Escuela no quiere decir escuela, sino ocio

  [...] ocio se dice en griego σχολή; en latín, schola; en castellano, escuela. Así, pues, el nombre con que denominamos los lugares en que se lleva a cabo la educación, e incluso la educación superior, significa ocio. Escuela no quiere decir escuela, sino ocio.


«Aunque el conocimiento del alma humana tiene lugar del modo más propio por la vía de la ratio, hay, sin embargo, en él una especie de participación de aquel conocimiento simple, que se encuentra en los seres superiores, de los cuales se dice por esto que tienen la facultad de la intuición espiritual»; así se expresa santo Tomás de Aquino en las Quaestiones disputatae de veritate [15, 1.] . Esta frase quiere decir lo siguiente: en el conocimiento humano encontramos una participación en la facultad intuitiva no discursiva de los ángeles, a los cuales les está dado percibir lo espiritual lo mismo que nuestro ojo percibe la luz y nuestro oído el sonido. Hay en el conocimiento humano el elemento de la visión no activa, puramente receptiva, lo cual ciertamente no se debe a lo propiamente humano, sino a una superación de lo humano, que, sin embargo, da plenitud precisamente a la más alta posibilidad del hombre y es, por tanto, de nuevo lo «propiamente humano» (lo mismo que, según las  palabras de santo Tomás, la vita contemplativa, aunque es la forma más excelsa de la existencia humana, es non proprie humana sed superhumana, «no propiamente humana, sino suprahumana»)[Virt. card., I.]  

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«La fatiga es el bien»: frente a esta opinión, santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, establece la tesis siguiente: «La esencia de la virtud reside más en el bien que en la dificultad» [I, II, 123, 12, ad. 2.] ; «por tanto, no todo lo que es más difícil es más meritorio, sino que si es más difícil ha de serlo de tal forma que sea al mismo tiempo mayor bien» [II, II, 27, 8, ad. 3.].
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 Hay que tener en cuenta también que lo propio del conocimiento no es el esfuerzo mental, sino la aprehensión de las cosas, que son el descubrimiento de la realidad.
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Lo decisivo es que virtud quiere decir realización del bien; puede presuponer un esfuerzo moral, pero no se agota en ser esfuerzo moral. Y conocer significa alcanzar la realidad de las cosas que son, y el conocimiento no se agota en ser labor mental, «trabajo del espíritu».
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«Fin y norma de la templanza es la felicidad» [II, II, 141, 6, ad. 1.].
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Pero la creencia más íntima que sostiene esa revaloración del esfuerzo parece ser la de que el hombre desconfía de todo lo que es fácil, que únicamente quiere tener, en conciencia, como propiedad lo que él mismo se ha conseguido con doloroso esfuerzo y rehúsa admitir regalos. Reflexionemos un momento en la importancia que para una comprensión cristiana de la vida tiene el hecho de que haya «gracia»; recordemos que al Espíritu Santo se le denomina, con un sentido concreto, «don» [C. G., 4, 23. «Es propio del Espíritu Santo ser una donación; I, 38, 2, ad. 1: «El Espíritu Santo, que procede del Padre como amor, recibe en sentido propio el nombre de «don».]; que los grandes doctores de la cristiandad afirman que la justicia divina presupone su amor [I, 21, 4.] y que todo lo logrado, todo aquello que se puede exigir presupone algo donado, no debido y no meritorio, no logrado, que lo primero es siempre algo recibido; si tenemos presente por un momento todo esto, nos daremos cuenta entonces del abismo que hay entre aquella actitud y las creencias del occidente cristiano.
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 El funcionario es una persona instruida. La instrucción se caracteriza por el hecho de que se dirige a una parte especial del hombre y a un sector del mundo. La formación tiene como fin la totalidad. Persona formada es aquella que sabe lo que pasa en el mundo tomado en su totalidad. La formación concierne a todo el hombre en cuanto que es capax Universi, en cuanto que puede abarcar el conjunto total de las cosas que son.
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No solo existe la utilidad, sino también la bendición. Y en ese sentido se entiende la tesis medieval de que es «necesario para la perfección de la comunidad humana que haya hombres que se consagren a la vida no útil de la contemplación»[40] ; bien entendido: que esto es necesario para la perfección, no de los individuos que se dedican a la vita contemplativa, sino de la comunidad humana. Nadie que piense con la categoría de «trabajador del espíritu» podría decir algo parecido.
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[...] la doctrina vital de la Alta Edad Media dice precisamente lo contrario: la falta de ocio, la incapacidad para el ocio, está en relación estrecha con la pereza; de la pereza es de donde procede el desasosiego y la actividad incansable del trabajar por el trabajo mismo. Constituye una relación curiosa el hecho de que la actividad desasosegada de un fanatismo suicida por el trabajo proceda de una deficiencia en voluntad de realización; 
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El concepto opuesto al de acedía no es el espíritu de trabajo de la vida industriosa y laboral, sino la afirmación y aceptación alegre que el hombre hace de su propio ser, del mundo en su conjunto, y de Dios, es decir, el amor (del cual procede también ciertamente la especial lozanía propia del ser activo, que no puede confundirse, sin embargo, con la espasmódica actividad del fanático del trabajo).
 ¿Adivinaríamos, si no se nos hubiera transmitido expresamente, que santo Tomás de Aquino entiende la acedía como un pecado contra el tercer mandamiento precisamente? Encuentra tan poca relación entre la pereza y la imagen contraria al «ethos del trabajo», que la explica más bien como una infracción del «descanso del espíritu en Dios» [II, II, 35, 3, ad. 1; Mal., 11.3, ad. 2.].
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Pero se dirá: ¿Qué tiene que ver todo esto con nuestra cuestión? La acedía se cuenta entre los vitia capitalia, entre los siete «pecados capitales». Esta traducción no es muy feliz. Caput significa cabeza; pero caput quiere decir también fuente, y esto es a lo que aquí se alude; los pecados de donde proceden, como de un manantial, otras desviaciones, en un proceso, por así decirlo, natural. La antigua doctrina de vida decía, y con esto volvemos a nuestra cuestión, que de la pereza se derivan, entre otras desviaciones, la interna actividad desazonada y la falta de ocio («entre otras», pues una de las «hijas de la acedía» es también la desesperación, lo cual significaría que la falta de ocio y la desesperación eran «hermanas», pensamiento que podría poner al descubierto y aclarar la creencia que se encubre en la frase, tan sospechosamente enérgica, «trabajar y no desesperar»). La pereza, en el sentido antiguo, tiene tan poco que ver con el ocio que es más bien el íntimo supuesto de la falta de ocio. Solo puede haber ocio cuando el hombre se encuentra consigo mismo, cuando asiente a su auténtico ser, y la esencia de la acedía es la no coincidencia del hombre consigo mismo.
Pereza y falta de ocio se corresponden. El ocio se opone a ambas.
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El ocio es una forma de ese callar que es un presupuesto para la percepción de la realidad; solo oye el que calla, y el que no calla no oye. Ese callar no es un apático silencio ni un mutismo muerto, sino que significa más bien que la capacidad de reacción que por disposición divina tiene el alma ante el ser no se expresa en palabras. El ocio es la actitud de la percepción receptiva, de la inmersión intuitiva y contemplativa en el ser.
 En el ocio hay, además, algo de la serena alegría del no poder comprender, del reconocimiento del carácter secreto del mundo, de la ciega fortaleza del corazón del que confía y que deja que las cosas sigan su curso; hay algo de la «confianza en lo fragmentario, que es lo que precisamente constituye la vida y la esencia de la Historia».
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una especie de «fanatismo de la verdad y de la disciplina», y que de hecho parece arrancar a las cosas su secreto, en un audaz acto de agresión, y exhibirlo asépticamente disecado, de la forma siguiente: esa «forma de exponer» es, «sin embargo, lo opuesto a toda contemplación y es como una pereza que se aventura en las sublimidades de la exactitud..., frente a la verdadera pereza, que da su tiempo a Dios, a las cosas y al mundo, a todo, bueno o malo, con morosidad para lo bueno y para lo malo».
 El ocio no es la actitud del que interviene, sino la del que se relaja; no la del que ase, sino la del que suelta, se suelta y abandona, casi como la actitud abandonada del que duerme (solo el que se abandona está en disposición de dormir). Y en realidad, lo mismo que la falta de ocio y la falta de sueño parecen estar en cierto sentido relacionadas entre si, así también el hombre, tratándose del ocio, es afín a los que duermen, de los cuales dijo Heráclito el Oscuro que «actúan y cooperan en el acontecer del cosmos» [Fragmento n.º 75 (Diels)].
 El recreo confortante que nos procura la visión absorta de una rosa que se abre, de un niño que duerme, de un misterio divino, ¿no se asemeja al que conseguimos con un sueño profundo y tranquilo? Pues las grandes y felices intuiciones y ocurrencias, las que no se pueden captar, se le conceden al hombre en el ocio sobre todo; como dice el libro de Job (35, 10). Dios envía por la noche cantares de júbilo, y el pueblo sencillo sabe que el Señor concede a los suyos en el sueño la felicidad y lo que más le conviene. En ese silencioso estar abierto del alma se le puede dar al hombre el don de percibir «lo que íntimamente da consistencia al mundo», quizá solo por un instante, como un relámpago, de suerte que después haya de volver a descubrir con esforzado «trabajo» la visión que se tuvo en ese momento.
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Y así como, según la Escritura, Dios, «gozándose en las obras que había hecho», vio que «era bueno cuanto había hecho» (Gen. 1, 31), así también el ocio humano implica la detención aprobatoria de la mirada interior en la realidad de la Creación.
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 El ocio corta perpendicularmente el término de la jornada de trabajo, exactamente como la «simple intuición» del intellectus no es una prolongación (por decirlo así) del proceso trabajoso de la ratio, sino que lo corta perpendicularmente (los antiguos compararon a la ratio con el tiempo y al intellectus, en cambio, con el «ahora permanente» de la eternidad) [C. G, II, 96.]  
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 ¿Será posible mantener o incluso reconquistar, frente a la presión del mundo totalitario del trabajo, un espacio para el ocio, que no sea solo un bienestar dominical, sino el ámbito donde pueda desarrollarse una verdadera e Integra humanidad, la libertad, la verdadera formación, la consideración del mundo como un todo? Dicho con otras palabras: ¿será posible evitar que el hombre se convierta por completo en un funcionario, en un «trabajador»? ¿Podrá conseguirse? ¿Y bajo qué condiciones? 
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[...] el Estado laboral totalitario necesita del que no es nada más que funcionario de alma empobrecida, y este, por su parte, se inclinará a ver y admitir únicamente en el total «descargo» del «servicio» la imagen engañosa de una vida colmada.
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 La verdadera «desproletarización», que no ha de confundirse con la lucha con la indigencia (cuya necesidad no vale la pena que nos entretengamos en discutir), presupone que se reconozca plenitud de sentido a la distinción entre artes liberales y artes serviles; es decir, entre la actividad utilitarista, por un lado, que no tiene sentido en sí misma, y por otro, «las artes libres», de las que no puede disponerse para fines utilitarios. Y es plenamente lógico que los defensores de la «proletarización de todos» se empeñen en demostrar que esta distinción carece de sentido y no puede justificarse.
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[...] ¿no se nos hace nuevamente patente lo que significa el hecho de que, mientras el Estado laboral totalitario declara «indeseables» todas las ocupaciones que no sean productivas y se sirve hasta del tiempo libre, exista en el mundo una institución que en determinados días prohíbe precisamente las actividades que reportan utilidad, o sea, las «artes siervas», y de este modo prepara, por decirlo así, su ámbito de existencia no proletaria?
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Si ser proletario no significa otra cosa en el fondo sino la vinculación al proceso laboral, el punto capital de su superación, es decir, de una verdadera «desproletarización», consistiría en que al hombre que trabaja se le depare un ámbito de actuación que tenga sentido y que no sea «trabajo»; con otras palabras: que se le dé acceso al verdadero ocio.
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¿Basta la apelación a un humanum para garantizar y fundamentar la existencia del ocio? Se verá que la apelación a un humanum, es decir, al «Humanismo», no basta. Puede decirse que el punto esencial del ocio es la celebración de la fiesta. En ella se dan cita los tres elementos: la relajación, la falta de esfuerzo, el predominio funcional del «ejercicio del ocio». Pero si la celebración de la fiesta es el elemento esencial del ocio, este adquiere su íntima posibilidad y su legitimación de la misma fuente de donde la fiesta y su celebración derivan su sentido y su íntima posibilidad. Y este es el Culto.
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 El culto tiene con respecto al tiempo un sentido semejante al que tiene el templo con relación al espacio. Templo quiere decir (como lo indica la significación lingüística primitiva de las palabras correspondientes) que una determinada superficie se separa, acotándola, cercándola, deslindándola del resto del suelo que se utiliza para el cultivo y la colonización, y que esta superficie cercada se transfiere, por decirlo así, a los dioses en propiedad, no se la habita ni cultiva, se la sustrae al aprovechamiento. Mediante el culto y gracias a él se separa también del tiempo aprovechado en la labor diaria un período determinado, un espacio de tiempo limitado, y este tiempo, lo mismo que la superficie del recinto del templo y del lugar de los sacrificios, no se «utiliza», queda sustraído a la «utilización». Este período de tiempo es el séptimo día. Es el espacio de tiempo dedicado a la fiesta, que surge así y no de otro modo.
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 En el mundo laboral totalitario no puede darse un espacio inutilizado, ni una superficie del suelo que no se utilice, ni un período de tiempo que no se aproveche; no puede haber, pues, lugar para el culto ni para la fiesta, pues el principio de la utilización racional es la base exclusiva donde se apoya el mundo del trabajador. La «Fiesta» en el mundo laboral totalitario es o pausa en el trabajo (y, por tanto, existe por y para el trabajo), o es, en las fiestas del trabajo, exaltada celebración de los principios mismos del trabajo (y, por tanto, otra vez implicación en el mundo laboral). Puede haber «Juegos», naturalmente; puede haber circenses; ¡pero quién va a dar el nombre de «fiesta» a la diversión de las masas!
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Y es en este período de tiempo dedicado a la fiesta donde únicamente puede desarrollarse y perfeccionarse el ocio. Fuera del ámbito de la celebración del culto y de su irradiación, ni el ocio ni la fiesta pueden prosperar. Separados del culto, el ocio se hace ocioso y el trabajo inhumano.
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[...] cuando al trabajo se le quita el contrapeso de la verdadera festividad y del verdadero ocio, se vuelve inhumano; puede conllevarse indiferente o «heroicamente», pero no deja por eso de ser esfuerzo árido, sin esperanza, comparable al de Sísifo, que de hecho hay que considerar como la encarnación primitiva del trabajador encadenado a su trabajo sin descanso y sin íntimo fruto.
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La raíz profunda, por tanto, de la que vive el ocio —ocio quiere decir todo aquello que sin ser meramente utilitario forma parte de un destino humano sin mengua— se encuentra en la celebración del culto.
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 ¿No habrá venido a significar la esterilidad, la intrascendencia, la irrealidad, el sentido literal que en el lenguaje común se dé a lo «puramente académico», precisamente porque se ha perdido esa fundamentación de la schola en el culto, surgiendo así en lugar de la realidad un mundo intrascendente de ficciones culturales, como el «Templo de las Musas» y otros «santuarios» por el estilo? Goethe sí que parece haber sido de esa opinión cuando en una admirable declaración acerca del clasicismo de su tiempo llama a todos los inventa de la antigüedad «artículos de fe», que ahora, por extravagancia, se imitan de modo caprichoso [Goethe a Riemer, el 26-3-1814.] . Digámoslo otra vez: en estos tiempos carece de sentido querer defender el ocio desde posiciones que no sean extremas. El ámbito del ocio es, como dijimos, el ámbito de la cultura propiamente dicha, en cuanto que esta palabra indica lo que excede de lo puramente utilitario. La cultura vive del culto. Y hay que tener en cuenta esta relación de origen cuando se quiere tratar de ella de un modo completo. Este es también el sentido del grandioso texto platónico sometido en primer término a nuestra consideración. En él se dice, en una magnífica alusión mística, que las bellas artes tienen su origen en el culto, y que de la celebración del culto procede el ocio: «en el trato festivo con los dioses» adquiere el hombre su verdadera e íntegra fisonomía.
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Nuestra esperanza es que este verdadero sentido de la visibilidad del Sacramento se manifieste de tal forma en la celebración del culto, que el «hombre nacido para el trabajo» sea transportado de la fatiga del día de esfuerzos a un interminable día de fiesta, arrebatado de la angostura del ambiente laboral y centrado en el mundo.
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El proceso del trabajo es el proceso de la realización de la «utilidad común», concepto que no hay que tomar como 38 equivalente de bonum commune. La «utilidad común» es una parte esencial del bonum commune, pero este concepto contiene mucho más. Al bonum commune pertenece, por ejemplo (como dice santo Tomás) [In Sent, 4 d., 26, 1, 2.], que haya hombres entregados a la inútil vida de la contemplación; al bonum commune pertenece el que se haga filosofía, mientras que justamente no se puede decir que la contemplación, la filosofía, sirva a la «utilidad común».
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[...] el acto filosófico, la verdadera creación poética y, en general, la vivencia creadora, así como la oración, se apoyan en una conmoción, en tal conmoción, decimos, experimenta el hombre el carácter no definitivo de este mundo de todos los días lleno de cuidados; lo trasciende, da un paso más allá.
 Por razón de esta fuerza de trascendencia y rompimiento que les es común tienen una cierta unidad natural todas esas formas de actitudes fundamentales del hombre: el acto filosófico, el religioso, el de creación y contemplación artística y también la relación con el mundo realizada en una conmoción existencial en virtud del amor, de la experiencia de la muerte o de lo que sea. 
[...] Donde lo religioso no puede crecer, donde no hay lugar para la creación y contemplación artísticas, donde la conmoción por el eros y la muerte pierde su profundidad y se banaliza, ahí tampoco florecen el filosofar y la filosofía.
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Hay también seudoformas de la creación y contemplación artísticas, una seudopoesía, que, en lugar de romper la bóveda del día de trabajo, se limita, por así decir, a pintar adornos engañadores en su pared interior y que, con mayor o menor disimulo, se pone al servicio del mundo del trabajo como «poesía útil», privada o también política; semejante «poesía» no trasciende, ni siquiera aparentemente. (Es claro que el verdadero filosofar tiene más en común con la ciencia especializada exacta que con tal seudopoesía).
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Hay algo todavía peor, y es que todas estas seudorrealizaciones coinciden en que no solo no trascienden, sino clausuran al mundo bajo la cúpula todavía más y de forma más definitiva; encierran al hombre aún más en el mundo del trabajo. Así, estas formas ficticias y, sobre todo, esta aparente filosofía, son algo mucho peor, mucho más desesperanzador que, por ejemplo, el sencillo cerrarse frente a lo no cotidiano del hombre mundano. El hombre sencillo, cautivo en el mundo de los días de labor, puede, con todo, ser afectado algún día por la fuerza de conmoción que se oculta en una cuestión filosófica verdadera o en una poesía, pero a un sofista, a un seudofilósofo no hay nada que lo conmueva.
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la libertad académica se pierde precisamente en la medida en que se pierde el carácter filosófico de los estudios universitarios o, expresado de otra forma, en la medida en que las aspiraciones totalitarias del mundo del trabajo conquistan el ámbito de la Universidad; ahí yace la raíz metafísica; lo que se llama «politización» es solo consecuencia y síntoma. Desde luego, hay que observar en este punto que esto es de forma totalmente precisa el fruto ¡justamente de la filosofía, de la filosofía moderna misma! 
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Un camino recto conduce de Francis Bacon (que ha dicho: «Saber y poder son lo mismo; el sentido de todo saber es dotar a la vida humana de nuevos inventos y recursos»[88] ) a Descartes (quien en el Discours ha 45 formulado ya expresamente de forma polémica que su intención es poner en el lugar de la antigua filosofía «teórica» una filosofía «práctica», mediante la cual pudiésemos hacernos «señores y poseedores de la naturaleza»[89] ) hasta la conocida fórmula de Karl Marx: hasta entonces la filosofía había considerado que su tarea era interpretar el mundo, pero lo importante es modificarlo. Este es el camino por el que ha progresado históricamente la autodestrucción de la filosofía, mediante la destrucción de su carácter teorético, destrucción que reposa, a su vez, en que el mundo es visto cada vez más como mera materia prima para la actuación humana. Cuando el mundo no es visto ya como creación, no puede darse ninguna theoria en un sentido pleno. Pero la caída de la theoria trae consigo eo ipso la de la libertad del filosofar y aparece la funcionarización, lo exclusivamente «práctico», la necesidad de una legitimación basada en la función social; surge el carácter de «trabajo» de la filosofía, de lo que todavía sigue llamándose filosofía. Mientras que nuestra tesis, que quizá haya obtenido ahora más claros perfiles, afirma precisamente que pertenece a la esencia del acto filosófico trascender el mundo del trabajo. Esta tesis, que incluye tanto la libertad como el carácter teorético de la filosofía, no niega el mundo del trabajo, al que, por el contrario, presupone expresamente como necesario, pero afirma que la verdadera filosofía se apoya en la fe en que la verdadera riqueza del hombre no consiste en saciar sus necesidades, ni tampoco en que lleguemos a ser «señores y poseedores de la naturaleza», sino en que seamos capaces de ver lo que es, la totalidad de aquello que es: Esta es, así dice la antigua filosofía, la suma perfección a la que podemos llegar: que se dibuje en nuestra alma el orden de la totalidad de las cosas existentes [Ver., 2, 2.]. Un pensamiento que la tradición cristiana ha incorporado en el concepto de la visio beatifica: «¿Qué es lo que no ven quienes contemplan a aquel que todo lo ve?» [San Gregorio el Grande, citado por santo Tomás de Aquino: ver., 2, 2.]

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