Ha sido, pues, la mecanización de la idea del Estado la que ha llevado a su perfección el proceso de mecanización de la imagen antropológica del hombre

 El Estado que naciera en el siglo XVII, llegando a afirmarse en toda el área del Continente europeo, es, en realidad, una obra humana y distinta de todos los tipos anteriores de unidad política. Se le puede considerar como el primer producto de la época técnica, el primer mecanismo político de gran estilo, la “machina machinarum”, si queremos aceptar la formulación exacta de Hugo Fischer. En este tipo de Estado no sólo se da ya el supuesto sociológico e histórico de la época técnica industrial siguiente, sino que él mismo es obra típica y aun prototípica de la nueva época técnica.


El Estado como totalidad es, con su cuerpo y su alma, un homo artificialis y, como tal, máquina. Es una obra fabricada por hombres, en la que el material y los artífices, la máquina y su constructor, son los mismos, es decir, hombres. El alma se convierte así en simple parte de una máquina fabricada artificialmente por hombres. De allí que el resultado histórico final fuese que el “hombre magno” no pudiera mantenerse como persona representativa soberana; él mismo no era sino producto del arte y de la inteligencia humana. El Leviathan se convierte, por tanto, en una gran máquina, en un gigantesco mecanismo al servicio de la seguridad de la vida física terrena de los hombres dominados y protegidos por él.  

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Mediante la mecanización de su “Hombre magno”, del makros anthropos Hobbes dio un paso decisivo y fecundo en consecuencias más allá que Cartesio para la interpretación antropológica del hombre. Cierto que la primera decisión metafísica fue de Cartesio, al considerar el alma humana como una máquina y al hombre, compuesto de cuerpo y de alma, como un intelecto en una máquina. Un simple paso bastaba para transportar esta idea al “hombre magno”, al “Estado”. El paso fue dado por Hobbes. Pero, como ya hemos visto, este paso tuvo como consecuencia que el alma del “hombre magno” se transformase en parte de una máquina. Y cuando el “hombre magno”, con su cuerpo y su alma, se hubo convertido en máquina, también se hizo posible que la transposición siguiese el camino inverso y que el hombre pequeño, el individuo, se trocase en “homme machine”. Ha sido, pues, la mecanización de la idea del Estado la que ha llevado a su perfección el proceso de mecanización de la imagen antropológica del hombre.
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 Una distancia infinita separa al Estado técnico neutral de la comunidad medieval. No sólo en lo que toca a la fundamentación y construcción del “soberano”, pues en esto resulta bien patente el antagonismo entre el derecho divino de los reyes como “personas sagradas” y el mecanismo de mando “Estado”, construido a la manera racionalista, sino también en los conceptos jurídicos fundamentales, perfectamente distintos, que configuran la situación jurídica de los súbditos de estas dos entidades diferentes. En una comunidad medieval, el “derecho de resistencia” feudal o estamental contra un gobernante injusto es cosa evidente. El vasallo o el estamento pueden invocar un derecho divino lo mismo que su señor feudal o territorial. En el Estado absoluto de Hobbes, poner el derecho de resistencia como “tal derecho” en el mismo plano que el derecho estatal, es absolutamente absurdo desde el punto de vista de los hechos y desde el punto de vista del derecho. Frente al “Leviathan”, mecanismo de mando técnicamente perfecto, todopoderoso y capaz de aniquilar cualquier resistencia, resulta prácticamente vana toda tentativa de resistir. 
Pero es que, además, la construcción jurídica del derecho de resistencia resulta imposible hasta como problema. No se puede construir ni como derecho objetivo ni como derecho subjetivo. No tiene cabida posible dentro del ámbito dominado por la gran máquina irresistible. Carece de punto de inserción, de lugar; es, en sentido genuino, “utópico”. Frente al incontrastable Leviathan “Estado”, que a todos somete por igual a “su ley”, no existe el “estamento” ni cabe la resistencia de un “estamento contrario”. O el Estado existe realmente como tal Estado y funciona como instrumento incontrastable de la paz, de la seguridad y del orden, y tiene de su parte el derecho objetivo y el derecho subjetivo, puesto que como legislador único y supremo crea él mismo todo el derecho, o no existe realmente y no cumple su función de asegurar la paz. Entonces no hay Estado, sino estado de naturaleza. Puede ocurrir que el Estado deje de funcionar y que la gran máquina quede rota por la rebelión y la guerra civil. Pero esto no tiene nada que ver con el “derecho de resistencia”. Si se admitiera este derecho dentro del Estado de Hobbes, sería tanto como admitir un derecho a la guerra civil reconocido por el Estado, es decir, un derecho a destruir el Estado; por consiguiente, un absurdo. El Estado pone término a la guerra civil. Lo que no pone término a la guerra civil no es un Estado. Lo uno excluye lo otro. No cabe imaginar una construcción más sencilla ni más “objetiva”, pero su sencillez y objetividad descansan en el carácter técnico de sus nociones y conceptos.
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Hobbes creyó servirse de esta imagen para sus propios fines como si se tratase de un símbolo impresionante y no se dio cuenta de que, en realidad, invocaba las fuerzas invisibles de un equívoco mito antiguo. Su obra quedó ensombrecida por el Leviathan, y todas sus construcciones y argumentaciones lógicas, claras como eran, cayeron en el campo de fuerzas del símbolo conjurado. Ningún pensamiento, por claro que sea, es capaz de sobrepujar la fuerza de las imágenes míticas genuinas. El único problema que queda en pie es determinar si su rumbo, dentro del curso del destino político, fue para bien o para mal, si condujo a puerto verdadero o falso. El que usa de tales símbolos fácilmente asume el papel de un mago que invoca poderes con los cuales ni su brazo, ni su ojo, ni fuerza humana alguna pueden medirse. Y entonces corre peligro de dar, no ya con un aliado, sino con un demonio sin entrañas que le entrega en manos de sus enemigos.

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