mental de quienes la utilizan. Hablar de “inspiración” o de “Musa” no es hablar impropiamente, pero sí encubrir ignorancia con metáfora.
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Materia-vivencia 

 La materia —en este sentido— procede de la vida y está constituida por vivencias. Cuando se incorpora a la poesía cambia de condición al variar de función y la llamamos sustancia. La imaginación somete a la materia a un complicado proceso de trituración y eliminación de lo anecdótico y trivial. Al final de ese proceso, tanto las vivencias como la palabra-materia se convierten en palabra-sustancia-experiencia lírica, gracias a la acción depuradora del olvido (que estudiaré en el capítulo quinto, dedicado al tiempo) y a la inclusión de aquéllas en un contexto que da sentido a la totalidad y hace vibrar cada uno de sus elementos.
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El arte pretende hacer inteligible y asimilable el mundo y el obligado supuesto de partida es el de su relación inmediata con éste. Como Mairena aclara: “en las épocas en que el arte es realmente creador no vuelve nunca la espalda a la naturaleza, y entiendo por naturaleza todo lo que aún no es arte, incluyendo en ello el propio corazón del poeta. Porque si el artista ha de crear, y no a la manera del dios bíblico, necesita una materia que informar o transformar, que no ha de ser —¡claro está!— el arte mismo” (319).
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 Cualquier tentativa de aplicar a estas cuestiones los módulos del llamado realismo, fracasará. El poema ni es real ni es irreal: es verdadero; la verdad y no la realidad es lo importante. Para entenderlo, será mejor dejar a un lado los rezagos de aristotelismo antes aludidos, tan persistentes en la crítica. Una totalidad de experiencias, cuando reducida a unidad, crea una experiencia de otro orden, válida por la fidelidad con que expresa intuiciones cuya relación con la vida es demasiado compleja para limitarla a concepto tan dudoso y debatible como el de realidad.
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El espíritu es un microcosmos donde todo existe a otra escala. Según Antonio Machado explicó: “el individualismo romántico no excluía la universalidad, antes por el contrario aspiraba siempre a ella. Se pensaba que lo más individual es lo más universal y que en el corazón de cada hombre canta la humanidad entera” (848). El canto es más válido cuanto más personal —en tono y acento. Tal creencia jamás se perdió por completo, y no me atrevería a afirmar que la restricción del poeta a su mundo interior implique exclusión de la universalidad buscada por el romántico. Lo escrito por Machado a continuación resume bien el designio de la poesía moderna. “...lo que el poeta llama su mundo interior no trasciende de los estrechos límites de su conciencia psicológica (deambulando por sus más intrincadas callejuelas cree encontrar su musa). El poeta explora la ciudad más o menos subterránea de sus sueños y aspira a la expresión de lo inefable, sin que le asuste el contradictio in adjecto que su expresión implica. Es el momento literalmente pro fundo de la lírica, en que el poeta desciende a sus propios infiernos, renunciando a todo vuelo de altura” (849). Ese mundo interior, esa conciencia en la que se confina, no es un ámbito tan cerrado e incomunicado como se sugiere. Recurriendo del doctrinario al creador, bastará aventurarse por las galerías machadescas para comprobar que los andurriales del sueño pueden hallarse tan frecuentados como el camino real del lugar común. Y en ellos la materia no tendrá menos solidez.
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La poesía es la canción y la canción el movimiento. Cuando Juan Ramón Jiménez insistía en la necesidad de escuchar la poesía, de abrirse a ella por el oído más bien que por la vista, era por pensar que así se capta mejor la energía verbal que da al poema su calidad única. En él principio la poesía es un son, un rumor, un no sé qué martilleando en el cerebro y disponiéndole para el estallido de la intuición, o siendo la intuición misma. La palabra viene con el ritmo y acaso es éste quien la suscita. Algunos lectores se sitúan frente al poema para valorar lo que dice, para comprobar si su “contenido” es plausible o inadmisible. El ideal lector —o auditor— será, creo yo, quien empiece por sentirse arrastrado, conquistado por el ritmo del poema, y después, contagiado por esa fuerza se deje empapar insensiblemente por el decir de las palabras.
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El crítico ruso Brik advirtió que “no es posible comprender el ritmo a partir de la línea del verso: al contrario; se comprende el verso a partir del movimiento rítmico” 10, y así ha de ser si el impulso inicial está en el ritmo, lo semántico supeditado al movimiento. Por eso, quebrar el ritmo es anular el poema como poema: traducirlo al lenguaje del discurso lógico, según practican quienes piensan que de ese modo puede hacerse más inteligible.

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